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La regeneración política ha muerto
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Ramón González Férriz

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La regeneración política ha muerto

Sánchez no identifica el regeneracionismo con la reforma del Estado, sino con la de los ciudadanos y sus mecanismos de información y protesta

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, presenta en el Congreso el plan de regeneración democrática. (EFE/Zipi Aragón)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, presenta en el Congreso el plan de regeneración democrática. (EFE/Zipi Aragón)
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Hacía tiempo que un político no utilizaba el término “regeneración” con tanto énfasis como lo ha hecho Pedro Sánchez desde que, el pasado abril, amenazó teatralmente con abandonar la vida pública. Era una palabra con prestigio histórico que se había convertido en maldita: todo aquel que, en la década pasada, la utilizó con insistencia —UPyD, Ciudadanos, unos cuantos economistas tecnocráticos y un puñado de intelectuales centristas— acabó fracasando. Cabía pensar que, ahora que la enarbolaba el presidente, la regeneración tendría opciones de convertirse en algo tangible. Pero no es así. Como quedó claro anteayer, en la intervención de Sánchez en el Congreso, el regeneracionismo ha pasado de ser una buena idea difícil de llevar a cabo a ser un mero eslogan vacío. O algo peor.

Antes regenerar a la sociedad que al Estado

Algunos de los diagnósticos del presidente son correctos. La desinformación es un problema. La conversación pública está embarrada. La tecnología favorece la viralidad de las mentiras. La publicidad institucional en los medios requiere transparencia. Pero el diagnóstico es la parte fácil. Lo difícil es proponer soluciones que sean efectivas, que sean justas y que sean viables políticamente. Y las vaguedades que enunció anteayer Sánchez no eran ninguna de las tres cosas. Lo más interesante, sin embargo, es que el presidente transmita que quiere regenerar antes a la ciudadanía que al Estado. Fue muestra de ello su afirmación de que el 18% de los españoles creen que la economía va mal por culpa de los bulos. En lugar de reformar la administración para aumentar un poquito la renta per cápita, hay que regenerar todo aquello que hace que algunos tengan una mala opinión de este Gobierno, pareció sugerir.

Es llamativo, además, que Sánchez y Félix Bolaños no se molestaran siquiera en pedir a los numerosos asesores de Moncloa, muchos de ellos técnicos perfectamente preparados, que elaboraran unas cuantas propuestas creíbles para la tan anunciada “regeneración democrática”. Que el presidente sienta que no necesita transmitir que se toma en serio los detalles de la cuestión es una señal de cuáles son sus verdaderos objetivos: la propaganda y el choque con la derecha para polarizar un poco más.

Sin embargo, el problema va más allá de las intrascendentes propuestas del presidente. Afecta al conjunto del país. Aunque ahora volvamos a utilizar la palabra “regeneración”, esta ha muerto en la política española. Han quedado atrás los años en que los políticos presumían de propuestas acerca de la transparencia del Gobierno, la reforma de la administración, el uso discrecional del presupuesto público o la relación entre los medios y los partidos. De ellas hablamos intensamente durante años porque parecía evidente que necesitábamos reformas profundas y porque disponíamos de buenos diagnósticos al respecto. Pero todas esas cosas han desaparecido del radar de los políticos: ¿qué importancia pueden tener si están ocupados acusando a la mitad de la población de fascista o de comunista, utilizan una insoportable retórica para mantener a los suyos constantemente movilizados y cada tres meses hay elecciones que nos presentan como las más importantes del siglo?

También el PP

Pedro Sánchez es el principal responsable de esta situación, dado que ha decidido que la agenda legislativa de su Gobierno se vuelque en cohesionar a su coalición y, en especial, en elaborar medidas ad hoc para un puñado de personas imprescindibles en ella, como los independentistas catalanes ahora amnistiados.

Pero la cuestión no es nueva e implica también al PP. Entre 2011 y 2015, durante la última mayoría absoluta que veremos en mucho tiempo, Mariano Rajoy desaprovechó la oportunidad de llevar a cabo reformas profundas de la administración pública y de la relación de esta con los ciudadanos. En muchos sentidos, como con la ley mordaza que ahora volvemos a discutir, empeoró las cosas. Hoy, la oposición conservadora raramente exhibe una agenda profunda y creíble de regeneración democrática, e insiste en pensar que el Gobierno de Sánchez debe caer por sus propios errores, no porque ella disponga de un programa más eficaz.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, presenta las líneas del plan de regeneración democrática en el Congreso. (Europa Press/Eduardo Parra) Opinión
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Alberto Núñez Feijóo ha llamado a la nueva fundación del PP Reformismo21. En ella hay gente inteligente y genera discusiones y documentos interesantes sobre las reformas necesarias para España. Pero, como sucede con casi todas las fundaciones vinculadas a los partidos políticos, parece que su cometido consista más en transmitir que el PP se toma en serio las ideas políticas, y quiere exhibirlas para ganar credibilidad entre las élites, que en elaborar un verdadero y factible programa de Gobierno. Las ideas de Sumar, Podemos y Vox para la regeneración del Estado tienden a presentar tres rasgos principales: o son irrelevantes, o son imposibles, o empeorarían las cosas.

Con mayorías escasas, y un Congreso muy fragmentado, la regeneración del Estado es enormemente complicada. Quizá imposible. Pero uno pensaría que, más allá de unas cuantas voluntariosas organizaciones de la sociedad civil, sigue quedando en la democracia española algo del espíritu reformista que entiende los muchos beneficios democráticos que podría generar una reforma de la Administración Pública. En lugar de ello, Sánchez no identifica el regeneracionismo con la reforma del Estado, sino con la de los ciudadanos y sus mecanismos de información y protesta, como los medios. Es un principio arriesgado. Pero, por suerte, su peligrosidad está atenuada por su inviabilidad.

Hacía tiempo que un político no utilizaba el término “regeneración” con tanto énfasis como lo ha hecho Pedro Sánchez desde que, el pasado abril, amenazó teatralmente con abandonar la vida pública. Era una palabra con prestigio histórico que se había convertido en maldita: todo aquel que, en la década pasada, la utilizó con insistencia —UPyD, Ciudadanos, unos cuantos economistas tecnocráticos y un puñado de intelectuales centristas— acabó fracasando. Cabía pensar que, ahora que la enarbolaba el presidente, la regeneración tendría opciones de convertirse en algo tangible. Pero no es así. Como quedó claro anteayer, en la intervención de Sánchez en el Congreso, el regeneracionismo ha pasado de ser una buena idea difícil de llevar a cabo a ser un mero eslogan vacío. O algo peor.

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