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Quemados por San Juan
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Juan José Cercadillo

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Quemados por San Juan

Como diría Serrat al final de su gran 'Fiesta', después de celebrar San Juan todo vuelve al mismo sitio. En esa noche transversal que con tanto tino cuenta, gente distinta se mezcla, sintiéndose tan igual cuando se mira a sí mismo

Foto: Hogueras de San Juan en San Sebastián. (EFE/Javier Etxezarreta)
Hogueras de San Juan en San Sebastián. (EFE/Javier Etxezarreta)
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A fuego se hacen los huecos cada noche de San Juan. Quemas todo lo obsoleto de ese salón ficticio donde amontonas, como un perezoso Diógenes, los hábitos que te destruyen. Desde hace miles de años congéneres de todos sitios aprovecharon el hito del más inclinado planeta para plantearse que algo podían cambiar en su vida. Coincide la mirada de la Tierra al abismo desde su norte con que la vuelta por el lado oscuro del vacío se hace ese día más corta. Es el día del solsticio y de forma muy intuitiva vivían nuestros antepasados el hito de un año nuevo porque de repente parecía que todo volvía a su sitio. La noche que los espíritus tenían que darse más prisa en su diario recorrido para sembrar miedos y penas, se les pensaba más vulnerables. Y se cogía fuerza con el sol en todo lo alto para plantar, a su ocaso, cara a tanta mala baba.

El fuego y su capacidad destructiva les pareció lo propicio para arrasar con lo malo. El fuego consume y purifica, llevaban muchos años viéndolo en esa Naturaleza salvaje que aún se nos defendía. Para ahuyentar a los espíritus nada mejor que el calor insoportable de aquello que no entendían, que había sido incontrolable y que después fue la llave de alejarse de los monos, cuando cocinamos la carne. El fuego, como aliado, nos ha civilizado a todos y con él hemos hecho el hueco donde poder ubicarnos, donde sembrar cereales, donde hacer un campo abierto para ver los enemigos acercarse...

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De aquellas iniciáticas tradiciones, a medida que fuimos achacándonos a nosotros mismos las causas de nuestros males, se consensuó el giro de mirarse más uno mismo y no mirar para otro lado. Con la consciencia de algo que te hablaba desde dentro se pudo iniciar un diálogo que en este caso era interno. Y al menos una noche al año, aquella de alejar espíritus, se reconvirtió con el tiempo en proto-ejercicio de autocrítica. De hablarle al yo que mandaba con fuerza de regañarle. Con el simbolismo de siempre para explicar a los más torpes lo conceptual del asunto se definió que esa noche había que purificarse. Un reinicio informático de antes de escribir a máquina. Unos saltaban hogueras, otros andaban en brasas, todos quemaban lo viejo para que lo nuevo entrara. Quemar lo que te quema por dentro, paradojas de la flama.

Luego llegaron los católicos, se apropiaron del concepto que tan bien les encajaba en sus sibilinos métodos. Esos de automachacarse -machacarte a ti, se entiende- para no quejarse mucho. Decidieron, en formato mandamiento, que es el que menos explicación les exige, la contrición de los pecados y la obligación de mejora. Y para no tener que prohibir esa tradición pagana de hacer punto de inflexión en colaboración con el fuego decidieron inventarse el cumpleaños de San Juan y encajarlo en el calendario de forma más ordenada. Sin mucho rigor científico al resultar dicha fecha menos precisa en sus datos astronómicos, porque en realidad el solsticio no sucede siempre el mismo día del pretendido nacimiento del que llamaron Bautista.

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Con un San Juan medio bombero, él se manejaba con agua, muy cogido por los pelos -no es una broma macabra de cómo acabaron sus días- se asoció la noche corta, el fuego desinfectante, el inicio de las cosechas, el descanso por convenio, la borrachera programada, el coaching de pacotilla, el control de los borregos, la vigencia de las supersticiones, la ilusión de ser mejores, la explicación fácil al vago y una lista interminable de variopintos conceptos y se instauró en San Juan la noche con menos sueño… y con más expectativas. El 25 ya veremos.

Como vamos hacia simples incluyeron en el rito, de forma reciente creo, el escribir eso malo que de normal nos preocupa. Recopilamos papelitos donde registrar lo flojo que reprochar a nuestro espíritu y darle realidad corpórea a nuestras debilidades. Y echárnoslas a la cara y poco después al fuego. Y aprovechando la tea que alimenta lo material que nos sobra de año en año se arrojan con cierto éxtasis, de normal sin apoyo químico, las maldades atrapadas en papel y con bolígrafo para su destrucción total sin esfuerzo, pero con cierto compromiso.

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Cómo me gustaría, de cara a las elecciones, que la tradición evolucionara más hacia la transparencia. Que entre todos exigiéramos compartir el contenido de los confesionales papeles para ver si el susodicho se habría entendido a sí mismo. Es por este tiempo electoral por el que reclamo la publicación de sus inaccesibles conciencias. Porque también es tiempo de balance, de reflexión y autocrítica de todos nuestros gobernantes, la cíclica cita en las urnas. Para entender sus intenciones me gustaría tener acceso a aquello que se reprochan. No entre ellos, a ellos mismos. Aunque solo fuera por una vez. Yo daría mi confianza a quien fuera más autocrítico, a quien mejor escribiera todas sus limitaciones y tuviera el compromiso de destruirlas con fuego para ser mejor ministro o presidente del gobierno, o asesor de algún político o director de Correos. Pediría a los candidatos a hacernos servicio público que además de machacarnos con todo lo bien que han hecho, o con lo que tengan previsto, mostraran cierta humildad en la revisión de sus actos. Y que al acto de contrición siguiera el firme compromiso de mejorar su actitud y ser capaces de algo que ahora brilla por su ausencia: el reconocimiento de error como punto de partida de consensos y de avances, de generar la estrategia que beneficie a casi todos. Con el coste inevitable de que algunos se sintieran un poco fuera del general bien común por verse tan especiales que quieren con vehemencia lo que quieren solo unos pocos.

Como diría Serrat al final de su gran Fiesta, después de celebrar San Juan todo vuelve al mismo sitio, igual que el planeta Tierra. En esa noche transversal que con tanto tino cuenta, gente distinta se mezcla, comparte ilusión y vino, sintiéndose tan igual cuando se mira a sí mismo. Desgraciadamente al final “vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza…” y el político a su carrera… y sin papeles que quemar. Y nosotros, cada año, un poquito más quemados.

A fuego se hacen los huecos cada noche de San Juan. Quemas todo lo obsoleto de ese salón ficticio donde amontonas, como un perezoso Diógenes, los hábitos que te destruyen. Desde hace miles de años congéneres de todos sitios aprovecharon el hito del más inclinado planeta para plantearse que algo podían cambiar en su vida. Coincide la mirada de la Tierra al abismo desde su norte con que la vuelta por el lado oscuro del vacío se hace ese día más corta. Es el día del solsticio y de forma muy intuitiva vivían nuestros antepasados el hito de un año nuevo porque de repente parecía que todo volvía a su sitio. La noche que los espíritus tenían que darse más prisa en su diario recorrido para sembrar miedos y penas, se les pensaba más vulnerables. Y se cogía fuerza con el sol en todo lo alto para plantar, a su ocaso, cara a tanta mala baba.

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