No es no
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La revuelta de Pedro Sánchez
El presidente del Gobierno pretende proteger a la prensa de la prensa misma, incurriendo en un brochazo autoritario que se resiente de la ambigüedad y de la incredulidad parlamentaria
Hay que reconocer al Gobierno el enfoque explícito con que nos habla de intervenir la “política mediática”. Y al sesgo paternalista que implica sexar a los medios dignos de llamarse tales e indignos de adquirir la homologación. Afines y hostiles, sumisos y rebeldes. He aquí el criterio discriminatorio con que Moncloa se pone a repartir carnets, licencias y permisos.
Ya sabemos que la política gaseosa de Sánchez nunca aterriza. Y que las 31 medidas regenerativas se mezclan en el desorden y la ambigüedad, pero la censura encubierta que purga a la prensa incómoda retrata al sanchismo en sus pulsiones autoritarias y en sus angustias democráticas.
Cuesta trabajo aceptar que el plan de regeneración de la prensa no haya tenido siquiera el consenso o el contacto de los profesionales. Ni asociaciones, ni editores, ni periodistas rasos, han sido involucrados en la revuelta que los concierne. Sánchez protege a la prensa de la prensa misma, incurriendo en una tergiversación dramática de los contrapesos.
Quiere decirse que no es la prensa la que se ocupa de fiscalizar al Gobierno, sino el Gobierno de fiscalizar a la prensa, aunque el plan regenerativo e “histórico” se resiente del mero voluntarismo y se expone al abismo parlamentario donde se malogran las iniciativas del poder ejecutivo.
En efecto, Sánchez no ha logrado estimular la adhesión de los socios más allegados ni más circunstanciales, como tampoco ha conmovido a los alfiles de los medios más afectos y dóciles. Le restriegan la imprecisión y la vaguedad. Incluso le reprochan la precaria idoneidad del proyecto.
Sánchez es un líder populista que ya no tiene al pueblo detrás y es un presidente que carece de margen parlamentario para promover las reformas paternalistas y megalómanas que tanto lo caracterizan.
Es el de Sánchez un problema de credibilidad. Y no solo por su relación patológica con la mentira. O por el vínculo orgánico con los bulos y la desinformación. O por haber organizado en la sede Ferraz una operación de desprestigio de jueces y periodistas, sino porque el plan regenerativo tiene su origen y su razón embrionaria en la expiación del caso Begoña. Las inquietudes judiciales e informativas del episodio conyugal precipitaron un aislamiento de cinco días cuyo suspense se resolvió con la identificación de los enemigos: los magistrados, la prensa. Y cualquier otro contrapoder que se interponga en los renglones torcidos del manual de supervivencia.
La catarata de propuestas para asear un territorio hipersensible —redes sociales, pseudomedios, intrusismo, precariedad— revestiría mayor interés si no fuera porque Sánchez representa un ejemplo de opacidad y de manipulación. Es el presidente del Gobierno quien discrimina a unos medios de los otros con el reparto perverso de la publicidad institucional. Es el patriarca socialista quien premia con entrevistas e información privilegiada a la prensa afecta. Es el jefe del Ejecutivo quien ha convertido la televisión y la radio públicas en terminales propagandísticas. Es él mismo quien propaga las campañas de desprestigio de profesionales y medios reputados. Es Pedro quien presiona a las grandes compañías privadas para que se abstengan de publicitarse en los periódicos, emisoras o televisiones de la fachosfera.
Y es ciudadano Sánchez quien celebra haber encontrado un antídoto al programa que más le molesta de la parrilla nacional. No estoy diciendo que Broncano sea una marioneta de la Moncloa ni un profesional discutible. Me refiero a la iniciativa de un Gobierno que sacrifica veinte minutos de telediario —servicio público— para apagar el foco hostil de El Hormiguero.
El proyecto regenerador de Sánchez obedece fundamentalmente a un esquema degenerador. Y no es que el presidente se encuentre en las condiciones propicias de aplicarlo, pero las meras pretensiones de la “política mediática” desenmascaran su conflicto nuclear con la libertad de expresión y su relación enfermiza con la verdad.
Hay que reconocer al Gobierno el enfoque explícito con que nos habla de intervenir la “política mediática”. Y al sesgo paternalista que implica sexar a los medios dignos de llamarse tales e indignos de adquirir la homologación. Afines y hostiles, sumisos y rebeldes. He aquí el criterio discriminatorio con que Moncloa se pone a repartir carnets, licencias y permisos.
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