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Ignacio Varela

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Urkullu emite luz negra

Si no viniera de quien viene este contexto infernal, la propuesta de Urkullu parecería de una ingenuidad angelical. En realidad, es todo lo contrario

Foto: El lendakari, Iñigo Urkullu. (EFE/L. Rico)
El lendakari, Iñigo Urkullu. (EFE/L. Rico)
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La hermenéutica del PNV es una de las asignaturas más complejas de la política española, un auténtico hueso en la carrera del analista —o, simplemente, del ciudadano interesado en los asuntos del procomún—. Yo estoy lejos de ser un especialista en desentrañar el siempre jesuíticamente esquinado y frecuentemente avieso proceder de los dirigentes de ese partido, pero comparto con muchos más dos certezas derivadas de la experiencia: primera, que todo lo que hace y dice el PNV necesita ser descodificado, porque ese partido jamás emite en abierto; segunda, que, cualquiera que sea su apariencia, el propósito común de todos y cada uno de sus actos y mensajes es estrictamente egoísta, en el sentido que el diccionario de la RAE da al vocablo: “Inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás”.

El texto firmado por el presidente de la Comunidad Autónoma del País Vasco, y publicado (¡precisamente ahora!) en el diario del oficialismo, contiene un catálogo completo de trampas conceptuales, intenciones apenas sugeridas pero nunca expresadas con claridad, mensajes encriptados, falsificaciones históricas y aberraciones jurídicas. Su lectura reposada deja sobre la mesa muchas más interrogantes que respuestas y, en el lector, un poso de perplejidad junto a la sensación —ya conocida, viniendo de donde viene— de estar siendo víctima de un amable acto de carterismo político. En conjunto, el muy calculado escrito arroja un potente haz de oscuridad —quizá mejor, de luz negra— sobre la coyuntura política.

Foto: Pedro Sánchez e Iñigo Urkullu en la conmemoración del 25 aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco. (EFE/Javier Zorrilla)

Recordemos que estamos en plena gestión del resultado de unas elecciones generales en las que al PNV no le fue precisamente bien, hasta el punto de que la sombra de Bildu amenaza directamente su hegemonía en el nacionalismo vasco. Que hace solo un par de días el propio Urkullu se autodescartó como interlocutor autorizado del Partido Nacionalista Vasco, recordando que él solo puede hablar en nombre del Gobierno que preside. Si él solo puede realizar actos de gobierno y no de partido, ¿este lo ha hecho en nombre de los dos partidos que comparten ese Gobierno? ¿Conoció y consintió el PSE el texto del lendakari?

Recordemos también que la política española ha alcanzado, tras las elecciones del 23 de julio, su punto máximo de confrontación sectaria entre bloques incompatibles, con el país partido en dos mitades y todos los canales de comunicación —no digamos de concertación— entre ellas deliberadamente saboteados: el peor escenario posible para arrojar sobre la mesa una propuesta constituyente (¿o debería decirse destituyente?) que, de ser viable, requeriría un clima de consenso completamente inexistente; algo a lo que el PNV viene contribuyendo invariablemente desde su alineamiento cerrado en uno de los dos bloques enfrentados. Si no viniera de quien viene este contexto infernal, la propuesta de Urkullu parecería de una ingenuidad angelical. En realidad, es todo lo contrario.

Foto: Iñigo Urkullu y Alberto Núñez Feijóo. (EFE/Javier Etxezarreta)
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Inicia el lendakari su texto con dos preguntas que, según dice, le persiguen desde hace años: “¿Por qué en un Estado solo puede haber una nación?”. Por nada, obviamente. Hay en el mundo muchos Estados en los que conviven pacíficamente varias realidades nacionales, siempre y cuando al hecho de ser una nación no se le adose automáticamente el derecho a la secesión para formar un Estado propio, como pretenden nuestros nacionalistas desde tiempo inmemorial.

También se pregunta “por qué el Estado español no puede ser plurinacional, como lo fue en la práctica hasta el siglo XVIII”. Ignoro en qué momento concreto del siglo XVIII sitúa Urkullu la interrupción de la plurinacionalidad de España; pero el problema actual, a mi juicio, no radica tanto en el reconocimiento de realidades nacionales dentro de España (lo que la Constitución hace al hablar de “nacionalidades y regiones” y ratifica el Estatuto Vasco al hablar, en su artículo 1, de “El pueblo vasco, o Euskal Herria, como expresión de su nacionalidad”).

Foto: Aitor Esteban, frente a Pedro Sánchez. (EFE/Chema Moya)

El problema real, que se manifiesta de nuevo en el artículo de Urkullu, es la negativa cerril de los nacionalistas a admitir que España sea una nación. De hecho, de su peculiar vocabulario se extirpó hace tiempo la palabra España. Así pues, en su concepción aquí existirían tres naciones (Euskadi, Cataluña y Galicia), junto a un pelotón informe de regiones; lo que no existe es la nación española, reducida a la burocrática denominación de “el Estado”, un montón de oficinas en Madrid. La fundamentación de semejante adefesio es un enigma que, simplemente, choca con la realidad.

Los cinco principios que sostiene Urkullu como base sobre la que construir la nueva planta territorial del Estado son:

a) La plurinacionalidad, que consiste en reservar a solo tres territorios la condición de nación identificada como sujeto soberano, con exclusión de todas las demás y, por supuesto, con exclusión de la propia nación española.

Foto: El nuevo presidente del Senado, Pedro Rollán. (EFE/Zipi)

b) La bilateralidad, que exige una relación vip, exclusiva, privilegiada y singular entre esa cosa llamada “el Estado” y cada una de las tres naciones proclamadas como tales, descartando cualquier mecanismo de colaboración, solidaridad o puesta en común con las despreciables “regiones”. No es preciso subrayar el universo de ventajas materiales y de todo tipo que se deriva del mecanismo estrictamente bilateral en un Estado que, como Felipe González señala con frecuencia, ya no sería descentralizado, sino centrifugado.

c) La asimetría, ahí te quería yo ver. Ese es el eje de todas las reivindicaciones nacionalistas —singularmente, del PNV— desde su nacimiento. Ya que de momento no queda otro remedio que formar parte de este Estado, exigimos un tratamiento asimétrico, lo que debe traducirse como “diferencial en un sentido uniformemente ventajoso para mis intereses”.

Foto: Andoni Ortuzar en la celebración del 128.º aniversario del PNV. (EFE/Javier Zorrilla) Opinión
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d) La “voluntariedad”, que se refiere, por un lado, a negar a la Constitución su legitimidad de origen como hecho fundacional voluntariamente compartido y, por otro, a afirmar el derecho de cada una de las tres naciones —solo de ellas— de romper en cualquier momento la unidad del conjunto, en una escalada verbal que comienza por la idea de “nación foral”, avanza a la de “federalización asimétrica” y desemboca en el “horizonte confederal”.

e) Como consecuencia natural de todo lo demás, el consabido eufemismo “derecho a decidir”, llamado comúnmente autodeterminación. Todo lo cual, por cierto, al ministro en funciones Bolaños le ha parecido “legítimo y constructivo” porque, en su opinión, encaja perfectamente en el marco constitucional (a ver quién se atreve a contrariar al PNV en esta tesitura, diga lo que diga).

Foto: El presidente del PNV, Andoni Ortuzar (c), el portavoz en el Congreso y candidato de esta formación, Aitor Esteban (i), y el lendakari, Iñigo Urkullu. (EFE/Luis Tejido)

Hasta aquí, nada especialmente novedoso, ni siquiera lo de Bolaños. Todo se basa en petrificar la desigualdad entre españoles y un puñado de privilegios para los nacionalistas. La noticia es que Urkullu, persistente en el empeño de negar legitimidad de origen a la Constitución española (lógico, puesto que España como nación no existe) y, con ella, a su Parlamento, se ha inventado un nuevo poder constituyente. Lo llama “convención constitucional” y dice inspirarse en el derecho anglosajón. Si se refiere a los Estados Unidos, la única convención constitucional conocida allí es la de Filadelfia de 1787, de la que nació la nación norteamericana. Si se refiere a Reino Unido, allí las llamadas “convenciones constitucionales” suplen la inexistencia de un texto constitucional escrito y proceden del Parlamento. Nada de eso tiene parecido siquiera remoto con la España de 2023.

Por supuesto, Urkullu se cuida mucho de precisar quién formaría esa convención constitucional encargada de reinterpretar —en realidad, de reescribir— la Constitución española. Nos quedamos con la incógnita de saber si, por ejemplo, el PP y Vox (11 millones de votos) serían invitados. Digo yo que si para el PNV no es posible siquiera sentarse con Feijóo para hablar de la investidura, mucho menos lo será acordar con él y con la parte del país que representa cómo deba ser o no ser el Estado español.

Foto: Ortuzar (izquierda), junto a Otegi (centro), en un homenaje a los lendakaris que vivieron el exilio. (EFE/Miguel Toña)

Eso sí, el lendakari deja claro, faltaría más, que el pacto resultante de la convención constituyente (¿Chile en el recuerdo?) solo sería válido si, de entrada, diera por buenos los cinco principios enumerados. No se trataría, en realidad, de un pacto, sino, una vez más, de un trágala.

Mucho se ha esforzado el lendakari vasco en ennoblecer lo que no es si no la posición de partida del PNV, previa a la investidura de Sánchez, para negociar la continuidad de la alianza política entre la izquierda española y las fuerzas nacionalistas. Y todo ello está llamado a transformarse en dinero contante y sonante. Tanta basura conceptual para vestir la usura. Haber empezado por ahí, coño.

La hermenéutica del PNV es una de las asignaturas más complejas de la política española, un auténtico hueso en la carrera del analista —o, simplemente, del ciudadano interesado en los asuntos del procomún—. Yo estoy lejos de ser un especialista en desentrañar el siempre jesuíticamente esquinado y frecuentemente avieso proceder de los dirigentes de ese partido, pero comparto con muchos más dos certezas derivadas de la experiencia: primera, que todo lo que hace y dice el PNV necesita ser descodificado, porque ese partido jamás emite en abierto; segunda, que, cualquiera que sea su apariencia, el propósito común de todos y cada uno de sus actos y mensajes es estrictamente egoísta, en el sentido que el diccionario de la RAE da al vocablo: “Inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás”.

Iñigo Urkullu
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