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Salir de la Moncloa para entrar en la normalidad democrática
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Salir de la Moncloa para entrar en la normalidad democrática

La Moncloa es más una apariencia que un instrumento real de gobierno, algo que sintoniza con lo que ha venido sucediendo con la política española desde 1977

Foto: Pedro Sánchez en el Palacio de la Moncloa. (EFE/Javier Lizón)
Pedro Sánchez en el Palacio de la Moncloa. (EFE/Javier Lizón)

El Palacio de la Moncloa que para el común de los mortales representa el lugar mítico en que tiene su sede el poder en España, es en realidad un enclave fastidioso, difícilmente habitable, que incomoda a sus inquilinos temporales antes que depararles la utilidad que se presume a un edificio de semejante postín. Fue Adolfo Suárez quien en plena Transición, so pretexto de la seguridad que imponía la amenaza de ETA (que había osado asesinar a Carrero Blanco en Madrid a plena luz del día), decidió abandonar el viejo y noble edificio de Castellana 3, para satisfacer su anhelo íntimo de dotar de empaque y prestancia la presidencia del Gobierno, en un vano intento por colocarse au-dessus de la mêlée de los personajes de toda orientación que permanentemente cuestionaban su liderazgo.

Eran tiempos en que no estaba claro el estatus que constitucionalmente debería corresponder a una figura presidencial nueva, que a la vez que surgía y dependía del Congreso, precisaba dominarlo para poder gobernar, y que potencialmente resultaba susceptible de convertirse tanto en el centro político de España como en primun inter pares. En el fondo, instalarse en la Moncloa fue un intento de compensar la debilidad política del primer presidente de la democracia a fuerza de proyectar imágenes de poder.

Foto: Vista del hemiciclo del Congreso de los Diputados. (EFE/Pool/Mariscal) Opinión
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A partir de Adolfo Suárez —que se trasladó a la Moncloa con todo su equipaje, incluido el peluquero al que hizo funcionario— se inauguró una tradición en la vida española que situaría allí la residencia particular del presidente del Gobierno y el despacho que le serviría de oficina. Cuarenta y cinco años después, todo se ha complicado, porque los sucesivos presidentes han engordado el complejo hasta convertirlo en el lugar inmanejable lleno de inconvenientes que hoy es. Inconvenientes que derivan, por un lado, de haber sido construido sobre el lecho pantanoso que servía al Ministerio de Agricultura para experimentar con semillas, y, por otro, del anticuado sistema de distribución hogareño pensado para familias numerosas y repleto de habitaciones.

Una residencia que requiere continuas reformas que nadie emprende por su impopularidad. La última de Zapatero. Después no se ha hecho nada, apenas pintar y dotar de televisiones de plasma todos los cuartos (Sánchez). Y un lugar de trabajo funcionalmente inmanejable porque la oficina del presidente ha terminado convertida en una reduplicación del aparato ministerial repleta de asesores políticos (unos mil) que más que aportar proyectos conspiran y contienden continuamente en una atmosfera cerrada. A esto se suma la inaccesibilidad que lleva a su principal inquilino a acudir en helicóptero a todas partes para evitar el permanente atasco de la carretera de la Coruña. En definitiva, la Moncloa es más una apariencia que un instrumento real de gobierno, algo que sintoniza con lo que ha venido sucediendo con la política española desde 1977.

Foto: La princesa Leonor. (Getty/Carlos Álvarez) Opinión
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El advenimiento de la democracia en España fue antes la obra de una sociedad que había evolucionado hacia la posmodernidad que el resultado de una política programada. En un país fuerte en hechos, pero débil en reflexión y en cultura democrática, fue la sociedad quien tras la muerte en la cama del dictador impuso la Constitución. Una Constitución que ampararía una praxis en la que la lógica del poder postergaría las preocupaciones ideológicas. Y es que una vez tomadas las grandes decisiones y asentados los dos grandes partidos con el comodín nacionalista, el contexto europeo e internacional nos dio la pauta de por dónde debería discurrir la política y ser conducida la acción de gobierno. Se trataba de introducir el consenso socialdemócrata en forma de Estado Social, de situar a España en Europa y de rentabilizar nuestra posición entre dos mundos.

España pasó a ser una suerte de portaviones entre América y Europa, largamente beneficiada por la globalización. La Política apenas era necesaria para habitar la Moncloa cuando dos crisis sucesivas —tres si contamos la de Ucrania— nos acaban de demostrar que el siglo XXI ha llegado ya, con nuevos y desconocidos retos. Un mundo que de repente ha cambiado reclama soluciones que esta vez ya no viene de Europa, en forma de renovación de nuestras instituciones y rediseño de las políticas de cohesión interna, desde el consenso de una mayoría inmensa de la sociedad, del mismo estilo que la que promovió la Constitución. Solo que esta vez es el tiempo de la política y no del poder. La política que no es otra cosa que el hecho de organizar la convivencia debe proveer los remedios para que nuestra sociedad continúe estando tan pacificada como lo está ahora.

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Para ello los que la hacen tienen que ser profesionales del gobierno porque el momento no es para aventureros improvisados ni para diletantes. Un presidente seguro de sí mismo y con una idea clara de lo que debe hacer, no necesita un Palacio de la Moncloa para implementar un poder fantasmal. Precisa estar cerca de la realidad para hacer política, tiene que acercarse a la realidad de manera abierta y palpar en ella lo que está sucediendo para calibrar las soluciones y los consensos posibles en una sociedad plural. En definitiva, tiene que comportarse con una agilidad política y una sabiduría estratégica como la que durante muchos años habitó en el edificio de Castellana 3, que por cierto hoy se encuentra en obras.

*Eloy García es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

El Palacio de la Moncloa que para el común de los mortales representa el lugar mítico en que tiene su sede el poder en España, es en realidad un enclave fastidioso, difícilmente habitable, que incomoda a sus inquilinos temporales antes que depararles la utilidad que se presume a un edificio de semejante postín. Fue Adolfo Suárez quien en plena Transición, so pretexto de la seguridad que imponía la amenaza de ETA (que había osado asesinar a Carrero Blanco en Madrid a plena luz del día), decidió abandonar el viejo y noble edificio de Castellana 3, para satisfacer su anhelo íntimo de dotar de empaque y prestancia la presidencia del Gobierno, en un vano intento por colocarse au-dessus de la mêlée de los personajes de toda orientación que permanentemente cuestionaban su liderazgo.

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