No es no
Por
Ayuso, Almudena Grandes y la madre de Dios
Sin consenso ni sentido de los tiempos, la escritora madrileña dará nombre a la estación y protagoniza un debate estrafalario sobre su idoneidad en el que se habla muy poco de literatura
Puede que Almudena Grandes mereciera la titularidad de la estación de Atocha, pero el atajo gubernamental que ha promovido la iniciativa se resiente a la vez de la falta de consenso y de haberse descuidado la serenidad del tiempo. Sería el reposo de los años el que otorgaría madurez y criterio a una iniciativa irreversible, precisamente para aquilatar la obra literaria de la candidata y para rescatar a la propia Grandes del enjambre político que intoxica el debate.
Fue la ministra de Fomento, Raquel Sánchez, quien anunció -precipitó- la proclamación ferroviaria. Y fue Isabel Díaz Ayuso quien se opuso a la decisión recelando del criterio feminista. Y sublimándolo a la vez, sosteniendo que la estación madrileña ya estaba consagrada a la mujer de todas las mujeres, o sea, a la Virgen… de Atocha, a la madre de Dios.
La ocurrencia providencialista resulta estrafalaria y falaz. Porque la estación de Atocha no está “dedicada” a la Virgen. Porque la Virgen no se apareció entre los raíles de Atocha. Y porque son el barrio de Atocha -el gremio de los esparteros- el que incorporó la Virgen a su idiosincrasia, a su hábitat, erigiéndole un templo y profesando veneración a una talla de madera que, al parecer, ejerce la protección de la monarquía, no con excesiva eficacia. Ayuso improvisó su propia teoría y quiso zanjar el debate invocando la autoridad mariana-milagrera, más o menos como si pretendiera revestir de incienso un discurso absurdamente sectario y confesional.
La desgracia para Almudena Grandes consiste en el enconamiento político. Y no solo por las posiciones rancias que han adoptado Ayuso o Almeida, sino porque la izquierda también exagera en la vehemencia de las reivindicaciones, no tanto enfatizando sus méritos literarios como aludiendo al compromiso político de la camarada. Incluso haciendo valer el peso mediático que ejercen los buenos amigos de la magnífica escritora.
Magnífica quiere decir que el mayor interés de Almudena Grandes reside precisamente en el espesor de su literatura. Lo demuestra su influencia en la narrativa contemporánea y lo acreditan el fervor de los lectores y los premios que jalonan su trayectoria, pero el debate político-religioso pervierte las argumentaciones puramente literarias o culturales. Tanto se utiliza a Grandes como una virgen laica de la izquierda como se la demoniza desde la derecha por sus columnas de El País o por sus antiguos comentarios en la SER. Se le tiene mucho cariño a Almudena Grandes, y se le tienen muchas ganas.
Porque el debate se centra en el personaje. No en la figura literaria, ni en los méritos puramente estético o artísticos. Simpatizar con Almudena Grandes o recelar de ella identifican una absurda sensibilidad política. Y no es que la escritora viviera alejada de la sociedad ni que hubiera eludido los compromisos políticos. Se perciben estos últimos en su obra, naturalmente, pero la obra los trasciende. Por esa razón, por ese motivo, no conviene exponer a Grandes a una decisión oportunista -la del Gobierno, atribuyéndole la advocación de Atocha- ni zarandearla con los clichés revanchistas de la derechona. El tiempo debería reposar la causa, igual que ocurre con las causa de los beatos y de los santos. De otro modo, la decisión política arriesga a identificar para siempre una estación y un nombre que los pasajeros desconocen u observan como un formalismo.
Puede que Almudena Grandes mereciera la titularidad de la estación de Atocha, pero el atajo gubernamental que ha promovido la iniciativa se resiente a la vez de la falta de consenso y de haberse descuidado la serenidad del tiempo. Sería el reposo de los años el que otorgaría madurez y criterio a una iniciativa irreversible, precisamente para aquilatar la obra literaria de la candidata y para rescatar a la propia Grandes del enjambre político que intoxica el debate.