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Historia de un fracaso: cuando se 'sectariza' hasta la nieve
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Historia de un fracaso: cuando se 'sectariza' hasta la nieve

Lo ocurrido con este temporal climático es un caso de libro: se sabía con antelación, pero tuvieron que pasar varias horas para que repararan en que sería un colapso total

Foto: La Cibeles, tras la nevada. (EFE)
La Cibeles, tras la nevada. (EFE)
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Como ha explicado Esteban Hernández, asistimos al fracaso reiterado de los poderes públicos cuando la realidad los pone ante pruebas de estrés que exigen salir del trantrán burocrático o de la rutina del navajeo partidista. En España, la gestión de las crisis es siempre reactiva y paliativa, nunca preventiva.

Lo ocurrido con este temporal climático (nos aguardan muchos más) es un caso de libro: se sabía con antelación sobrada que el jueves 7 a mediodía comenzarían una nevada eterna y, tras ella, una helada legendaria. Pero tuvieron que pasar varias horas del diluvio blanco hasta que las autoridades repararon en que el efecto sería un colapso total. Sería interesante conocer la agenda del presidente del Gobierno y de los presidentes autonómicos en los seis primeros días del año, incluida la víspera del siniestro anunciado. Seguro que se dedicaron a cualquier cosa menos a lo que sabían que venía.

Foto: Varias personas caminan por Conde de Casal de Madrid este sábado. (EFE)

También se sabía que esta Navidad insensata traería la tercera oleada de contagios, nos la hemos trabajado a conciencia. Se sabía desde noviembre que habría que montar un gigantesco dispositivo logístico para vacunar a millones de personas. Como se sabía, cuando se aprobó el jaleado ingreso mínimo vital, que sería preciso un esfuerzo extraordinario de la Administración para pagar a los solicitantes. Sabemos desde hace meses que lo más importante que tiene que hacer España en 2021, junto a las vacunaciones, es articular proyectos útiles para emplear productivamente la millonada de fondos europeos sin los que la economía española petará. Y que un año de estos la montaña de deuda que estamos acumulando caerá sobre nuestras cabezas y nos aplastará. Pero, al parecer, conocer todo eso de antemano no ayuda a evitar un naufragio tras otro.

Es cierto que la multicrisis va sacando a la luz las deficiencias profundas de nuestras estructuras públicas, corroídas por demasiados años de parálisis de toda actividad seriamente reformista. Ayer quedó delatado el afamado sistema sanitario, hoy los sistemas de protección civil, mañana los de planificación económica; y siempre los agujeros negros de un sistema de organización territorial diseñado sin planos y construido a trompicones, hasta producir un adefesio institucional. Por no hablar de la obsolescencia generalizada del ordenamiento jurídico, que se viene solucionando no por la vía de actualizar las leyes, sino saltando sobre ellas.

Sumemos la alergia de los gobernantes a anticipar malas noticias y tomar decisiones que alteren la vida de la gente; la hegemonía de los expertos en comunicación política sobre todos los demás expertos; la resistencia social a ceder temporalmente parcelas de confort, aunque lo dicte la racionalidad más evidente, y la polarización política, acreditada de nuevo en esta pandemia como el factor número uno de la ineficiencia.

Este no es un Gobierno programado para la gestión pública, sino para el combate político y la división sectaria de la sociedad. El 'sanchiglesismo' es un producto esencialmente confrontativo, nació para pelear (y pelearse). La gestión propiamente dicha de los recursos públicos es más bien un estorbo adosado al hecho de ocupar el poder —o una ocasión para apuntalar alianzas y fidelizar clientelas—. Pero como la historia es muy perversa, eligió el Gobierno menos dotado para la gestión pública de nuestra historia democrática y lo puso frente a los mayores desafíos de gestión que ningún Gobierno anterior conoció.

Los políticos pueden dar lecciones magistrales de cómo se ganan unas primarias, pero no de cómo se dirige la maquinaria del Estado

Una pandemia asesina, una campaña masiva de vacunaciones contrarreloj, una depresión económica de caballo, la administración sensata de un fondo de ayuda multimillonario que podría irse por el sumidero, un temporal destructivo, y todo a la vez. Nada de ello se presta a hacer política de gran carga ideológica o lucimiento posicional. Todo en nuestra realidad actual clama por lo contrario: personal dirigente cualificado y dispositivos públicos máximamente eficientes en la movilización de recursos humanos y materiales, planes detallados de contingencia, colaboración transversal entre partidos y entre administraciones, funcionamiento engrasado de las instituciones… Lo contrario de la propuesta fundacional de esta coalición. ¿Es el final de las ideologías? No, es —debería ser— el final de la tontería.

En realidad, este mal no es exclusivo de la izquierda delicuescente. Afecta a todos los espacios políticos en todos los territorios, es un signo de nuestro tiempo. Deriva del proceso de selección de la dirigencia política, así como de su adiestramiento. La mayoría de los líderes políticos españoles no procede de grandes centros de formación en gestión pública, ni de universidades prestigiosas, ni se forjó en la actividad profesional, en el sindicalismo o en esa gran escuela que son los gobiernos locales. Su cuna y su rampa de lanzamiento fueron los sótanos de los entramados partidarios, donde se aprenden todas las artes de la conspiración, la lucha por la supervivencia, la aniquilación del disidente y el uso de la daga y el machete como argumentos de convicción.

Los Sánchez, Iglesias, Lastra, Echenique, Casado, Ayuso, Abascal y Junqueras que pueblan nuestra vida política pueden dar lecciones magistrales de cómo se ganan unas primarias o el congreso de un partido, de cómo se mueven las redes sociales, se conquistan parcelas de poder mediático, se difama al adversario o se distribuyen argumentarios de combate; pero no de cómo se dirige la maquinaria del Estado o se hace frente a una crisis.

Foto: Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, junto a Isabel Díaz Ayuso. (EFE) Opinión
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Como el toro de lidia o el caballo de carreras, son ejemplares de una especie programada genéticamente para una sola función: luchar por el poder y mantenerlo a toda costa (lo que incluye, si es preciso, sacrificar el interés general y, ¡ay!, la convivencia). Ese es el motivo de que en todas las circunstancias vuelvan una y otra vez al único terreno que dominan, el de la confrontación fraccionadora. En una política empapada de sectarismo, hasta la nieve se 'sectariza'. Ante un incendio, les parece más urgente señalar al otro como pirómano que apagar el fuego. Se les da mucho mejor derruir que construir. Es lo que saben hacer —lo que les enseñaron a hacer— y, además, nos les ha ido nada mal actuando así. Los cipayos de la política tienen recompensa.

Ya que vivimos en tiempo de palabros, aporto modestamente uno más a la colección. Si lo contrario del gobierno es el desgobierno, lo contrario de la gobernanza sería la 'desgobernanza'. Puestos a amontonar prefijos, el fracaso en esta orgía de crisis concurrentes es el resultado del desgobierno a varias manos: la 'descogobernanza'. Que sería una forma sofisticada de definir el desbarajuste o el descojone.

Como ha explicado Esteban Hernández, asistimos al fracaso reiterado de los poderes públicos cuando la realidad los pone ante pruebas de estrés que exigen salir del trantrán burocrático o de la rutina del navajeo partidista. En España, la gestión de las crisis es siempre reactiva y paliativa, nunca preventiva.

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