Matacán
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España, Argentina y el vértigo de arruinarse
La única comparación que debe inquietarnos es la de todos los países cuyas sociedades, por diversas circunstancias, acaban agravando sus problemas
Lo que une a España y a Argentina, cada vez que se celebran elecciones, es el vértigo de saber que un país puede autodestruirse democráticamente. Sin que la limpieza de las urnas ofrezca ninguna duda, con la soberana decisión de sus ciudadanos de ir empeorando la situación progresivamente, hasta hundirse en una espiral de desastres y de inercias paralizantes que hace imposible cualquier salida. España, Argentina y el vértigo de arruinarse, aunque nada tengan que ver, obviamente, los parámetros económicos, sociales y políticos de los dos países. La única comparación que debe inquietarnos es la de todos los países cuyas sociedades, por diversas circunstancias, acaban agravando sus problemas, incapaces de encontrar una vía de progreso y de estabilidad política e institucional. Nunca sabremos en esa ecuación dónde está el origen de la degeneración, si es la existencia de una élite política endogámica, retroalimentada con debates estériles de confrontación, lo que arrastra a toda la sociedad o si el fenómeno se produce al revés, es la ceguera de una sociedad polarizada la que moldea a sus dirigentes.
En todo caso, en el debate antiguo sobre la riqueza y la pobreza de las naciones, siguiendo el título del
Cuando George Clemenceau pronosticó que Argentina prosperaba “gracias a que los políticos dejan de robar cuando duermen”, el país estaba celebrando, fastuosamente, el primer centenario de su independencia. En 1910, Argentina era una de las economías más prósperas del mundo, entre las ocho primeras. Es posible, incluso, que el propio Clemenceau dejara plasmado su lapidario de forma irónica, porque en aquellos primeros años del siglo pasado, Argentina era el polo de atracción de decenas de miles de europeos, que emigraban buscando fortuna. Las empresas encontraban un país con grandes recursos naturales y estabilidad jurídica en el que poder invertir y los trabajadores que hacían sus maletas lograban la prosperidad que se les negaba en países como España o Italia.
Un siglo después, en 2010, cuando se festejó bicentenario del país, este ya era el reverso de lo que fue. En Argentina, entonces, gobernaba Cristina Fernández de Kirchner, que sucedió a su marido fallecido, y que todavía sigue alimentando el populismo peronista, tan aplaudido por algunos en España. La realidad económica y social de este nuevo siglo presenta un país en el que casi la mitad de la población, el 46%, se considera oficialmente pobre, en buena medida por la falsedad de un sistema económico y monetario que soporta una inflación del 140%. Este verano se hicieron virales los vídeos de un hombre que desmontaba las monedas, para extraer el arco dorado de los pesos y venderlos como anillos, y el de un niño de nueve años que acumulaba pesos para venderlos como chatarra y le sacaba más dinero. La elección democrática a la que se enfrentan los argentinos ha dejado para la segunda vuelta la elección como futuro presidente de un tipo, Javier Milei, que confiesa que prefiere la mafia al Estado (“Entre la mafia y el Estado, prefiero a la mafia. La mafia tiene códigos, la mafia cumple, la mafia no miente, la mafia compite”) y el superministro de economía, Sergio Massa, que representa la realidad económica antes descrita. ¿Qué puede salir mal?
Paso a paso, urna a urna, el ámbito de elección se ha ido estrechando hasta esa opción entre lo pésimo conocido y el desastre por conocer. Y ojalá algún día el pueblo argentino pueda abandonar esa dinámica autodestructiva, pero lo que nunca podrá recuperar es el despilfarro ingente de los años perdidos. Ese es el punto exacto de conexión con España, el tiempo perdido y la inercia de empobrecimiento que se genera. No es otra la comparación que se pretende, porque España no es Argentina y mucho menos Venezuela, por mucho que se repita tanto en algunos mantras de derecha asilvestrada. La cuestión es otra: las necesidades de España están muy lejos desde hace más de una década del debate político.
La inestabilidad institucional que se inauguró a mitad de la década pasada, tras la crisis económica de 2007, nos presenta un panorama de estancamiento, en sus mejores momentos, y de recesión o de contracción económica. En esa cadena de ir tirando se encadenan ya tres lustros de vida “que hemos echado por tierra”, como remarcaba ayer Nacho Cardero en su columna. Las grandes reformas estructurales que se necesitan podrían afrontarse gracias a la insólita decisión europea de dedicar más de dos billones de euros para la recuperación y reconstrucción de Europa tras la pandemia, pero no es ese el debate que interesa. Las reformas que nos consumen hoy, que se persiguen hoy, no son grandes ni pequeñas, sino algo peor, son reformas retrógradas o anestesiantes. Que no otra cosa supone el debate territorial que solo afecta a una reducida minoría, contemplados los nacionalismos e independentismos en el total de España. En vez de reformas estructurales, en una coyuntura histórica de apoyo europeo, la opción actual es esta espiral interminable del debate territorial. Si no somos capaces de ver ahí un vértigo de tiempo perdido, es que nos hacen falta más años para lamentarlo.
Lo que une a España y a Argentina, cada vez que se celebran elecciones, es el vértigo de saber que un país puede autodestruirse democráticamente. Sin que la limpieza de las urnas ofrezca ninguna duda, con la soberana decisión de sus ciudadanos de ir empeorando la situación progresivamente, hasta hundirse en una espiral de desastres y de inercias paralizantes que hace imposible cualquier salida. España, Argentina y el vértigo de arruinarse, aunque nada tengan que ver, obviamente, los parámetros económicos, sociales y políticos de los dos países. La única comparación que debe inquietarnos es la de todos los países cuyas sociedades, por diversas circunstancias, acaban agravando sus problemas, incapaces de encontrar una vía de progreso y de estabilidad política e institucional. Nunca sabremos en esa ecuación dónde está el origen de la degeneración, si es la existencia de una élite política endogámica, retroalimentada con debates estériles de confrontación, lo que arrastra a toda la sociedad o si el fenómeno se produce al revés, es la ceguera de una sociedad polarizada la que moldea a sus dirigentes.
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