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Por qué la Gran Vía es tan madrileña
El eclecticismo que define la avenida nuclear de la capital es el espejo de una ciudad heterodoxa, abierta y heterogénea
Puede que no exista una calle tan madrileña como la Gran Vía. Y no porque forme parte de las más antiguas de la villa —se empezó a levantar en 1910— sino porque el eclecticismo de la arquitectura y de la sociología definen la heterodoxia misma de la ciudad, en su mestizaje, en su cosmopolitismo. De hecho, el eclecticismo de Granvía (todo junto, en su apócope castizo) se atiene al principio de un estilo urbanístico y estético que no es un estilo. Le pasa lo mismo a Madrid con la identidad. La identidad del madrileñismo es la identidad sin identidad, o sea, una expresión cóncava de la idiosincrasia.
Hay una extraña armonía en la Gran Vía pese a la amalgama desordenada de sus procedencias. La huella del estilo “secesión” es tan evidente como la tradición madrileña del neomudéjar. Reflejan un aire neoyorquino algunos edificios. Y otros se identifican en el estilo déco, aunque el ejemplo más asombroso del eclecticismo aluda a la marquesina del metro Gran Vía, en la embocadura de la calle Montera. Allí estuvo el templete del arquitecto Palacios entre 1919 y 1969, pero las obras suburbanas de la estación precipitaron un insólito traslado a la localidad gallega de Porriño.
Allí sigue expuesto y desubicado el acceso a la estación, concretamente en el parque Domingo Bueno, aunque fue el año pasado cuando se recuperó una réplica del templete en el emplazamiento genuino de Madrid. Y cuando los transeúntes adquirieron noticia y sorpresa de una obra originalísima y desmesurada. La marquesina déco de hierro y cristal estiliza una estructura de granito escurialense. Destacan los remates de las esferas herrerianas. Y se reanima la ejecutoria de un arquitecto capital entre cuyas obras maestras destacan el Palacio de Comunicaciones o el Círculo de Bellas Artes.
El “desorden ordenado” define la personalidad de Gran Vía a semejanza de esas bibliotecas que trasladan armonía y buen gusto pese a la disparidad de los libros en sus tamaños y en sus colores. El eclecticismo, decíamos. Y la peculiaridad de una “avenida” cuyos tramos ascendentes hacia la plaza de Callao —desde Plaza de España y desde Alcalá— desembocan en la acrópolis madrileña y favorecen el ajetreo de los turistas en el gran eje comercial.
Se ha transformado Gran Vía. Por el cierre de los cines. Por la decadencia del lumpen. Por el bullicio de los barrios aledaños (Chueca, en primer lugar). Por la notoriedad de los musicales. Y porque la proliferación de grandes superficies —ninguna tan descomunal ni apocalíptica como el Primark— han predispuesto un perfil de transeúnte “paracaidista”. Misiones comerciales rápidas, por así decirlo. Visitantes efímeros. Y una transformación sociológica que ha ido discriminando la afluencia de los madrileños.
No se trata de reivindicar aquí tipismos ni folclore costumbrista, sino de significar la manera en que el turismo, la gentrificación o la presión inmobiliaria han ido ahuyentando a los vecinos pioneros. Y a quienes les sucedieron en el relevo generacional con el transcurso de las décadas. Cuando la calle se llamaba Gran Vía de Rusia —II República— o cuando Franco dispuso la dedicatoria a José Antonio Primo de Rivera.
No tiene predicado Gran Vía, ni lo necesita. Tampoco lo tuvo en sus orígenes, cuando la expectativa y el deseo de una avenida señorial y cosmopolita a semejanza de las urbes occidentales predispuso una zarzuela —una revista— de Federico Chueca y Joaquín Valverde que se estrenó en 1886, 'La Gran Vía', y cuyo desenlace alude al fervor de los madrileños.
—Dicen que ha llegado el día feliz del alumbramiento y que se acerca el momento de dar luz la Gran Vía.
—¿De veras? Pues no lo espero.
—Podéis iros preparando.
—¿Vendrá al mundo?
—¡Claro!
—¿Y cuándo?
—¿Cuándo? El treinta de Febrero. Mas por mágico poder, hoy a vuestra fantasía puedo mostrar la Gran Vía tal y como puede ser.
Puede que no exista una calle tan madrileña como la Gran Vía. Y no porque forme parte de las más antiguas de la villa —se empezó a levantar en 1910— sino porque el eclecticismo de la arquitectura y de la sociología definen la heterodoxia misma de la ciudad, en su mestizaje, en su cosmopolitismo. De hecho, el eclecticismo de Granvía (todo junto, en su apócope castizo) se atiene al principio de un estilo urbanístico y estético que no es un estilo. Le pasa lo mismo a Madrid con la identidad. La identidad del madrileñismo es la identidad sin identidad, o sea, una expresión cóncava de la idiosincrasia.
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