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De monopatines, monopatanes y urbanidad
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Juan José Cercadillo

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De monopatines, monopatanes y urbanidad

Hoy andamos por la calle sorteando monopatines aparcados y esquivando, lo que podríamos llamar, mono-patanes descontrolados

Foto: Un hombre en monopatín, en las calles de Madrid. (EFE/Mariscal)
Un hombre en monopatín, en las calles de Madrid. (EFE/Mariscal)
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Hay patines y hay patanes. Hay patinetes y hay pati-notas. Hay monos por todos lados y es un sin Dios cuando se juntan, o se montan. El invento está dando fatídicos resultados. Hoy andamos por la calle sorteando monopatines aparcados y esquivando, lo que podríamos llamar, mono-patanes descontrolados. Los monos con dos pistolas y la movilidad urbana, garantía de peligro. Bobos que calzan ruedines por alquiler o por compra. Hay 350.000 monopatines sueltecitos por España, que de un tiempo a esta parte, en lugar de hacerlo Endesa, parece que los carga el diablo.

En su misión diabólica viajan por las aceras a más de treinta kilómetros por hora, a dos accidentes por día, a cien mil sustos por año. Ángeles de la guarda con sobreempleo y taquicardia evitan el descalabro, el numérico y el físico, aunque de éste último no llegan a todos por desgracia. Igual atropellan viejas, que embisten los autobuses sembrando de incertidumbre traslados de todo tipo. Sigilosos y veloces se abalanzan a sus víctimas elegidas al azar entre los que andan distraídos, pisando carriles bicis, usando pasos de cebra o mapas de la ciudad demasiado complicados.

Se reproducen muy rápido, invaden ecosistemas inhóspitos hasta hace poco. Pero el calentamiento mental continúa con su agenda y les adapta el entorno, los protege y los conserva. Los concursa, los licencia. 40.000 en Madrid en apenas un par de años. En su proliferación geométrica, cierto orden natural en sus genes, o en sus ruedas, parece que les emparenta con los simpáticos y, a veces, suicidas lemmings. Algunos en sus carreras parece que buscan la muerte. Nivelan las poblaciones obviando el uso del casco, usando auriculares, creyendo carrocería metálica y resistente cualquier camiseta de Zara. Sintiéndose indestructibles entre las filas de coches, en hordas de viandantes, en noches de muchas copas.

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También tienen enemigos, ciertos depredadores. Ladran mucho más que muerden, les persiguen y amenazan con virulencia e inquina por considerarles invasores y una seria competencia en la obtención de sus recursos naturales. En Madrid resultan más fieros los que comparten una calzada en la que antes campaban siempre a sus anchas. De cuatro ruedas y blancos, con raya roja y penacho bioluminiscente verde como reclamo, que apagan cuando capturan y encienden cuando defecan, que así tratan algunos a sus cambiantes clientes, para repetir su monótono ciclo alimentario.

Combaten con gran torpeza al invasor de carriles. Con ese bramido de claxon a traición y por la espalda han infartado a más de uno con manillar en la mano. Ese insulto personal, ese amago de atropello, casi siempre perpetrado por diversión o por rabia, no parece suficiente amenaza al resistente engendro para que abandonen un medio para el que no fueron creados. Y en el que siguen creciendo sin que nadie con cierto criterio pueda del todo explicármelo.

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El patinete, como la bala, no es peligroso en sí mismo. Como no lo era Mazinguer Z sin su piloto Koji, Kabuto para más señas. No es el aparato, es el patoso. Son esos tontos de libro que invaden ahora las calles. Son las lógicas consecuencias de la dejadez educacional. Es el delito, por omisión, de matar la urbanidad hasta el deleznable extremo de acabar matando a alguien. Y todo empieza en lo pequeño.

Es una gran barbaridad que sigamos permitiendo jóvenes sin ceder el paso a sus personas mayores, que obvian la ayuda a una madre en su pelea con el carro, que ensucian más que recogen, que ocupan espacio de tránsito y les tienes que pedir tres veces que dejen el paso libre. Te miran y te perdonan tus años de disciplina, tus modos tan educados, la supuesta represión que te ha llevado a esas formas. Se miran y se creen alguien por ser capaz de ponerse en cada contacto externo desde el exacto centro alrededor del que gira su paupérrimo universo. Para ellos, el único considerable.

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Gente tan ensimismada que no está pendiente de nadie. Que ponen el foco en su ombligo, en sus zapas, en su móvil. Como mucho, algún colega entra fugaz y difuso en su campo de visión cuando necesitan algo. Zombis que van por la calle protagonizando lo que creen que es su propio videojuego. Esa forma de mirar el mundo desde tus ojos, siempre contigo en el centro, mata la urbanidad. Mata las interacciones tal y como las entendemos.

El resto de ese paisaje, de esos personajes ajenos, no les parece algo real. Y lo tratan como tal. Veo un punto de inflexión en el cambio de modales. Y no se trata del barrio o del origen del sujeto. Tiene que ver con la edad, y sin poder generalizar, con menos de treinta años, tienes todas las posibilidades de ser un rudo social. Y estoy un poco hasta los huevos. Perdón que pierdo las formas rodeado de tanto memo…

Dale a esos patanes, criados por descuidados, padres ensimismados, colegios renegando de los límites -en ese mundo virtual donde nadie interactúa y con tiktok como guía espiritual- un patinete eléctrico a cincuenta céntimos la hora. Seguro que la van a armar. El patinete es un arma, y sí, los carga el diablo, cuando los conduce un patán.

Hay patines y hay patanes. Hay patinetes y hay pati-notas. Hay monos por todos lados y es un sin Dios cuando se juntan, o se montan. El invento está dando fatídicos resultados. Hoy andamos por la calle sorteando monopatines aparcados y esquivando, lo que podríamos llamar, mono-patanes descontrolados. Los monos con dos pistolas y la movilidad urbana, garantía de peligro. Bobos que calzan ruedines por alquiler o por compra. Hay 350.000 monopatines sueltecitos por España, que de un tiempo a esta parte, en lugar de hacerlo Endesa, parece que los carga el diablo.

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