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Antes autodeterminación que confederación
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Juan-José López Burniol

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Antes autodeterminación que confederación

Seguro que Urkullu lo entenderá, si es que lee este artículo, porque coincidimos en algo esencial: él piensa en su nación, que es Euskadi, y yo pienso en mi nación, que es toda España

Foto: El lendakari, Iñigo Urkullu. (EFE/L. Rico)
El lendakari, Iñigo Urkullu. (EFE/L. Rico)

Respeto y aprecio al lendakari Urkullu. Le vi actuar con coraje, prudencia, habilidad y buen estilo en una ocasión compleja. Le guardo gratitud. Por eso he leído con atención su reciente artículo titulado “Autogobierno vasco y modelo multinacional de Estado”. Creo que he captado su sentido profundo y, precisamente por ello, niego la conveniencia de que España siga el plan que propone. Seguro que él lo entenderá, si es que lee este artículo, porque coincidimos en algo esencial: él piensa en su nación, que es Euskadi, y yo pienso en mi nación, que es toda España. Y si discrepo de él, no es porque yo sea un atávico defensor de un Estado unitario y centralista, que no lo soy, sino porque pienso que el plan propuesto por el lendakari conduce inexorablemente a la desintegración de España. Veamos.

Punto de partida del plan: reconoce el lendakari que “es cierto que la Constitución de 1978 intentó abrir un camino”, pero que ha habido “intentos de involución” y “se promovió el café para todos, igualando por abajo para recortar por arriba”. En consecuencia, “el cambio anunciado en 1978 se quedó en una descentralización política y administrativa”, por lo que “ahora se abre una nueva oportunidad y puede ser el momento de dar nuevos pasos”. Unos pasos que recorrerían estas etapas.

Foto: Pedro Sánchez e Iñigo Urkullu en la conmemoración del 25 aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco. (EFE/Javier Zorrilla)

Primera etapa: plurinacionalidad. Se pregunta el lendakari, “¿por qué el Estado español no puede ser plurinacional como lo fue en la práctica hasta el siglo XVIII?”. Y se responde que “así lo plantearon quienes hace 90 años, el 25 de julio de 1933, constituyeron Galeuzca, una institución de hermandad entre gallegos, vascos y catalanes”, que quisieron poder pactar con el Estado en términos de bilateralidad. Lo que implica que el Estado debe reconocer su plurinacionalidad de forma efectiva, es decir, su asimetría.

Segunda etapa: confederación. “Un avance sustancial en el carácter plurinacional del Estado” desemboca forzosamente —a juicio del lendakari— “en el desarrollo del autogobierno” con arreglo a los principios de: a) bilateralidad, b) asimetría y c) “capacidad de decidir” (esto es, de autodeterminación). Lo que implica que el ente resultante, de ser algo conocido, sería una confederación, es decir, una unión entre Estados que conservan su soberanía y que pactan un tratado para gestionar algunos asuntos.

Como los Estados confederados tienen "capacidad de decidir", podrían abandonar la confederación y proclamar su independencia

Tercera etapa: independencia. Las consecuencias de un estatus confederal son estas: 1. Al limitarse la confederación a la gestión compartida de ciertos servicios, no existe entre los ciudadanos de los distintos Estados confederados ningún sentido de pertenencia a ella que fundamente un espíritu solidario. 2. Por consiguiente, una confederación no es un ámbito de solidaridad primaria, es decir, no es una unidad de redistribución fundada en el principio de solidaridad. 3. Y, además, como los Estados confederados tienen “capacidad de decidir” (de autodeterminarse), podrían abandonar la confederación y proclamar su independencia plena en cualquier momento.

De lo que resulta que la propuesta del lendakari Urkullu, cuya recta intención no discuto, es profundamente lesiva para España, pues provocaría su desintegración a corto plazo, tras pasar además por un doble trauma: a) el calvario de una reforma constitucional (amagada en forma de “convención” o explícita) y b) la azarosa y estéril implantación de un régimen confederal. Ahora bien, intuyo que el problema es mucho más hondo y complejo de lo que a primera vista parece, porque tengo la clara percepción de que el bloque progresista (toda la izquierda + nacionalistas y taifas) ve con buenos ojos esta propuesta. Y añado que algo me dice que la Moncloa tenía alguna noticia de la factura de este documento e, incluso, del espíritu que lo inspira desde antes de ser publicado ¡precisamente por El País! del pasado 31 de agosto, que le dio honores de primera página a cuatro columnas: “Urkullu pide un pacto territorial para reinterpretar la Constitución. El lendakari reclama más autogobierno con capacidad de decidir pactada para Euskadi, Cataluña y Galicia y propone una convención constitucional”. Ahí está el meollo de la cuestión, y me temo que el Gobierno, por decirlo con suavidad, no lo ve con malos ojos.

Foto: El lendakari, Iñigo Urkullu. (EFE/L. Rico) Opinión
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He leído recientemente que si el presidente Sánchez forma Gobierno, la próxima legislatura será de pocas leyes. Me encaja. En este caso, el esfuerzo prioritario se destinará sin duda a tratar de resolver el problema territorial. El presidente Sánchez no solo aspira a permanecer en el poder, sino también a pasar a la historia por una aportación decisiva, como el presidente Zapatero ha pasado —según él dice con énfasis— por terminar con ETA. Todo lo cual me evoca una anécdota: en 1918, el general Joaquín Milans del Bosch y Carrió fue nombrado capitán general de Cataluña, y preguntado por un periodista, a su llegada a Barcelona, acerca de con qué propósito venía a Cataluña, respondió sin cortarse un pelo que venía dispuesto a “resolver la cuestión social”. Pues bien, me temo que las posibilidades que tendrá el presidente Sánchez de resolver el problema territorial inspirándose en la propuesta del lendakari Urkullu o en otras análogas o derivadas serán parecidas al éxito que consiguió el expeditivo general en su intento de resolver la cuestión social en la “ciudad de las bombas”, que era como por aquel entonces se conocía a Barcelona por toda Europa.

La causa del anunciado fracaso de Pedro Sánchez, como la de tantos otros precedentes, no estará en que su proyecto haya sido mal diseñado o peor ejecutado, sino en que el objetivo de los nacionalistas no es otro que la separación de España, por lo que, aun cuando a corto plazo pueda parecer lo contrario, nunca se darán por definitivamente satisfechos con ninguna oferta ni con ninguna propuesta por ventajosa que les sea, ya que su objetivo es otro: irse. Por consiguiente, si la propuesta del lendakari prosperase, su resultado sería un Estado plurinacional configurado como una confederación asimétrica en la que, por un lado, estarían el País Vasco, Navarra, Cataluña y Galicia y, por otro, el resto de España (“la que no tiene nombre, la que a nadie le interesa, la perdición de los hombres, la que miente cuando besa”). Es decir, se implantaría una organización territorial asimétrica fundada en los principios de bilateralidad (todo tiene que pactarse entre el Estado y cada comunidad) y de libertad de decisión (autodeterminación a la carta) en beneficio de Cataluña, Euskadi, Navarra y Galicia.

Si la propuesta del lendakari prosperase, su resultado sería un Estado plurinacional configurado como una confederación asimétrica

Lo que plantea dos problemas, uno grave y otro decisivo:

1. El grave es que una “reinterpretación” constitucional de este calado no puede ser fruto de una simple alteración interpretativa de la Constitución (de una “mutación constitucional”, en la jerga jurídica), sino que constituye un cambio constitucional de alto voltaje, que debe ser acordado por todos los ciudadanos españoles en los términos establecidos por la Constitución para su modificación.

2. Y el decisivo es que el esfuerzo enorme que conllevaría observar y seguir todo este complejísimo proceso no serviría absolutamente para nada, pues un Estado plurinacional conformado como una confederación tampoco satisfaría las aspiraciones de los independentistas, pues estos ejercitarían más pronto que tarde su “capacidad de decidir” para independizarse plena y definitivamente de España, mientras que el resto de España quedaría institucionalmente triturado. Recuerdo que hace pocos años, tras una intervención en Madrid, exponiendo mi propuesta de pacto para Cataluña, una exministra que asistía al acto me dijo: “Podría estar de acuerdo con lo que dice, pero me asalta una duda fruto de mi experiencia. Así, tras negociar con un político catalán un nuevo sistema de financiación, cuando este se aprobó aquel político vino a mí, me dio un abrazo y me dijo: ‘Hemos hecho algo importante que va a durar mucho tiempo’, pero un par de años después ya andaba pidiendo reformar el sistema. Por eso yo me pregunto ahora: si el Estado cede en todo lo que usted nos dice, ¿qué garantía tenemos de que esto acabará con el conflicto, de forma que éste no rebrote pasado un corto tiempo?”. Entonces, apenas supe qué responder y salí como pude; hoy soy tajante: los independentistas solo quieren la independencia y solo les bastará esta. Todos sin excepción.

Foto: Pedro Sánchez e Iñigo Urkullu. (EFE/Javier Zorrilla)

Así las cosas, lejos de mí encerrarme en una posición numantina de “Santiago y cierra España”, mi posición se concreta en dos puntos:

1. Sigo defendiendo lo que he pensado siempre: que hay que negociar con los nacionalistas (cuya denominación más exacta sería la de separatistas) con la ley como marco, la política como tarea y el diálogo como instrumento; sin una mala palabra, sin un mal gesto y sin una mala actitud. Por lo que asumo plenamente lo que ha escrito Ramón Jaúregui en El Correo del pasado día 2 con toda la autoridad que le confiere su honrada trayectoria: “Es necesario dialogar con los nacionalistas y reformar el modelo autonómico, pero no cabe negociar sobre la autodeterminación o cambios confederales”, y “si la minoría nacionalista exige lo imposible, digamos no”.

2. Si alguna vez, sea mañana o en un futuro más lejano, parece que se ha llegado a una auténtica situación límite y que, precisamente por ello, la fórmula plurinacionalidad-confederación es la única salida posible, se ha de rechazar de plano esta tentación y se ha de optar por la autodeterminación. Antes autodeterminación que confederación. Así de claro. Porque ambas exigen una reforma constitucional, pero mientras que la fórmula confederal destruiría todo el entramado institucional de España, dejándola en una situación de precariedad inimaginable y facilitando además la independencia de la comunidad que quisiera marcharse, la autodeterminación triunfante en alguna comunidad (que doy por posible) solo sería una pérdida irreparable en todos los ámbitos para todos, pero no provocaría la desintegración total del Estado a consecuencia del frustrado ensayo confederal. Además, de producirse una secesión por autodeterminación, España quedaría en mejor posición que si la secesión se produjese en el marco de una confederación fracasada, a los siguientes efectos: a) para hacer valer su posición en la esfera internacional y, en especial, en la Unión Europea, en defensa de sus intereses frente a los del nuevo Estado; b) para exigir sus derechos hasta el extremo en la liquidación de cuentas, que debería necesariamente producirse a consecuencia de la secesión entre el Estado español y el nuevo Estado.

Sigo defendiendo que hay que negociar con los nacionalistas con la ley como marco

No escribo cuanto antecede a resultas de una reflexión reciente. En el verano de 2007 escribí un libro, editado en 2008 (España desde una esquina), en el que dije —cito de memoria— que a España le interesa más una Cataluña independiente que una Cataluña ligada a ella por una relación bilateral, porque, dado el extraordinario efecto mimético que Cataluña ejerce en el resto de España, la bilateralidad catalana querría ser emulada por otras comunidades, no habiendo Estado que resista una pluralidad de relaciones bilaterales. Y en parecida línea, ya antes —el 17 de octubre de 2005—, escribí un artículo en El Periódico bajo el título “Fin de trayecto personal”, en el que exponía en términos parecidos las razones de mi discrepancia acerca de la reforma estatutaria catalana.

La situación es difícil, por lo que hace falta más calma y sosiego que nunca para defender los intereses generales de España, entendida esta como una entidad de solidaridad primaria conformada por la geografía (la Península inevitable) y por la historia, es decir, como una unidad de redistribución fundada en el principio de solidaridad, que asegura la igualdad entre todos los españoles. El autodenominado bloque progresista parece dispuesto a iniciar un proceso cuyas etapas serían estas: de un Estado autonómico (un Estado federal asimétrico) se pasaría, previa la declaración de plurinacionalidad, a un Estado confederal (que podría configurarse quizá como una unión de repúblicas, previo el derrocamiento de la monarquía) y, desde este Estado confederal, se accedería luego a la independencia plena.

Foto: Carles Puigdemont durante su comparecencia este martes en Bruselas, Bélgica. (EFE/Oliver Hoslet)

Frente a este intento no se dispone, en democracia, de más armas que la ley observada y aplicada con prudencia, que es la virtud jurídica por excelencia. Y es precisamente esta prudencia la que puede llevar a la conclusión de que la situación es insostenible. En este caso, la única salida sería, previa la reforma constitucional necesaria, que las Cortes autorizasen un referéndum de autodeterminación en aquella comunidad que lo solicitase, evitando así cualquier intento que, como el propuesto por el lendakari Urkullu, no haría más que debilitar el Estado sin impedir que la secesión se produjese. Recuerdo la frase de un viejo colega que ejerció casi toda su vida profesional en Cataluña y que, ya jubilado y antes de regresar a su Castilla natal, me dijo hablando de este tema: “Yo nunca quisiera hacer camino con alguien que no quisiera caminar a mi lado”. Pues eso.

¿Cuántas comunidades querrían irse? No lo sé, pero alguna habría. Alguna en cuyos ciudadanos la pasión prevaleciese sobre la razón. Como ocurrió en Gran Bretaña con el Brexit. No hay ningún motivo para esperar que los españoles que quieren dejar de serlo sean de mejor condición que los británicos. Pero lo que quede de España seguiría. No debería caerse en una depresión como la de 1898, porque habría en ella muchas más cosas dignas de admiración que de desdén. Pero, para que ello fuese posible, los españoles deberían comenzar ya desde ahora por respetarse a sí mismos, lo que significa respetar y hacer respetar la ley y a sus instituciones democráticas. Sin desplante, pero con firmeza. Y esto comprende también no ceder ahora a propuestas que, aunque no lo parezcan, llevan dentro el germen de la disgregación.

*Juan José López Burniol es notario jubilado.

Respeto y aprecio al lendakari Urkullu. Le vi actuar con coraje, prudencia, habilidad y buen estilo en una ocasión compleja. Le guardo gratitud. Por eso he leído con atención su reciente artículo titulado “Autogobierno vasco y modelo multinacional de Estado”. Creo que he captado su sentido profundo y, precisamente por ello, niego la conveniencia de que España siga el plan que propone. Seguro que él lo entenderá, si es que lee este artículo, porque coincidimos en algo esencial: él piensa en su nación, que es Euskadi, y yo pienso en mi nación, que es toda España. Y si discrepo de él, no es porque yo sea un atávico defensor de un Estado unitario y centralista, que no lo soy, sino porque pienso que el plan propuesto por el lendakari conduce inexorablemente a la desintegración de España. Veamos.

Iñigo Urkullu
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