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El Teatro de la Zarzuela, más allá de la zarzuela
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Rubén Amón

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El Teatro de la Zarzuela, más allá de la zarzuela

El templo lírico madrileño fue el centro de gravedad de la lírica madrileña y española, antes de que emergiera el Real, con sus recursos de gran trasatlántico

Foto: Imagen del Teatro de la Zarzuela. (EFE/Luis Millán)
Imagen del Teatro de la Zarzuela. (EFE/Luis Millán)
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Es una experiencia de implicación emocional acudir al Teatro de la Zarzuela. Me refiero a quienes hemos ido creciendo musicalmente a su orilla. Cuando no se había levantado todavía el Auditorio Nacional. Y cuando el Teatro Real tampoco terminaba de adquirir su naturaleza de coliseo operístico.

Era la Zarzuela el eje del repertorio lírico. El punto de encuentro de la melomanía y de la reventa, pues no resultaba sencillo hacerse con una entrada para los espectáculos postineros. Se hacían colas nocturnas. Y había una agencia más o menos clandestina, Kamerton, cuyas terminales se ocupaban de gestionar las emergencias de los bolsillos pudientes.

Foto: Aspecto de la exposición 'Sorolla ha muerto, viva Sorolla', en la casa-museo del pintor en Madrid. (EFE/Borja Sánchez Trillo)

En el Teatro Real, la ópera se restringía a las versiones en concierto, pero no es verdad que no hubiera una temporada lírica en Madrid. Acontecía con vigor y apasionamiento entre las paredes del Teatro de la Zarzuela, víctima a su vez de un trágico equívoco, porque había sido inaugurado en 1856 como remedio a la marginación del repertorio español en la ampulosa casa madre.

Ausente la ópera del Real, las instituciones y la melomanía ocuparon el territorio de la Zarzuela y de la zarzuela en unas décadas de trepidante actividad, particularmente desde el fin de la dictadura hasta mediados de los noventa. Recalaban en Madrid las grandes figuras de la ópera —Kraus, Domingo, Joan Pons, Aragall, Caballé, Berganza, Victoria de los Ángeles, Carreras, Freni...— y bullían las novedades de la creación contemporánea y de la dramaturgia —Lluís Pasqual, Mario Gas, José Luis Gómez, Nieva, Gerardo Vera...— sobre los raíles liberadores de la movida.

Fue en la Zarzuela donde se concitó el relevo generacional del escalafón español — Carlos Álvarez, María Bayo, José Bros...— y donde el fervor popular y hasta las funciones transmitidas en directo por el maestro José Luis Téllez en la televisión pública, recrearon una atmósfera de enorme apasionamiento. Sirva como prueba la pugna de dominguistas contra krausitas, el Rinaldo de la Berganza, la Salomé de la Caballé, incluso el hito que supuso la versión de Atys de Lully, que ofició el maestro William Christie con las huestes de Les Arts Florissants.

Foto: Teodor Currentzis, dirigiendo. (Cedida)

La Zarzuela representó un espacio de enorme dignidad y asumió un larguísimo periodo de transición, al menos hasta que sobrevino la reinauguración del Real, con todos sus recursos técnicos, escénicos, presupuestarios.

Sucedió en 1997. El Teatro Real se hacía real, recuperaba su misión y su vocación. Padecía las arbitrariedades de unos y otros gobiernos en la tentación de la propaganda cultural, pero conseguía al mismo tiempo atracar como un trasatlántico sobre las mismas aguas que estuvieron a punto de hacerlo naufragar.

El Real ha cumplido su parte. Y ha transformado el mayor hito de su historia, La forza del destino, en la alegoría de la posteridad, mientras que el Teatro de la Zarzuela se ha responsabilizado de su genitivo, de su predicado. Y se dedica a la zarzuela, custodiándola con el esmero de una política cultural y de un fervor popular que la identifican como el género grande.

Es una experiencia de implicación emocional acudir al Teatro de la Zarzuela. Me refiero a quienes hemos ido creciendo musicalmente a su orilla. Cuando no se había levantado todavía el Auditorio Nacional. Y cuando el Teatro Real tampoco terminaba de adquirir su naturaleza de coliseo operístico.

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