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Se equivoca el Tribunal Constitucional

Lo que ahora importa es explicar el error de planteamiento que subyace en el razonamiento del tribunal en el crucial asunto de la lealtad a la Constitución

Foto: Vista del hemiciclo del Congreso de los Diputados. (EFE/Pool/Mariscal)
Vista del hemiciclo del Congreso de los Diputados. (EFE/Pool/Mariscal)

Se equivoca el Tribunal Constitucional cuando, identificando lealtad a la Constitución con democracia militante, concluye que desde nuestra Ley Fundamental no es posible imponer una fórmula de juramento inalterable como requisito previo a la adquisición de la condición parlamentaria. Más allá de los pormenores del fallo sobre el juramento de los diputados de la XIII legislatura que acabamos de conocer (a través de una filtración de prensa que, por muy inadmisible que sea, no parece ya escandalizar a nadie), lo que ahora importa es explicar el error de planteamiento que subyace en el razonamiento del tribunal en el crucial asunto de la lealtad a la Constitución.

Un error que es de bulto, porque desconoce la dimensión política de la Constitución y la deja reducida a una suerte de extraño meeting point de la supralegalidad en el que se dan cita un intrincado complejo de derechos subjetivos y lábiles normas procesales desde las que cualquier intérprete habilidoso puede extraer la conclusión que precise. Una Constitución a la carta —cupiera decir— apta para un roto y un descosido, que es la resultante de obviar que en el derecho constitucional confluyen componentes cualitativamente diferentes al derecho administrativo, procesal o demás sectores normativos. Olvido que, a su vez, está la base del fenómeno de progresiva licuefacción de nuestra Constitución al que estamos asistiendo.

Foto: La diputada socialista por Barcelona Meritxell Batet, reelegida presidenta del Congreso. (EFE)

Dos son los fundamentos de la discrepancia, teórico y empírico. El teórico parte de una idea muy diferente a la que maneja el tribunal sobre lo que es y lo que comporta el juramento para la lealtad constitucional. Dicho rápidamente tres son las opciones que respaldan la obediencia a un régimen establecido. (i) La sujeción de quien ve al Poder como una fuerza ajena a la que se encuentra fatalmente entregado a consecuencia de un estado de desposesión política (derelicción). (ii) El sometimiento de un ciudadano a un orden político considerado propio que —posiblemente porque no se siente especialmente amenazado— no exige de sus ciudadanos/súbditos una exclusión activa de quienes amenacen con destruirlo. (iii) La que introduce a mayores la obligación expresa de exclusión de cualquier otra alternativa ideológica y recibe el nombre técnico de democracia militante. En el primer caso, el juramento no vale nada, es una simple triquiñuela formal; en el segundo supone comprometerse a una obligación de lealtad mutua que no impone la exclusión de los enemigos de la democracia, pero que si exige leal respeto a sus contenidos materiales. En el tercero, la obligación se convierte además en deber activo de acción contra los antidemócratas que están proscritos.

Pues bien, justamente este es el marco conceptual de que prescinde nuestro tribunal, limitándose a afirmar que puesto que nuestra Constitución no abraza la democracia militante, el juramento no lleva consigo el deber de lealtad, sino que queda reducido a mero acatamiento derivado del imperativo jurídico de obedecerla. La lealtad se torna acatamiento, y caben perfectamente fórmulas de juramento alternativas que no “contradigan la naturaleza esencialmente formal del acto de juramento y su sentido último de representar un acto de homenaje y respeto a la Constitución”. Pero no es lo mismo acatar que jurar. El acatamiento es la aceptación de un sujeto políticamente inane (del latín inanus, vacío) que, habida cuenta de su estado de desarme político, hace de la obediencia un hecho fáctico al que no se considera vinculado más allá de la fuerza que eventualmente le obligue y respalde. El acatamiento convierte el juramento en un requisito que no comporta obligación duradera alguna porque se agota en sí mismo y es lo contrario a la lealtad; en realidad, una invitación misma a la deslealtad: la versión moderna del sometimiento propio de un siervo de la gleba que acata a secas porque no tiene más remedio. La lealtad es la obligación de respetar los fondos además de las formas y por ello se jura o promete sin coletillas que puedan suponer desvirtuar el juramento1.

Foto: El diputado del BNG en el Congreso de los Diputados, Néstor Rego, hace referencia al autor gallego Alfonso Daniel Rodríguez Castelao, mostrando su obra 'Sempre en Galiza'. (EFE)

Pero dejemos aquí los abstrusos razonamientos teóricos (para quien quiera profundizar remito al trabajo del profesor Leonardo Álvarez en Tribuna Constitucional) y vamos al terreno de lo empírico, a lo que la doctrina alemán ha llamado sentimiento constitucional (Verfassungsgefühl). ¿Alguien se imagina al próximo Presiente del Gobierno jurando por “imperativo legal”? ¿A los magistrados constitucionales que han dictado esta sentencia invocando semejante fórmula en su promesa? ¿A cualquier funcionario del Estado de nuevo ingreso hacerlo en similares términos? Sería admisible. Más allá del espectáculo que supondría, generaría una desconfianza en la sinceridad del juramento que cuestionaría la veracidad del compromiso. Y es que el juramento —dice Giorgio Lombardi— representa una “garantía de la sinceridad de la promesa, de la veracidad de su afirmación”, es decir, mediante el juramentado se asume expresamente el deber de excluir la doblez y el fraude que implica admitir la forma para negar primero el fondo y destruirlo después.

*Eloy García, catedrático de Derecho Constitucional.

1Quienes gusten de la Historia constitucional, recordarán que en el Trienio Liberal, Fernando VII recurrió al procedimiento de introducir “una coletilla” en el discurso preparado por el ministerio, añadiendo sus propias e inconstitucionales opiniones para hacer caer al Gobierno y en el fondo para destruir deslealmente la Constitución de 1812, lo que terminó consiguiendo.

Se equivoca el Tribunal Constitucional cuando, identificando lealtad a la Constitución con democracia militante, concluye que desde nuestra Ley Fundamental no es posible imponer una fórmula de juramento inalterable como requisito previo a la adquisición de la condición parlamentaria. Más allá de los pormenores del fallo sobre el juramento de los diputados de la XIII legislatura que acabamos de conocer (a través de una filtración de prensa que, por muy inadmisible que sea, no parece ya escandalizar a nadie), lo que ahora importa es explicar el error de planteamiento que subyace en el razonamiento del tribunal en el crucial asunto de la lealtad a la Constitución.

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