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Respetar la Constitución

El acto constitucional de disolución de las Cortes tiene que respetar cuatro componentes esenciales ineludibles para ser reputado legítimo

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Pool/Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Pool/Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa)

Llama poderosamente la atención el hecho de que el último acto del presidente del Gobierno que en toda la historia de la democracia más insistentemente ha clamado por el respeto a la Constitución en numerosas intervenciones, no solo suponga desconocer frontalmente sus preceptos, sino que se adentre peligrosamente en el proceloso mundo de la flagrante vulneración de sus contenidos. Me explico. El artículo 115.1 de la Constitución española dispone literalmente: “El presidente del Gobierno, previa deliberación del Consejo de Ministros, y bajo su exclusiva responsabilidad, podrá proponer la disolución del Congreso, del Senado o de las Cortes Generales, que será decretada por el Rey. El decreto de disolución fijará la fecha de las elecciones”. Lo que significa que el acto constitucional de disolución tiene que respetar cuatro componentes esenciales ineludibles para ser reputado legítimo.

Primero, que el presidente manifieste al Gobierno su criterio. Segundo, que el Consejo de Ministros, reunido en sesión (de la que se exige reserva, según la fórmula de juramento que prestan los ministros cuando aceptan el cargo), delibere y exponga su parecer favorable o desfavorable. Tercero, que sobre esa deliberación el presidente construya después libremente su voluntad. Cuarto, que esa voluntad sea presentada al Rey, que deberá darle curso como acto debido, es decir, como un acto obligado de cumplimiento inobjetable.

Esa es la secuencia y no otra, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de que el presidente forme su voluntad desde el previo conocimiento de la opinión del Consejo de Ministros y no que informe a posteriori al Gobierno —órgano constitucional— de una decisión ya tomada previamente, como palmariamente se ha hecho este lunes ante las cámaras de televisión.

Y es que el Constituyente ha querido que el presidente no pueda disolver las Cortes sin más porque buenamente le interese, sino que le impone el deber, le exige, le compele constitucionalmente a escuchar al Gobierno antes de formar su propia opinión. ¡¡¡Y qué importa —puede pensar alguien—, qué más da!!!, si al final el presidente hace lo que quiere, porque después de todo domina al Gobierno y propone al Rey el nombramiento y cese de todos sus miembros (art. 100 CE). Además, los anteriores presidentes de otros partidos lo han hecho así y nadie ha objetado nada. En todo caso —dicen algunos—, estaríamos ante una reforma impropia, lo que en la jerga al uso por la doctrina se conoce como mutación constitucional más o menos encubierta. Pues no es así, por dos razones muy sencillas.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la declaración institucional en la Moncloa. (EFE/Moncloa/Pool/Borja Puig de la Bellacasa)

Primero, porque en el derecho constitucional las formas responden siempre a motivaciones de fondo, son tributarias de alguna razón material. Y la razón aquí es que la Constitución no ha querido diseñar un presidente que entre elección y elección se erija en dictador constitucional, y le ha impuesto límites concretos (como, por ejemplo, reservando exclusivamente en favor del Gobierno el carácter automático de la suspensión de las impugnaciones de las disposiciones y resoluciones de las CCAA, art. 162.2 CE), límites que en este caso suponen la obligación de escuchar al Gobierno antes de tener criterio propio sobre la disolución anticipada del Parlamento. Audiencia de naturaleza preceptiva y no vinculante, y, por tanto, de obligatorio cumplimento, por más que hasta ahora se haya olvidado.

La Constitución no ha querido diseñar un presidente que se erija en dictador constitucional, y le ha impuesto límites concretos

Segundo, porque la situación actual de Gobierno de coalición carece de precedentes. El Gobierno que ha muerto se diferencia de los anteriores en que su voluntad no proviene de un partido en el que el presidente ejerce de secretario general, y en consecuencia lo que se ha hecho es violar el derecho de los miembros de la coalición a participar en la construcción de la decisión. Dos razones de fondo que contribuyen —una— a fomentar la democracia en el interior de los partidos y —otra— a que se gobierne desde el consenso y no sobre la decisión. Por algo similar se ha recurrido en Alemania al Tribunal Constitucional (las disoluciones del Reichstag nacidas de una simulada moción de censura perdida) y algo similar también puede hacer que —invirtiendo los términos de Petrarca— un brutto morir tutta la vita disonore, ya que un presidente que dice hacer del respeto a la Constitución su máxima preferida muestra su auténtica talla cuando culmina su vida política haciendo justamente lo contrario de lo que dice debe hacerse, siendo desleal con la Constitución, es decir, no respetando sus preceptos.

*Eloy García. Catedrático de Derecho Constitucional.

Llama poderosamente la atención el hecho de que el último acto del presidente del Gobierno que en toda la historia de la democracia más insistentemente ha clamado por el respeto a la Constitución en numerosas intervenciones, no solo suponga desconocer frontalmente sus preceptos, sino que se adentre peligrosamente en el proceloso mundo de la flagrante vulneración de sus contenidos. Me explico. El artículo 115.1 de la Constitución española dispone literalmente: “El presidente del Gobierno, previa deliberación del Consejo de Ministros, y bajo su exclusiva responsabilidad, podrá proponer la disolución del Congreso, del Senado o de las Cortes Generales, que será decretada por el Rey. El decreto de disolución fijará la fecha de las elecciones”. Lo que significa que el acto constitucional de disolución tiene que respetar cuatro componentes esenciales ineludibles para ser reputado legítimo.

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