Crónicas desde el frente viral
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El relevo generacional en la extrema derecha
Los nuevos son otra cosa y venden algo distinto. No se presentan como gente de orden, llaman al sacrificio de unas élites a las que aparentan no pertenecer. No parecen dogmáticos porque pueden parecer divertidos. Y no son nostálgicos ni reaccionarios
Nadie debería sorprenderse por el auge de la extrema derecha en nuestro continente, lleva labrandose desde hace bastante tiempo en todo occidente. Hace años, cuando el Brexit, el nacionalpopulismo ya era mucho más competitivo que las opciones políticas tradicionales. La novedad está en que ahora, mientras los partidos convencionales siguen sufriendo evidentes dificultades para adaptarse, puede verse a la ultraderecha activando otro saldo evolutivo.
Ninguna otra corriente ideológica supo leer con más acierto el cambio social provocado por la crisis de 2008 y conectarlo con más eficiencia a la eclosión de las redes sociales de primera generación. Y ninguna llega a acercarse a la interpretación del mundo post pandémico y a los nuevos medios digitales. Van por delante en potencia competitiva.
Como en Estados Unidos, Europa ya no está en el tiempo propicio para que surjan movimientos de impugnación que ofrezcan algún tipo de protección. El terreno ha dejado de ser fértil para la extrema izquierda. Y ahora la demanda es otra, mucho más conservadora. Sigue siendo impugnatoria, pero ya libertaria, a estas alturas no vale tanto el sentirse protegido como el no sentirse individualmente responsable del conjunto.
Los lazos de solidaridad que mantienen unidas a nuestras sociedades se están debilitando a ojos vista. La identificación con la comunidad y con los intermediarios políticos tradicionales viene orientando el sentido de pertenencia hacia lo tribal.
La fe en el diálogo, la negociación y la generación de consensos con el distinto parece ilusoria. Hoy no importa la racionalidad, ahora lo importante es que te den la razón. Y todas esas pulsiones están poblando la mente política de las generaciones que no han cumplido los cuarenta.
Esas y más. La xenofobia se ha disparado. La dictadura woke ha provocado una reacción que aviva el machismo. El pensamiento paranoico que llevó a los viejos británicos a salir del Brexit está hoy sacando a muchos jóvenes, sobre todo hombres, del ecosistema ético democrático.
Quienes sean conservadores y estén preocupados echarán la culpa a la izquierda. Y quienes sean progresistas y estén en la misma situación, culpabilizarán a la derecha. Lo cierto es que los dos lados del espectro clásico han sido igual de incapaces a la hora de impedir que los años 20 de este siglo comiencen a parecerse demasiado a la década de los treinta del siglo pasado.
Y no. No es solo una cuestión de gestión, que por supuesto. Unos y otros han quebrado la promesa democrática —los hijos podrán vivir mejor que los padres— que trajo estabilidad tras la Segunda Guerra Mundial.
También debe resaltarse la escandalosa crisis en las élites políticas que están atravesando nuestras democracias. La fractura entre la superioridad moral discursiva esgrimida por los políticos y la política producida es tan sangrante que solo puede provocar una crisis de credibilidad.
Valga, como ejemplo, el falso discurso feminista sincopado de Sánchez comparado con su silencio frente a Meloni. Ella quiso dejar fuera de la declaración del G7 el derecho al aborto, y él calló, todos los socialistas españoles callan. Pues así todo.
Además, tiene que resaltarse la impotencia del estabishment en el campo cultural. Algo están haciendo peor que mal los progresistas y los conservadores para que la extrema derecha vuelva a molar precisamente aquí, en Europa. La dejación de funciones está siendo tan histórica como imperdonable.
En lugar de combatir culturalmente a la ultraderecha, tanto la izquierda como la derecha tradicional, han optado por replicar su manera de comunicar.
El envilecimiento de nuestro debate público, la deshumanización del adversario y la brutalización del distinto son objetivos primordiales de los herederos del fascismo. Sin embargo, desgraciadamente, marcan también la hoja de ruta y el guion diario de líderes como el presidente de nuestro país, quien da alpiste a los ultras con los que no gobierna para poder seguir en el gobierno, aunque sea sin gobernar.
¿Cómo puede defender la democracia española quien levanta muros, trata de intimidar a los medios, agrede a la integridad de los jueces, vuela por los aires el principio de igualdad entre españoles para satisfacer a la derecha supremacista catalana? Nadie ha hecho en toda la historia de nuestra democracia más por la extrema derecha que Pedro Sánchez.
Llegó y no había un concejal de extrema derecha, ni un diputado regional, ningún escaño en el congreso o en el Senado, y tampoco en el Parlamento Europeo dentro de la delegación española. Él les ha puesto el biberón y ellos recogen los votos. Hoy están en todos sitios. Y no hay un partido, son dos.
Aquí tenemos menos ultras que en el resto del continente, sí. Y está bajando la extrema izquierda porque ve su espacio ocupado. Pero un poco de perspectiva basta para apreciar que, desde Largo Caballero, no ha dado el PSOE un dirigente más peligroso para la convivencia y la salud de la democracia española.
La entrada de Se acabó la fiesta refleja la incompetencia de Vox y manda a los de Abascal al pleistoceno. Pero, siguiendo la estela europea, completa el relevo generacional en la extrema derecha: llegan votantes jóvenes y vienen líderes más jóvenes.
Los nuevos son otra cosa y venden algo distinto. No se presentan como gente de orden, llaman al sacrificio de unas élites a las que aparentan no pertenecer. No parecen dogmáticos porque pueden parecer divertidos. Y no son nostálgicos ni reaccionarios porque se ofrecen como revolucionarios.
Alcanzan donde no lo hacen el resto de actores políticos y, al hacerlo, llevan a las urnas también a quienes no suelen votar
Comunican en otro código porque comprenden mejor que nadie que el tiempo de atención de su público termina a los siete segundos. Alcanzan donde no lo hacen el resto de actores políticos y, al hacerlo, llevan a las urnas también a quienes no suelen votar.
Alvise es poca cosa, tiene mil costuras, pero es una señal de advertencia que conviene no menospreciar. Presten atención a lo que está pasando en Francia. El candidato de Le Pen es, en términos de comunicación, un cañón. Bardella tiene 28 años y es infinitamente más competitivo que su mentora.
Naturalmente, viendo aquello, los del pensamiento convencional encontrarán agarraderas intelectuales parecidas las de la sociedad vienesa de hace 100 años. Tomarán el té y dirán que Europa está envejecida, que aquí hay pocos jóvenes y que votan poco.
Son tan perezosos que no se paran a pensar en una de las principales paradojas culturales de nuestra época. El electorado es un público. Y el público está fascinado con el culto a la juventud. Por ahí pasa el espectáculo. Desde 1968, en todo occidente, ser nuevo parece mejor bueno. Ahora, esa chorrada, en medio de toda esta decadencia, resulta todavía más dominante.
Nadie debería sorprenderse por el auge de la extrema derecha en nuestro continente, lleva labrandose desde hace bastante tiempo en todo occidente. Hace años, cuando el Brexit, el nacionalpopulismo ya era mucho más competitivo que las opciones políticas tradicionales. La novedad está en que ahora, mientras los partidos convencionales siguen sufriendo evidentes dificultades para adaptarse, puede verse a la ultraderecha activando otro saldo evolutivo.
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