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De esos saltos en el tiempo
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Juan José Cercadillo

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De esos saltos en el tiempo

Veo crecer a mi hijo en una especie de time-lapse. Me tiene tan abstraído la magia de ese proceso que todo lo demás que ocurre me parecen fotogramas de cosas que poco importan y que duran un suspiro

Foto: Un niño juega en un parque infantil. (EFE/Atienza)
Un niño juega en un parque infantil. (EFE/Atienza)
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Como a un viajero en el tiempo, de repente trasladado, se me ha aparecido agosto. Lo último que recuerdo es la postrera campanada que le daba paso a enero. Besos y pronto a la cama fue mi último pensamiento. Y esta mañana me despierto, a golpe certero de codo, desnudito y sofocado, con un mandato concreto: la maleta de verano. Atónito miro mi móvil y confirmo el salto cuántico. En dos días es agosto y yo no me había enterado. Sin dejar de ver el techo intento hurgar mi cerebro restregándome los ojos. ¿Qué coño hice en enero?¿que fue de febrero y marzo?¿me sustrajeron abril?¿dónde pasé todo mayo?...

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O el acelerador de partículas o el agujero de gusano que me trasladó en el tiempo me han dejado tal mareo que aún no consigo atar los cabos. Es una sensación extraña, similar a la resaca. Pero ayer con lo de las uvas y con lo del bebé malito, no me entregué a la ingesta. Eso lo recuerdo nítido. Así que tiene que ser, sin ningún género de dudas, el brinco de calendario al que no encuentro motivo. Vuelve el codo a hacer su morse sobre mi costado desnudo repitiéndose la orden. Y ese soldado raso que todos llevamos dentro, abandonando su intento de explicarse lo ocurrido, inicia el arduo proceso de empaquetar medio armario para pasar con cuatro prendas las próximas dos semanas. Y no me refiero a personas sino a los dos conjuntos que con cadencia alterna de puesta, lavado y puesta me harán el más reconocible de todas las playas de Cádiz. Bañador y camiseta resultan buen uniforme. Suficiente a todas luces. “El resto de la maleta también merece vacaciones” debe pensar la del codo que insiste en llevarla llena.

A la hipócrita decisión de incluir o no incluir ropa para hacer deporte un muy sutil deja vu me pone los pelos de punta. Coger esas zapatillas impolutas y carísimas me devolvieron a enero. Las compré para empezar a correr con desenfreno. Creo que lo hice una vez. El dolor articular que me replicó el recuerdo debió hacerme abandonar en los cien primeros metros. Me conectó el pensamiento con otros firmes propósitos que deberían dar muestra de mi verdadero cuerpo justo al final de julio. Un cuerpo firme y atlético que sé que tengo debajo de esta especie de forro, entre fofo y acolchado, que sin pudor alimento y que con cerveza hidrato. El inoportuno espejo de la hoja del armario daba fe de mi fracaso, pero me inició recuerdos.

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Aquellos frustrados intentos de desgastar zapatilla debieron llegar a febrero. Los cuatro meses del bicho fueron la excusa perfecta a la que se aferró mi vago. Una capitulación sencilla, pensé yo, sustituyendo preparar el maratón por empujar un carrito. No me refiero al del niño, me estoy refiriendo al golf. Eso también justifica que a base de tanto golpe me haya saltado el airbag y apenas quepa en el coche. El conjunto de propósitos que ahora vienen a mi mente fueron una lista larga. Y variada. Aparte de cambios físicos perseguían otras mejoras de corte intelectual, dos caras del mismo fiasco.

Muy pocas reminiscencias de noticias o de hechos que hayan podido ocurrir a mucho más de dos metros me venían a la mente. La pelea con el cierre de la maleta, que se negaba a aceptar su carga, me trajo la palabra guerra. Eso me devolvió a marzo y al desagradable cumplimiento de todo un año de vilezas. Más trabajo de la cuenta a cuenta de unas elecciones me reconectaron con mayo. De abril ni una sola referencia. En junio algo de toros. Julio otro mes en blanco si no hubiera sido por el tropezón que me di con el peldaño del garaje que precipitó la maleta hacia un duro adoquinado, y a mi propia anatomía sobre el petate volcado. Me había cambiado de casa, de ahí la fatal falta de cálculo. Angustia por la mudanza y mala interpretación de órdenes que redundaron en mi congénito estrés me hicieron volver al pan. De eso puede que haga dos semanas.

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La imposibilidad física de introducir una cuna en el maletero del coche me trajo otro recuerdo difuso pero que lo explicaba todo. Habíamos tenido un hijo. Salvados los palos de golf, ante el órdago del divorcio, era la cuna o el niño. Tras un intenso debate pareció más oportuno que nos acompañara el vástago a que nos acompañara el mueble y no con poco regocijo volví a destrozar la escalera en el camino de vuelta por no querer desmontarla. Omití los arañazos mientras arrancaba el coche para posponerme la bronca y dilatar el mal rato de reconocer la razón siempre a toro pasado.

A la media hora de atasco el cuarto o quinto pitido del impresentable de atrás me recompuso la mente. Efectivamente lo del hijo ha sido un salto del tiempo. Mi tiempo, bien tan preciado, ahora está en otras manos que lo maneja a su antojo. Normal que pase tan rápido. No es que yo viajara en el tiempo, es él que va desbocado. Pasan meses en semanas y semanas en pocas horas. Veo crecer a mi hijo en una especie de time-lapse. Amontonando sus células a velocidad de vértigo. Me tiene tan abstraído la magia de ese proceso que todo lo demás que ocurre me parecen fotogramas de cosas que poco importan y que duran un suspiro. Y a mí no me parece bueno.

A tres horas de Madrid, y sólo a veinte kilómetros, me hago un ruego a mi mismo. Que este cambio de costumbres que siempre regala agosto pueda parar el cronómetro o ralentizarlo unas décimas. Que no se me pase volando. Que al llegar el fin de año no vuelva a echar estas cuentas. Se que no va a ser fácil porque no sé como hacerlo. Me cuentan que les pasa a todos los que tienen un esqueje. Y que les dura unos años. A mí que no me quedan tantos no debería pasarme esto.

Como a un viajero en el tiempo, de repente trasladado, se me ha aparecido agosto. Lo último que recuerdo es la postrera campanada que le daba paso a enero. Besos y pronto a la cama fue mi último pensamiento. Y esta mañana me despierto, a golpe certero de codo, desnudito y sofocado, con un mandato concreto: la maleta de verano. Atónito miro mi móvil y confirmo el salto cuántico. En dos días es agosto y yo no me había enterado. Sin dejar de ver el techo intento hurgar mi cerebro restregándome los ojos. ¿Qué coño hice en enero?¿que fue de febrero y marzo?¿me sustrajeron abril?¿dónde pasé todo mayo?...

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