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Nemesio Fernández-Cuesta

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COP28. Un balance

Es la primera vez que en las conclusiones de una COP se habla de la reducción de los combustibles fósiles. Esa es la gran 'victoria'

Foto: Bandera de la COP28. (Europa Press/DPA/Hannes P. Albert)
Bandera de la COP28. (Europa Press/DPA/Hannes P. Albert)
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El documento final que recoge las conclusiones de la COP28 tiene 21 páginas y consta de 196 epígrafes, pero apenas tres líneas, incluidas en el apartado d) del epígrafe 28, son las que permiten argumentar a la mayor parte de los analistas que la Conferencia de las Partes firmantes del Acuerdo Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, celebrada en Dubái entre el 30 de noviembre y el 12 de diciembre, ha sido un éxito.

El epígrafe 28 habla de la "necesidad de profundas, rápidas y sostenidas reducciones de las emisiones de gases de efecto invernadero que permitan mantener el calentamiento global en 1,5 °C", y llama a las partes firmantes a contribuir con las siguientes medidas, aplicadas con criterios nacionales, considerando el Acuerdo de París y las circunstancias, modelos y enfoques de cada país. Se citan a continuación ocho medidas, entre las que destaca, en su apartado d), la que figura en todos los titulares de prensa: “Transitar hacia sistemas energéticos sin combustibles fósiles de manera justa, ordenada y equitativa, acelerando la transición en esta década crítica y alcanzando emisiones netas cero en 2050 de acuerdo con la ciencia”.

Es la primera vez que en las conclusiones de una COP se habla de la reducción de los combustibles fósiles. Esa es la gran victoria. Sin embargo, lo mejor del documento son las dosis de realismo que insufla a todo el proceso de transición energética. Entre las medidas que acompañan a la reducción de los combustibles fósiles, pueden citarse el multiplicar por tres la capacidad de generación eléctrica renovable, la duplicación de la tasa de crecimiento de la eficiencia energética, la reducción de la generación eléctrica a partir de carbón que carezca de captura de emisiones, la utilización de combustibles de bajas o nulas emisiones de carbono, acelerar tecnologías de nulas o bajas emisiones de carbono tales como las renovables, nuclear, captura y secuestro o reutilización del CO₂ y el hidrógeno de nulas o bajas emisiones, reducir las emisiones de metano, reducir las emisiones del transporte por carretera a través de diferentes procesos como la construcción de infraestructuras y el desarrollo de vehículos de cero o bajas emisiones y reducir los subsidios a los combustibles fósiles siempre que dichos subsidios no tengan por objeto la reducción de la pobreza energética o una transición energética justa.

Ver en pie de igualdad la captura de carbono y la energía nuclear con las renovables, la mención a combustibles bajos en carbono o al hidrógeno de bajas emisiones o la referencia a la construcción de infraestructuras como vía para reducir las emisiones en el transporte por carretera son bienvenidas dosis de realismo que dibujan una transición energética más cercana a lo posible y más alejada de la doctrina ecologista oficial, que solo contempla tres parámetros: electricidad renovable, electrificación de la economía e hidrógeno verde —producido a partir de la electrólisis del agua con electricidad renovable—, para cualquier uso energético no susceptible de ser electrificado. El hidrógeno de bajas emisiones es un concepto que abre la puerta al hidrógeno producido con electricidad nuclear y al producido a partir del gas natural con captura de carbono. La mención a los combustibles bajos en carbono desentierra los vehículos equipados con motores de combustión interna, más baratos que los eléctricos. La captura de carbono puede permitir mantener el funcionamiento de centrales eléctricas de carbón que hoy generan el 35% de la electricidad mundial. Dosis adicional de realismo es la cita que en el documento se hace al papel que pueden jugar combustibles de transición en facilitar la transición energética. Es un tributo implícito al gas natural.

Foto: El enviado de la Casa Blanca para el clima, John Kerry, en la COP28. (Reuters/T. Mukoya)

Conseguir frenar el calentamiento de nuestro planeta es el único parámetro que a la postre podrá determinar si las sucesivas COP anuales han sido un éxito o un fracaso. La tarea es de una tremenda dificultad. El siguiente gráfico, en el que se representa la senda que deberían seguir las emisiones para alcanzar incrementos de temperatura media congruentes con el Acuerdo de París, es ilustrativo.

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Cualquiera de las tres trayectorias se antoja inalcanzable. Acercarnos a la senda que marca un incremento de 2 °C, casi el doble de lo que experimentamos hoy, requiere un esfuerzo ímprobo en un mundo que avanza hacia los 9.000 millones de seres humanos.

La diplomacia multilateral en el marco de Naciones Unidas se asienta sobre la voluntariedad de los compromisos de cada país. El documento final de la COP indica pautas a seguir o medidas que se pueden adoptar, pero lo trascendente para determinar si nos encaminamos al éxito o al fracaso serán los compromisos que cada país se imponga en 2025, año en el que el Acuerdo de París establece que los objetivos anuales se revisen. Como referencia hay que recordar que la suma de los compromisos voluntarios de cada país en el momento de la firma del Acuerdo de París, en 2015, apuntaban hacia un calentamiento global de 2,7 °C, incongruente con el enunciado del propio acuerdo que hablaba de 2 °C y de intentar acercarse a 1,5 °C.

La otra gran cuestión es la financiación necesaria para que los países en vías de desarrollo aborden sus respectivas transiciones energéticas. El acuerdo señala que las economías emergentes necesitan invertir 4,3 billones (de los nuestros) de dólares anuales en energías limpias. A estas inversiones habría que añadir otro billón anual dedicado a inversiones complementarias y adaptación de sus economías a los cambios derivados del calentamiento global. El acuerdo de París preveía que los países desarrollados iban a contribuir con 100.000 millones anuales a cubrir estas necesidades. La realidad es que esa cifra mágica nunca se ha alcanzado y, lo que es peor, es una cifra ridícula cuando se compara con las necesidades que el acuerdo final de la COP pone negro sobre blanco. Es un tema pendiente de resolver, porque a fin de cuentas las economías menos desarrolladas no son responsables del CO₂ acumulado en la atmósfera, su escasa dotación de infraestructuras supone una mayor vulnerabilidad ante los fenómenos atmosféricos extremos cada vez más habituales y carecen de recursos para acometer los procesos de reducción de emisiones. Aunque sus emisiones sean escasas, alcanzar el cero en términos netos requiere de su concurso. El tema financiero, como en tantas COP pasadas y lamentablemente futuras, forma parte de los fracasos parciales de la cumbre de Dubái.

Un silencio ominoso ha caído sobre el comercio internacional de derechos de emisión de CO₂. Los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía. Una prueba más de la inteligencia de Sultan al Jaber, presidente de la octava petrolera del mundo y de esta COP28, que ha conducido las negociaciones hacia el mejor acuerdo posible. Empieza el adiós a los combustibles fósiles y empieza la bienvenida a tecnologías que otorgan una salida viable, aunque difícil, a las empresas de petróleo y gas: combustibles bajos en carbono, hidrógeno de bajas emisiones y captura y almacenamiento o reutilización de CO₂.

El documento final que recoge las conclusiones de la COP28 tiene 21 páginas y consta de 196 epígrafes, pero apenas tres líneas, incluidas en el apartado d) del epígrafe 28, son las que permiten argumentar a la mayor parte de los analistas que la Conferencia de las Partes firmantes del Acuerdo Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, celebrada en Dubái entre el 30 de noviembre y el 12 de diciembre, ha sido un éxito.

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