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Lo que revela la batalla entre El Corte Inglés y Amazon
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Esteban Hernández

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Lo que revela la batalla entre El Corte Inglés y Amazon

La empresa de Jeff Bezos lo quiere todo. El Corte Inglés pide un Amazon europeo. Es una pelea por el mercado que refleja bien el declive de las élites nacionales. Y de la UE

Foto: El CEO de Amazon, Jeff Bezos. (Reuters)
El CEO de Amazon, Jeff Bezos. (Reuters)

Días atrás, Rajoy salió en defensa de El Corte Inglés. Claro que lo hizo a su manera, desde una ortodoxia que despliega promesas ambiguas: “Hay que generar un marco regulatorio eficaz y justo que se adapte a la era digital para que todas las empresas puedan competir en igualdad de condiciones”, afirmaba el presidente en la apertura del foro World Retail Congress. Respondía así a las peticiones de Dimas Gimeno, presidente de los populares almacenes, que abogaba por la creación de una suerte de Amazon europeo y por la puesta en marcha de medidas que faciliten a las empresas tradicionales la competencia con los gigantes mundiales.

Es probable que el plan de Gimeno sea desarrollar su empresa en el 'e-commerce', dadas las grandes ventajas de su modelo: no son necesarias inversiones en centros físicos, cuenta con muchos menos trabajadores (El Corte Inglés emplea a más gente en España que Google, Twitter y Spotify juntos en todo el mundo), vende las 24 horas del día, posee una posición dominante desde la que es muy sencillo presionar a los proveedores y además disfruta de sustanciales ventajas fiscales dada su peculiar estructura.

El sector ha vivido revoluciones sucesivas: de una red de pequeñas tiendas se pasó a los centros comerciales y de ahí al éxito de las firmas digitales

Gimeno pretende plantar cara logística aprovechando su red física de puntos de venta para realizar entregas más rápidas, lo que constituiría su gran ventaja competitiva. Pero para entender dónde pelea, es bueno recordar cuál ha sido la evolución de muchos sectores: de las pequeñas tiendas de barrio o de provincias se pasó a cadenas y centros comerciales situados en las periferias y de ahí a la concentración de la venta en pocas marcas de distribución. El paso siguiente, y la guerra entre Walmart y Amazon lo atestigua, es la concentración de la venta en los canales digitales. Gimeno es consciente de que las empresas de su rango son un objetivo de estas grandes compañías globales y por eso busca refugio en un modelo de negocio diferente (de éxito improbable), trata de impulsar cambios de normativa estatales que le beneficien y aboga por proyectos de mayor calado, como la creación de una plataforma europea similar a Amazon.

Como siempre, pero distinto

La respuesta de Dimas Gimeno es la previsible, la que siempre se ha venido haciendo en España: tomar modelos de éxito fuera y ver en qué se pueden adaptar o mejorar aquí, y solicitar ayuda a los poderes institucionales para que adopten normativas funcionales. El problema es que esa vieja fórmula española ahora tiene mal encaje. Los tiempos han cambiado sustancialmente, y las firmas que están triunfando no lo consiguen solo por su modelo de negocio o por su carácter innovador, sino porque su dimensión global y las enormes inversiones (que las soportaron hasta que empezaron a generar beneficios) les permitieron tejer amplias redes de influencia, estructuras más sólidas y mayores ventajas tecnológicas. Marcan las reglas del mercado.

La UE y los gobiernos nacionales han favorecido a las plataformas foráneas con la excusa de la innovación tecnológica: había que rendirse

En este orden, el Amazon europeo no es mala idea. Jack Ma acaba de afirmar, al hilo del monopolio estadounidense sobre los semiconductores, que las naciones deben contar con su propia tecnología. Poner en marcha una serie de instrumentos, como el citado por Gimeno, que permitieran competir con otras plataformas desde unas condiciones diferentes, sería un movimiento estratégico muy interesante para que las empresas europeas tuvieran desarrollo en su propio mercado. Sin embargo, nada apunta en esa dirección.

Ahora toca a otros

La Unión Europea y los gobiernos nacionales no han tenido el menor reparo en favorecer el desarrollo de plataformas foráneas, las de la economía del contenedor, bajo la excusa de la innovación tecnológica, cuando no son más que modelos de negocio que funcionan a partir de las ventajas competitivas que les ofrece evitar la legislación a la que otros sí están sometidos. Es cierto que desde Bruselas se han puesto algunas trabas en el terreno de la competencia, pero insuficientes. Es curioso, porque cuando se trataba de las tiendas de discos, de las librerías, de los taxistas o de los hoteles, los mensajes que se emitían desde la UE tenían el mismo núcleo: estos sectores están obsoletos, han sido superados tecnológicamente y tendrán que adaptarse o morir.

No se trata solo de la guerra entre un tipo de establecimiento y el modelo que pretende sacarlo del mercado: hay mucho más detrás

Ahora la guerra ha ampliado horizontes porque empresas con mayor poder y que antes dominaban sus mercados se están viendo afectadas. Casi todas las redes comerciales han puesto sus barbas a remojo, y están intentando que la UE y los gobiernos nacionales permitan otros marcos normativos que les ayuden en esa pelea. Hay medidas tejiéndose en Bruselas respecto de las grandes tecnológicas, y en algunos terrenos, como el del taxi, quizá el PP esté comenzando a valorar el voto que puede perder si no defiende a posibles simpatizantes.

Nación y clase

Pero lo esencial de esta guerra entre Amazon y las grandes empresas nacionales es lo reveladora que resulta respecto de cambios económicos, sociales y políticos importantes que están desarrollándose ante nuestros ojos y a los que no solemos prestar atención. No se trata solo de la guerra entre un tipo de establecimiento y el modelo que pretende sacarlo del mercado. Hay elementos mucho más poderosos en juego relacionados con los territorios y las clases sociales.

Las empresas españolas han dejado de serlo, como Cortefiel, Prisa o Panrico. Y el 45% de las acciones de la bolsa está en manos de inversores foráneos

Las clases populares occidentales han visto cómo su nivel de vida está descendiendo, fruto de salarios más bajos y prestaciones del Estado de bienestar en declive. Las medias han dejado de ser funcionales y están en proceso de desclasamiento. Y ahora les toca a las medias altas y a las élites, que están siendo sometidas a fuertes tensiones y que tienden a ser desplazadas por las globales. En ese instante, las viejas élites recurren a los gobernantes nacionales y europeos, que les dan buenas palabras, les dicen que les ayudarán y finalmente se cruzan de brazos, porque el mundo global no hace prisioneros. Muchas de las soluciones que necesitan dependen de Bruselas y allí no hay grandes signos de cambio. Todo lo más intentarán que las empresas globales (estadounidenses) paguen más impuestos, pondrán alguna traba en lo referente a competencia, y dejarán las cosas más o menos como están.

Sin medios

Las viejas élites nacionales están siendo adquiridas o expulsadas del juego por las globales. Ha ocurrido con empresas españolas que han dejado de serlo, como Cortefiel, Telepizza, Prisa, Panrico, o la expública Altadis (antes Tabacalera) y con muchas de las cotizadas: el 45% de las acciones de la bolsa española está en manos de inversores foráneos. Algunas firmas, pocas, han cobrado dimensión global, y el resto han sido compradas o eliminadas.

Las élites nacionales, a cambio, han conseguido capital, que suelen invertir en ladrillo. Y se están convirtiendo en clases puramente rentistas

De modo que las viejas clases altas nacionales se quedan sin aquellos medios que aseguraban la reproducción de su posición social, con lo que implica de pérdida de influencia política y económica. A cambio han conseguido capital, que suelen invertir en ladrillo, en parte por la típica aversión a la innovación, en parte porque les ofrece más seguridad y rentabilidad. Pero, en todo caso, se convierten en clases puramente rentistas. Se puede objetar que así ha ocurrido durante mucho tiempo, y que esa estructura es propia de España. Sin embargo, este momento es diferente, porque el mismo factor que les hace perder influencia política les sitúa también en el lado pasivo de la economía. Las viejas élites rentistas lo eran en un territorio que controlaban, bien pertrechado detrás de las fronteras nacionales. Ahora dependen del circuito de colocación global del capital, las grandes decisiones se toman en Bruselas, donde su influencia es pobre, y pertenecen a un país que en la actual distribución económica de la producción y el consumo ocupa un lugar secundario. Están mucho más sujetas a riesgos sobre los que tienen poca capacidad de acción.

La UE, conquistada

En ese escenario, articular mecanismos comunes en una región económicamente fuerte sería una solución. El Amazon europeo constituiría, sobre todo, una señal de que se empieza a pensar desde lo estratégico. Trasladar la fortaleza que antes existía en el interior de las naciones a una escala mayor sería lógico en un entorno globalizado. Pero no parece que vaya a ocurrir, porque la UE está pensando en Alemania. Los líderes liberales proeuropeos, como Macron, afirman que están buscando una mayor integración y una unión más sólida, pero no es cierto. En el momento histórico en que China tiene su Alibaba y sus propias redes sociales y ha cortado las alas a Google y Facebook, y en el que EEUU está presionando insistentemente para que esas firmas tecnológicas, que son suyas, se desarrollen al máximo, la UE ha optado por dejarse conquistar.

Han sido incapaces de pensar soluciones colectivas, las únicas que les garantizan cierto peso negociador y cierta capacidad disuasoria

El problema europeo y el de las élites nacionales parte de la misma raíz. Creen que lo único que tienen que hacer es adaptar su empresa o la estructura económica de su país a los carriles globales, renunciando a lo que les era propio; si se reinventan y se colocan a la altura de los tiempos todo irá bien. No es así. Tanto las clases altas nacionales como los dirigentes de la UE buscan salidas individualizadas en entornos donde sus competidores tienen más poder. Han sido incapaces de pensar soluciones colectivas, que son las únicas que les garantizan cierto peso negociador y cierta capacidad disuasoria. Están peleando con las reglas que imponen otros y eso conduce, por norma general, a la derrota.

De visita turística por Europa

La UE podría haber sido una fuerza relevante, pero no lo es; más al contrario, una gestión muy pobre ha llevado a que cuente con escasa consideración mundial. Juega un papel secundario, siempre por detrás de EEUU, China y Rusia. Muy a menudo se dice de Europa que continuará siendo un lugar importante por su peso histórico, es decir, porque tenemos muchos edificios de siglos anteriores y siempre habrá quien quiera venir aquí a hacer turismo cultural. No es ironía, sino una afirmación demasiado repetida en otras partes del mundo.

La aparición de una clase alta global financiarizada y la pervivencia de una nacional que cada vez es más rentista plantea un problema muy serio

En cuanto a las élites, deberían haber pensado en términos colectivos en lugar de correr hacia esa ilusión que les hacía creer que podían competir en un mundo global mientras cedían su territorio. Incluso podrían haber impulsado planes colectivos que incluyeran el bienestar de sus compatriotas, como bien les recordaba Martin Wolf, que es la única opción que les garantizaba cierto poder, como ocurrió en buena parte del siglo XX, pero han preferido perseguir una fantasía. Esto suele salir mal. Se consiguen recursos para ir tirando mientras se va perdiendo batalla tras batalla. El resultado obvio es que a unos pocos les irá bien y a la mayoría mal.

No es tu nación, eres tú

El problema último no reside tanto en la suerte de la UE o de las élites nacionales, sino en el hecho de que son quienes están al frente. Como alguien dijo, no sé si Guicciardini o Maquiavelo, si tu país cae, no lo lamentes por él sino por ti: las construcciones históricas tienen siempre vida limitada, pero a ti te ha tocado vivir esas circunstancias adversas de las cuales seréis los derrotados los máximos perjudicados.

En ese sentido, la aparición de una clase alta global financiarizada y la pervivencia de una nacional que cada vez es más rentista plantea un problema muy serio a las poblaciones europeas: demasiados extractores y pocos creadores. La UE, por su parte, es un instrumento que podría ser útil en un escenario en el que el tamaño importa, pero que, de seguir por el camino alemán, generará más rechazo que apoyos. Lo estamos viendo en el crecimiento de un populismo que aboga por salir de ella. Es normal: ya que Bruselas carece de voluntad de unir por arriba, y por abajo las poblaciones se ven menos beneficiadas por las reglas de juego económico, es lógico que la recomposición se produzca en el plano intermedio y tenga lugar en términos nuevamente nacionales. Es cierto que podría ser de otra manera, y que hay personas con el poder preciso para impulsar otro tipo de Europa. Pero en lugar de tomar esa dirección, han decidido mirar con optimismo su caída por la pendiente.

Días atrás, Rajoy salió en defensa de El Corte Inglés. Claro que lo hizo a su manera, desde una ortodoxia que despliega promesas ambiguas: “Hay que generar un marco regulatorio eficaz y justo que se adapte a la era digital para que todas las empresas puedan competir en igualdad de condiciones”, afirmaba el presidente en la apertura del foro World Retail Congress. Respondía así a las peticiones de Dimas Gimeno, presidente de los populares almacenes, que abogaba por la creación de una suerte de Amazon europeo y por la puesta en marcha de medidas que faciliten a las empresas tradicionales la competencia con los gigantes mundiales.

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