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Rubén Amón

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¿Es España un país antisemita?

El conflicto de Israel reanima la relación problemática de la izquierda con la 'cuestión judía' y enfatiza el interés de una exposición en el Prado que documenta las raíces, la profundidad y la vigencia de la aversión a los 'otros'

Foto: La exposición en el Museo del Prado, en Madrid. (Europa Press/Eduardo Parra)
La exposición en el Museo del Prado, en Madrid. (Europa Press/Eduardo Parra)
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¿Es España un país antisemita? Tendría sentido la respuesta negativa —y el elogio del modelo de convivencia— si no fuera porque en España no hay judíos. La referencia demográfica representa 45.000 ciudadanos en un marasmo de 45 millones.Y no puede decirse que la concesión de pasaportes a los judíos de origen sefardí produjera grandes adhesiones.

Pretendía el Gobierno español en 2015 reparar a título institucional y a modo de expiación las afrentas históricas, los pogromos medievales, la expulsión, el antisemitismo estructural, las persecuciones ilustradas, incluso las alusiones del caudillo al peligro de la conspiración judeo-masónica.

Era un ejercicio de memoria histórica cuyas expectativas de redención no estimularon el interés de los beneficiados. Pocos casos respondieron a la reconciliación. Los hubo por razones románticas y por motivos prácticos, incluidos entre estos últimos los residentes de países latinoamericanos Argentina, Venezuela, Uruguay en situación política inestable.

Foto: Arriba, los sambenitos de la exposición sobre el retrato de los judíos y los conversos concebido por los cristianos en España entre 1285 y 1492. (EFE/Rodrigo Jiménez)

¿Es España un país antisemita? La respuesta adquiere un perfil inquietante después de visitar el Museo del Prado. Y no solo por la tradición antisemita de la iconografía del arte nacional en todas sus épocas, sino por la exposición que acaba de inaugurarse con un título de connotaciones expiatorias: El espejo perdido. Judíos y conversos en la España medieval.

Tiene interés frecuentarla por el interés artístico de algunas obras reunidas —Pedro Berruguete, Bartolomé Bermejo, Bernat Martorell— y por todos los argumentos religiosos, sociológicos, políticos y culturales que predispusieron la aversión a los judíos. El arte desempeñó una función pedagógica en la narrativa de la propaganda antisemita. No ya caricaturizando a los hijos de David como criaturas ciegas, codiciosas, abyectas y animales, sino trasladando las sospechas y las discriminaciones a los conversos que prefirieron quedarse en lugar de emprender el camino del exilio.

La exposición termina precisamente con el edicto de expulsión que los Reyes Católicos anunciaron en 1492, aunque el inventario de antecedentes —las normas de vestimenta de 1215, el pogromo de Girona, las leyes raciales, la Inquisición— se antoja tan elocuente como la influencia del ADN antisemita en los siglos posteriores. Nuestro vocabulario contemporáneo suscribe el insulto de marrano sin reparar en la definición peyorativa que catalogaba a los judíos conversos. La Iglesia, el Estado y el Santo Oficio los ubicaron en una categoría irremediable, precisamente porque el problema de los judíos no consistía en su religión, sino en su sangre y en la responsabilidad del deicidio por los siglos de los siglos.

Foto: Grabado clásico de un libelo de sangre. (Wikipedia/Schedel Weltchronik, 1493)

Es el contexto en que algunos artistas —Berruguete en cabeza— se prestaron a las campañas de demonización de los marranos y de los judíos, aunque la fascinante e inquietante exposición del Prado —la ha comisariado Joan Molina— también documenta los códices, los tratados y hasta las cantigas que formalizaron las aspas de la leyenda negra y del supremacismo.

¿Se ha corregido el antisemitismo genético de los españoles? El cráter del Holocausto ha puesto fuera de lugar cualquier posición envalentonada o explícita de repudio a los judíos, pero el recelo al otro ha encontrado diferentes canales de reciclaje. De hecho, la solidaridad hacia los palestinos y la bandera de los pueblos oprimidos identifican muchas veces los viejos hábitos antisemitas. Un camino de encubrimiento consiste el rechazo al imperialismo, o sea, la reacción alérgica con que la progresía denuncia las relaciones geopolíticas de Estados Unidos e Israel. Y el otro camino, emprendido a partir de la Intifada, radica en la pujanza del antisionismo.

El gran enemigo del pensamiento izquierdista-libertario no serían los judíos, sino el Estado que los representa, el monstruo de Israel, la bestia, aunque semejante abstracción megalómana —la estrella de David en su dimensión pavorosa— se resiente de una perversión que identifica al pueblo con el Estado. Y que, por idénticas razones, describe la sombra del antisemitismo con los mismos rasgos delatores de un cuadro de Berruguete.

La solidaridad hacia los palestinos y la bandera de los pueblos oprimidos identifican muchas veces los viejos hábitos antisemitas

Impresiona que la izquierda de la izquierda española no conceda relevancia a las evidencias de una sociedad democrática —la israelí— que se ha manifestado contra Netanyahu por sus aberraciones autoritarias y que ha cuestionado las extralimitaciones de Gaza y Cisjordania. Puede que no exista mayor utopía socialista que las comunas agrícolas de Israel —los kibutz—, muchas de ellas implicadas en las iniciativas solidarias con los vecinos de Palestina, tanto en programas sanitarios y alimenticios como en la presión política que aboga por el modelo de convivencia.

La barbarie terrorista del sábado se cebó con uno de esos kibutz que cooperaban en Gaza. Y que definen la diferencia de un Estado medieval frente a una sociedad abierta y asediada a la vez. No tiene nuestra izquierda arcaizante ningún problema en identificar plenamente la represalia de Israel con los israelíes (y los judíos), aunque más impresiona la naturalidad con que Yolanda Díaz, Sumar y Podemos relativizan el vínculo de Hamás con los palestinos de Gaza. Y subordinan la barbarie a la causa del pueblo oprimido.

Tenemos una izquierda antisionista, antiimperialista y antiisraelí que por motivos de antagonismo ha fomentado una desconcertante devoción a la teocracia iraní y a los países bolivarianos que suscriben la campaña de exterminio de Sión. Podemos conservaba relaciones estructurales con Teherán, hasta el extremo de que la televisión de Pablo Iglesias se financiaba con el dinero de los ayatolás. “Cabalgar contradicciones”, decía el líder de Podemos para disculpar la simpatía hacia una tiranía religiosa cuyo modelo de sociedad discrepa de cualquier expectativa de democracia y tolerancia, no digamos si hablamos de feminismo o de los derechos de los homosexuales.

placeholder Imagen de la exposición. (Europa Press/Eduardo Parra)
Imagen de la exposición. (Europa Press/Eduardo Parra)

¿Es España entonces un país antisemita? La polarización de la sociedad ha derivado la crisis medio-oriental a la lógica exasperante de bandos. La ambigüedad de la izquierda sumarísima con Hamás repercute en la sobreactuación con que la derechona significa y exagera su total implicación con la causa de Israel, muchas veces simplificando el debate entre barbarie y civilización o pervirtiéndolo en un debate electoralista.

El caso de Vox es inquietante, porque Abascal no se ha cansado de denunciar la conspiración judaica de George Soros y lo ha hecho hasta en el Parlamento, aunque la solidaridad sobrevenida hacia Israel también se explica en la adhesión a Donald Trump y en la prioridad de la aversión a los musulmanes, o “los mohameds”, como decía el líder de Vox.

El juego de los antagonismos necesita siempre la referencia del otro. Los españoles no podemos ser antisemitas en un país donde no hay judíos —los expulsamos—, pero los recelos atávicos tanto conciernen a los inmigrantes del islam, a la caricaturización de sus hábitos y a la propagación de la amenaza.

Foto: Tanques israelíes circulan por una carretera. (Reuters/Ronen Zvulun) Opinión
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Es la perspectiva que concede especial interés a uno de los cuadros que identifican la exposición del Museo del Prado. No por su valor artístico, ni por la pericia de su autor, sino porque los judíos aparecen vestidos con indumentarias árabes y folclore islamista, mistificados en una generalización de las religiones monoteístas infieles que deben perseguirse y eliminarse.

¿Es entonces España un país antisemita? La inquietud de una respuesta afirmativa puede reconocerse en la exposición embrionaria del Prado, en la ambigüedad contemporánea de la izquierda, en el nacionalcatolicismo de la derecha reaccionaria y hasta en el diccionario de la RAE… vigente. “Judío: adjetivo despectivo. Dicho de una persona avariciosa o usurera”.

¿Es España un país antisemita? Tendría sentido la respuesta negativa —y el elogio del modelo de convivencia— si no fuera porque en España no hay judíos. La referencia demográfica representa 45.000 ciudadanos en un marasmo de 45 millones.Y no puede decirse que la concesión de pasaportes a los judíos de origen sefardí produjera grandes adhesiones.

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