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Granero y el crimen del Museo de Cera
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Granero y el crimen del Museo de Cera

El centenario de la cornada mortal del torero evoca la conmoción que supuso la tragedia y toda la iconografía extrema que despertó

Foto: Manuel Granero durante la corrida en la que perdió la vida el 7 de mayo de 1922 en Madrid. (Getty/Ullstein Bild/Ernest Hemingway)
Manuel Granero durante la corrida en la que perdió la vida el 7 de mayo de 1922 en Madrid. (Getty/Ullstein Bild/Ernest Hemingway)
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Formo parte de los niños a quienes traumatizó la visita al Museo de Cera. Y no solo por el aspecto irreconocible y hasta caricaturesco de los personajes desamparados que allí se alojan, sino por el espanto y el sensacionalismo de las salas más siniestras. La trama criminal del expreso de Andalucía era una de ellas, igual que la imagen de Landrú cocinando a una de sus víctimas.

El contexto gore se generalizaba en los clásicos del terror -Drácula, Frankenstein- tanto como se resentía en la truculencia de la sección taurina. Allí tuve noticia de la muerte de Manuel Granero, víctima de una cornada brutal en el ojo derecho que el Museo de cera exponía con toda su crudeza. Se observa al toro de Veragua -Pocapena se llamaba- acorralar al torero valenciano. Y reventarle el cráneo atravesándole la cuenca ocular. Mana la sangre con abundancia tarantiniana, pero la elocuencia de la escena, en tamaño real, no alcanza a la vivencia que asegura haber experimentado Nacho Vigalondo. El cineasta cuenta haber visitado el museo con unos amigos a título iconoclasta -es la única manera de hacerlo- y recuerda que el pitón de Pocapena estaba provisto de un mecanismo automático gracias al cual entraba y salía del ojo de Granero como una barrena.

Foto: Almudena Grandes. (EFE/ Archivo/ Luca Piergiovanni) Opinión
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Exageraba Vigalondo, aportaba sus propias conclusiones a una escena tétrica en sí misma. E ilustrativa de una desgracia que tiene sentido evocar no para recomendar una visita al Museo de cera sino para conmemorar la muerte de Granero cien años después de haberse consumado la tragedia en la plaza de toros que Madrid tenía erigida en la Fuente del Berro.

Allí estaba la gran Monumental antes de inaugurarse la plaza de Las Ventas. Y allí se produjo la cornada mortal y prematura de Granero -7 de mayo de 1922-, cuyos orígenes valencianos no contradicen ni su relación dinástica con la tauromaquia sevillana -tomó la alternativa en La Maestranza de manos de Rafael el Gallo- ni la devoción que se le concedió en Madrid, más o menos como si se tratara del heredero natural de Joselito.

Había muerto José Gómez Ortega en 1920. Y había tomado la alternativa Granero cuatro meses después. Lo hizo provisto de un aura sucesoria que se explicaba en la largura de su tauromaquia, en las similitudes estéticas, en la gallardía y también en el carisma. Granero llegó a cobrar más dinero que el propio Joselito. Y dio vuelo a la temporada de 1921 con un balance triunfal de 94 tardes, incluidas las faenas de gloria en la plaza de Madrid.

Foto: Edwin Patricio regenta el negocio desde 2009. Opinión

Fue allí donde se ubicó la capilla ardiente el día después de la tragedia. Y donde se amontonaron los madrileños como quien despide a un príncipe maldito, truncado. El archivo de RTVE aporta todas las imágenes que demuestran la conmoción, el impacto social. Y las multitudes que acompañaron el féretro de plata camino de la estación de Atocha.

El tren fúnebre lo trasladó a la estación del Norte de Valencia. Decenas de miles de personas ocuparon las calles. Un delirio popular comparable al entierro multitudinario de Blasco Ibáñez. Y demostrativo de un fervor que añadió enjundia a la leyenda del matador valenciano, hasta el extremo de convertirse en protagonista de coplas, mitos y rapsodias internacionales.

Estaban en la plaza de Madrid “aquel día” tanto Hemingway como Georges Bataille. Y ambos se ocuparon de la tragedia, aunque el filósofo francés lo hizo seis años después por medio de una novela inquietante y radical cuyo título evoca explícitamente la desgracia -'Historia de un ojo'- y cuyo contenido surreal traslada más sanguinolencia que la escena del Museo de cera. Y no es cuestión de hacer aquí un espóiler, pero el folletín de Bataille no solo atribuye a la protagonista, Simone, la extravagancia de introducirse en la vagina las criadillas de un toro de lidia, sino la experiencia de alcanzar el orgasmo cuando el pitón de Pocapena penetra el ojo de Granero.

Formo parte de los niños a quienes traumatizó la visita al Museo de Cera. Y no solo por el aspecto irreconocible y hasta caricaturesco de los personajes desamparados que allí se alojan, sino por el espanto y el sensacionalismo de las salas más siniestras. La trama criminal del expreso de Andalucía era una de ellas, igual que la imagen de Landrú cocinando a una de sus víctimas.

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