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La España de los pinganillos y el abuso del apocalipsis patrio
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Josep Martí Blanch

Pesca de arrastre

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La España de los pinganillos y el abuso del apocalipsis patrio

Hay dos visiones distintas de España que afloran a través del debate sobre las lenguas en el Congreso. La aritmética parlamentaria ha hecho el resto para que una gane sobre la otra: democracia

Foto: Escaño de Pedro Sánchez en el Congreso con los pinganillos de Vox. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
Escaño de Pedro Sánchez en el Congreso con los pinganillos de Vox. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
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La crítica mayoritaria a la aprobación de la normativa que permite el uso del catalán, vasco y gallego en el Congreso utiliza argumentaciones de carácter pragmático, económico, político y simbólico. Pero solo estas últimas son verdaderamente relevantes y merecen consideración. Porque las instituciones, a pesar de que su trabajo se concrete en cuestiones sustancialmente prácticas, tienen su principal valor patrimonial en el terreno de lo simbólico. Sin carga simbólica, una institución no sería más que un conjunto de piedras ordenadas con mayor o peor gusto estético.

Los argumentos económicos son los más fáciles de tumbar. A fin de cuentas, la democracia moderna, con un claro desequilibrio entre sus poderes a favor del ejecutivo, nos aconsejaría dejar el Congreso en mínimos si de verdad lo que importase fuese el ahorro.

¿Para qué pagar la nómina de 350 diputados? Con la mitad o una cuarta parte ya daríamos el pego y tendríamos más que suficientes. No se necesita tanta gente para seguir al flautista de Hamelín que hace sonar las notas de la obediencia de partido. O para observar con las manos en los bolsillos cómo se gobierna por decreto ley sin que el Parlamento apenas pinche ni corte.

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo (c), junto a Borja Sémper y Cuca Gamarra en el Congreso. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

Para gastar menos, también podríamos abordar la mentira del Senado y sus tan pomposas como vacuas atribuciones. Para optimizar los costes, quizá llegaríamos a la conclusión de que mejor lo cerramos y santas pascuas.

Basta con estos dos ridículos ejemplos. Pero es hasta donde podríamos llegar si nos desentendemos del valor simbólico de ambas instituciones y de las personas que ahí se sientan, con independencia de sus nombres y apellidos. También el Rey podría pasar las vacaciones en dependencias más modestas y vendernos el patrimonio a cualquier fondo de inversión. Pero nadie, en su sano juicio, contempla estas posibilidades como algo razonable. Pero tienen todo el sentido si uno le da la vuelta a la jerarquía de los argumentos y antepone el dinero al valor de lo simbólico.

Consideraciones similares sirven para los otros argumentos de orden pragmático y técnico que se usan para oponerse al uso de lenguas cooficiales en el Congreso. Pinganillo, traducciones, carga de trabajo del personal de la Cámara y todo cuanto quiera añadirse. ¿Más faena y mayor dificultad? Sí, por supuesto. Pero también estos son argumentos menospreciables. Palidecen ante el verdadero núcleo de la discusión que, en el plano institucional, insistimos en ello, siempre radica en lo simbólico.

Foto: Un técnico coloca los auriculares de traducción en el hemiciclo, este martes. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

Las andanadas en lo político apuntan que se trata de una decisión que el PSOE ha tomado únicamente por las necesidades impuestas por la aritmética, no por convencimiento. También esto es indiscutible. Verdad de la buena. Solo que en democracia suele llamarse a este modo de proceder negociación y acuerdo. Y lejos de robarle un ápice de legitimidad a la medida, se la regala toda.

El nudo del asunto es únicamente la representación figurativa de la llegada de esas lenguas al Congreso. ¿Qué representa simbólicamente y qué consecuencias de largo alcance se derivan de esa figuración?

Para los más hostiles, España es a partir de ahora el nuevo Cáucaso. Una Torre de Babel que condena a sus diputados al no entendimiento. A vivir de espaldas los unos de los otros cuando podrían entenderse perfectamente en castellano como hasta ahora.

Para los más hostiles, España es a partir de ahora el nuevo Cáucaso. Una Torre de Babel que condena a sus diputados al no entendimiento

El triunfo de la locura y la sinrazón. Un debilitamiento de la unidad de la nación española y abono para el independentismo. Un peldaño más hacia la disgregación. Hacia la progresiva desaparición del Estado. Un signo de decadencia y debilidad de la españolidad.

En definitiva, un Armagedón patrio del que no hay salvación posible. Las lenguas catalana, vasca y gallega entrando en el Congreso son las trompetas del apocalipsis que anuncian el fin de los días de España.

Hay argumentos de oposición menos catastróficos y risibles. Pero todos comparten la mirada común sobre el debilitamiento del Estado y del sentimiento de pertenencia a lo español a través del fomento de esas lenguas que vienen a separar más que a unir en el largo plazo. Esos idiomas, ya molestos en tantas ocasiones, se vuelven ahora peligrosos porque fijarán una mentalidad que pivotará sobre lo distinto y en el fondo incompatible. Para quien milita en esta mirada, el catalán, el vasco y el gallego se tornan peligrosos en el preciso momento en que empiezan a operar en condiciones de igualdad en el terreno de lo simbólico.

Foto: Yolanda Díaz y Pedro Sánchez, en el Senado. (EFE/Kiko Huesca)

Frente a esta visión, está la diametralmente opuesta. Parte de la base de que un Parlamento ha de asemejarse al máximo al país que espera representar. Defiende que los españoles que hablan otras lenguas, junto al castellano que compartimos todos, tienen derecho a escucharlas en boca de sus representantes en el templo de la soberanía popular.

Y no porque ciudadanos y diputados no tengan la obligación de entender la lengua oficial en toda España, que la tienen; sino porque exigen que en el terreno de lo simbólico sus lenguas tengan equivalente consideración a cualquier otra. Derecho a ser expresadas. Y este posicionamiento no es únicamente el de los independentistas, aunque sean estos los que hayan liderado la reivindicación.

Sobre las consecuencias de la medida, más allá de las de carácter práctico, este enfoque conlleva aparejada la convicción de que la idea de España y la militancia en la españolidad queda más bien reforzada. Lejos de debilitar a España, la muscula, en la medida en que se atreve a aceptarse en su complejidad y diversidad.

Foto: El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont. (EFE/EPA/Olivier Matthys) Opinión

Se acusa de falaz el argumento de que el Congreso se asemeja más ahora a la España real. Y es verdad que nadie va por la calle, al bar o a una reunión de negocios con un pinganillo en la oreja y un traductor acompañándole. Esto es incuestionablemente cierto.

Pero olvidan, en su argumentario, que el ámbito privado no opera en el mundo de lo simbólico, como sí lo hacen las instituciones. Y esa diferencia es sustancial para entender esta cuestión sin hacernos trampas y sin disimular de qué estamos hablando en realidad.

En el fondo no son más que dos visiones distintas de España, no su final, lo que aflora a través de este debate sobre las lenguas en el Congreso. La aritmética parlamentaria ha hecho el resto para que una gane ventaja sobre la otra. Democracia.

La crítica mayoritaria a la aprobación de la normativa que permite el uso del catalán, vasco y gallego en el Congreso utiliza argumentaciones de carácter pragmático, económico, político y simbólico. Pero solo estas últimas son verdaderamente relevantes y merecen consideración. Porque las instituciones, a pesar de que su trabajo se concrete en cuestiones sustancialmente prácticas, tienen su principal valor patrimonial en el terreno de lo simbólico. Sin carga simbólica, una institución no sería más que un conjunto de piedras ordenadas con mayor o peor gusto estético.

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