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Snobissimo, la eterna cueva
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Juan José Cercadillo

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Snobissimo, la eterna cueva

El rito de apelmazarnos para sentir efectivo la capacidad de refugio sigue teniendo en la noche su verdadero sentido. Lo que fue una vez trinchera hoy es el ocio nocturno

Foto: Un macrobotellón, en una imagen de archivo. (EFE/Juan Ferreras)
Un macrobotellón, en una imagen de archivo. (EFE/Juan Ferreras)
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Quien esté libre de cueva que tire la primera piedra. Siguen en nuestro estómago, con esas neuronas más lerdas, aquellos mandatos de gruta que daban cobijo en la noche. La sima que protegía, con las sombras de la lumbre y el percutir de los cueros, compensaban las penurias de cazas con alto riesgo. Eran las cuevas entonces símbolo de protección y grupo. Bailar, besar en la cueva, es lo que nos hizo humanos. Miles de años después seguimos los mismos pasos.

El rito de apelmazarnos para sentir efectivo la capacidad de refugio sigue teniendo en la noche su verdadero sentido. Lo que fue una vez trinchera hoy es el ocio nocturno. El juntar hombres y hembras con trabajos tan distintos -la recolección y la caza- durante las claras del día no resultaba sencillo. Al calorcillo del fuego y con la prole dormida, aquellas miradas homínidas tornaron en sentimiento. De lo compulsivo del sexo, del imperioso e inconsciente mandato reproductivo, pasamos a las miradas, a lo sutil del contacto que luego llamamos caricia. Fuimos evolucionando a la coreografía coordinada, a la conquista simbólica, a la atracción sofisticada, expresada mediante el baile como ritual de pareja. El primer día que no acabó la danza con una yunta nacieron las discotecas, las salas de bailes, los bares…

Foto: Sánchez, en su reunión de la semana pasada con portavoces de Bildu. (EFE/J.P.Gandul) Opinión
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Arraigó aquel modelo perviviendo a nuestros días gracias a un loco valiente que recopiló la fruta que fermentaba en el suelo justo antes de pudrirse. Higos, uvas y otras bayas fueron la primera barra que dio el toque maestro al negocio venidero. Setas de colorines que tomaban los chamanes convertían en gogó al más loquito del pueblo. El ambiente asegurado, la iluminación perfecta, rincones más en penumbra, alcoholes más naturales, pocas leyes, mucha fuerza… qué noches en aquellas cuevas.

Miles de años después, después de tanta cultura, civilizaciones por medio, lenguajes sofisticados y hasta mundos paralelos, seguimos reproduciendo el reducto de una cueva. Cada uno tiene el suyo, el que le resulta bueno. Decoración y música, néctares u otras hierbas, congéneres de la misma tribu y con edades paralelas, cierto equilibrio numérico entre géneros opuestos que favorezca la estadística son los principales drivers para que elijas el tuyo. Puedes tener más de uno. Puedes probar de vez en cuando alguna experiencia nueva. Pero si el invierno aprieta o te sofoca el verano, siempre vuelves a tu cueva, esa que dio resultados.

Foto: Las fuerzas de artillería israelíes, cerca de la franja de Gaza. (Foto: Ilia Yefimovich) Opinión
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Los medios siglos andantes podrán dar fe de la ruta que acababa en Arapiles y ahora termina en un hoyo cuando el López que le da nombre a la calle de destino -el gran cronista de Madrid y maestro de Cervantes- se cruza en su devenir con el de la calle Velázquez. Una ubicación distinta para repetir lo mismo que lleva ofreciendo sin cambios casi por cinco décadas. Cuando local y clientes tienen los mismos años. Misma fisionomía de bajar a los infiernos para poder tocar el cielo escalera de por medio. Mismo toque de moqueta entre lo obsoleto y lo rancio, por no decir lo antihigiénico.

Mismos sofás y techos bajos, faltan las estalactitas para el trampantojo perfecto. Mismas esquinas perdidas donde intercambiar un teléfono o propinarse algún beso furtivo o de contrabando. Mismos uniformes encima de los mismos camareros. Pajaritas y chalecos de botón desabrochado confirman la anacronía y dan personalidad al espacio. Entre el Paul Newman del El golpe y un pingüino acelerado, profesionalidad y experiencia facilitan grandes cajas y aseguran las resacas.

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Avanza la madrugada, a la que eres ajeno en esa pista de baile centro del Universo, y van llegando en grupitos la amalgama de sedientos que van a calmar su sed al ritmo de bailes antiguos. Unos que quieren beber, otros bailar como locos, algunos van a observar y acechan en derredor de esos grupos de muchachas que relajan sus defensas de forma deliberada a base de ron de caña y de imposibles ginebras. Forman un círculo perfecto apoyados en columnas y sujetos a sus copas. Guardan turnos intuitivos para evitar los conflictos de machos con cierto celo. Y se arman del valor que da la etiqueta negra antes de lanzarse al ruedo. Una caza en solitario que arranca con una sonrisa y les arranca carcajadas a las jóvenes pretendidas. Vuelta al círculo concéntrico a esperar mejor captura o más efectos etílicos que mejoren su hermosura o debilite a la presa. Es más que entretenido, el día que no bebes mucho, esa representación tan clara de costumbres paleolíticas y de fracasos en masa.

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Más en la pista de baile se exponen algunas damas deseando ser la pieza. Son las que ya eran niñas cuando nació el Snobíssimo. Caza mayor, en metáfora cinegética que alude más a la edad que a lo preciado del trofeo. Técnicas de acecho y ojeo basadas en el reclamo. Acoso, derribo, cerco. Pesca en barril dirá alguno. Prácticas de merodeo, atuse de pelo preciso, leve caída de ojos, sutil y provocador contoneo siembran en los destinatarios el valor y la puntería para invitarla a una copa o cantar a voz en grito el Nena de Miguel Bosé imitando a un urogallo.

Es un lugar casi mítico que junta ganas con ganas, que saca tus alegrías atenuando tus penas con músicas reconocidas. Porque, aunque va sucumbiendo a las modas musicales, el reggaetón aún es anécdota en esas listas de horas que pasan de María Jiménez a Earth Wind and Fire en saltos tan violentos que hasta nos hacen gracia. De reinas de la copla a ABBA, de El Puma a rumbas canallas. De Village People a Sarandonga. De Tom Jones a Juan Luis Guerra, pasando por Carlos Baute las melodías avanzan entre baile y karaoke, desfogando a los fogosos y animando a los más tristes a desquitarse las penas a aullidos y bailes nada ortodoxos…
"La idea es eternamente nueva… cae la noche y nos seguimos juntando a… bailar en la cueva…" Jorge Drexler dixit. Yo sigo haciéndole caso.

Quien esté libre de cueva que tire la primera piedra. Siguen en nuestro estómago, con esas neuronas más lerdas, aquellos mandatos de gruta que daban cobijo en la noche. La sima que protegía, con las sombras de la lumbre y el percutir de los cueros, compensaban las penurias de cazas con alto riesgo. Eran las cuevas entonces símbolo de protección y grupo. Bailar, besar en la cueva, es lo que nos hizo humanos. Miles de años después seguimos los mismos pasos.

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