Matacán
Por
Manuel Castells, inútil del año
Ninguna persona de su prestigio internacional necesita dormitar en un Gobierno, adornando su falta de actuación con declaraciones erráticas, como si él mismo estuviera empeñado en una escalada contra su biografía
Por qué. Esa es la duda principal con Manuel Castells: por qué se mete este hombre en política. Resulta tan descorazonador en una personalidad de su prestigio que eso es lo único que no se alcanza a entender: por qué. En política, estamos acostumbrados a ver a quienes progresan, desde jóvenes, en los aparatos de los partidos políticos y luego van ascendiendo hacia los puestos altos del poder, una alcaldía o un escaño en el Congreso, en el que permanecerán toda su vida activa si son capaces de hacer una lectura correcta de las corrientes internas y saben colocarse en cada momento junto al líder emergente. Si lo consiguen, pueden aspirar incluso a acabar sus días en el Senado, como hay tantos, aletargados, bostezando como rinocerontes en la orilla de un lago. También conocemos a profesionales diversos que, sin haber medrado desde su juventud en un partido político, se integran un día como independientes en una lista política porque les puede el elixir del poder, los coches oficiales, los asesores arropándolos por los pasillos mientras caminan y el deslumbramiento de las entrevistas, como si fueran celebridades.
Estamos acostumbrados, en fin, a ver a muchos atraídos por el beneficio privado que les proporciona la función pública, pero qué interés puede tener en entrar en política para casi un octogenario como Manuel Castells, prestigioso sociólogo de fama mundial en su campo, con una considerable fortuna, un patrimonio declarado superior a los cinco millones de euros. Esa es la duda, por qué decide meterse en política para vegetar como si fuera uno de esos elefantes de los aparatos de los partidos que se piden una plaza de eurodiputado para amasar una buena renta en los últimos años de su vida política.
Todos esos que conocemos, porque además aparecen por todas las administraciones y en todas las latitudes, serían merecedores de la designación del título de Inútil del Año, que se concede aquí anualmente, cuando llegan los estertores del mes de junio, y hemos hecho cuentas con Hacienda, con la declaración del IRPF. En el mes, además, en el que hay que pagar un nuevo semestre del impuesto de bienes inmuebles y, en caso de ser autónomos, el segundo trimestre del IVA. Es decir, el momento ideal para levantar la cabeza, con la tela de los bolsillos ondeando como dos banderines, y preguntarse a dónde van los impuestos que pagamos. El concepto fundamental de esta declaración de Inútil del Año se limita a la literalidad del término: la inutilidad está referida al cargo que desempeñan y al dinero que nos cuesta, perfectamente prescindibles.
¿Se imaginan que en la declaración de la renta existiera una casilla, como la de la Iglesia, en la que cada contribuyente pudiera señalar a un inútil público por la sensación de que será él quien reciba el dinero de sus impuestos? Conviene repetir cada año que es un ejercicio de rebeldía social, que no cuestiona la fiscalidad, sino que exige que, al menos, el dinero de los impuestos se destine a aquello que nos beneficie a todos como sociedad, mejores escuelas y universidades, una Justicia más digna y más ágil, inversiones en la sanidad pública o en las comunicaciones. Pensar en un inútil alimentado con dinero público es indignarse con las deficiencias de los servicios públicos que no se corrigen porque el dinero de todos se despilfarra.
Manuel Castells no es, desde luego, el único del Consejo de Ministros y Ministras que sería merecedor del título, porque estamos, además, ante uno de los gabinetes más numerosos de la democracia, y recorrer el listado completo ofrece sensaciones próximas a la espeleología. Pero Castells, como se decía arriba, es, de todos ellos, el caso más inexplicable porque ninguna persona de su prestigio internacional necesita dormitar en un Gobierno, adornando su falta de actuación con declaraciones erráticas, como si él mismo estuviera empeñado en una escalada contra su biografía. Podemos encontrarlas de todos los colores y formas, unas grotescas, otras desatinadas y otras desconcertantes.
Tres ejemplos que no necesitan comentario. Uno: "Pablo Iglesias ha transformado la política española y su audacia ha reverberado allende los mares suscitando esperanzas de que otro mundo es posible". Dos: “Condenar a los alumnos por un suspenso es elitista, machaca a los de abajo y favorece a los de arriba”. Y tres: “Si este Gobierno colapsara, que no lo hará, sería la desintegración total del país”. Si cada una de esas frases se acompaña mentalmente con la imagen descuidada de alguna de sus comparecencias, como recién levantado de un maratón de series en el sofá, el desconcierto se eleva hasta la estupefacción. También dijo en una ocasión, como un gran hallazgo de su estancia en el Gobierno, que subestimó “la lentitud de la maquinaria del Estado”. “Cada cosa que hay que hacer —añadió— tiene que pasar, no le exagero, por al menos 30 trámites y cada uno toma su tiempo”. Nadie se lo discutirá, pero eso ya nos lo había dicho Mariano José de Larra en 1833, ‘Vuelva usted mañana’, y seguimos en las mismas por culpa de tanto inútil.
En el tiempo que Manuel Castells no ha estado regando de titulares llamativos algunas entrevistas, anduvo desaparecido. Seis meses, al menos, le computó la oposición en el Congreso de los Diputados, con tal acierto que se le comenzó a conocer por ese apodo: el desaparecido. Tanta aceptación popular tuvo que hace unas semanas, cuando la crisis de Ceuta, alguien puso en las redes sociales que Castells había visitado la ciudad y que el Ejército, al no reconocerlo, lo incluyó en las deportaciones a Marruecos. “Margarita Robles pide disculpas al ministro de Universidades”, terminaba diciendo la broma y lo realmente asombroso es que muchísimos se lo creyeron porque lo encontraban verosímil. En fin…
El propio ministro lo ha desmentido alguna vez, dice que es un bulo lo de que no hace nada, y Pablo Iglesias le echó un cable cuando afirmó que le echa muchas horas al ministerio. Dicen que en un año, o así, presentará una ley, con lo que aún le queda un resquicio para reconciliarse con su fama. Veremos si sucede, aunque también tenemos experiencia sobrada en España para conocer la duración de las leyes educativas, siempre marcadas por el sesgo político y jamás por el consenso. ¿Será capaz Castells, este Manuel Castells, de consensuar una ley de universidades en España? De momento, le dejamos colgado en el despacho este título de papel, de Inútil del Año, por si le sirve de motivación para explicarnos el porqué.
Por qué. Esa es la duda principal con Manuel Castells: por qué se mete este hombre en política. Resulta tan descorazonador en una personalidad de su prestigio que eso es lo único que no se alcanza a entender: por qué. En política, estamos acostumbrados a ver a quienes progresan, desde jóvenes, en los aparatos de los partidos políticos y luego van ascendiendo hacia los puestos altos del poder, una alcaldía o un escaño en el Congreso, en el que permanecerán toda su vida activa si son capaces de hacer una lectura correcta de las corrientes internas y saben colocarse en cada momento junto al líder emergente. Si lo consiguen, pueden aspirar incluso a acabar sus días en el Senado, como hay tantos, aletargados, bostezando como rinocerontes en la orilla de un lago. También conocemos a profesionales diversos que, sin haber medrado desde su juventud en un partido político, se integran un día como independientes en una lista política porque les puede el elixir del poder, los coches oficiales, los asesores arropándolos por los pasillos mientras caminan y el deslumbramiento de las entrevistas, como si fueran celebridades.
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