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Cada Sánchez tiene su Ábalos y cada Ábalos su Koldo
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Cada Sánchez tiene su Ábalos y cada Ábalos su Koldo

Esta película de truhanes responde a patrones de conducta sobradamente conocidos, con personajes prototípicos y un desarrollo muy similar en su planteamiento, nudo y desenlace

Foto: Koldo García el pasado mes de mayo. (Europa Press/Eduardo Parra)
Koldo García el pasado mes de mayo. (Europa Press/Eduardo Parra)
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Admiro a los periodistas de investigación (este periódico tiene a los mejores) por su capacidad para ir engarzando piezas aparentemente inconexas sin perderse en la madeja narrativa, usualmente repleta de trampas y maniobras de distracción, y manteniendo en todo momento la visión de cada árbol y también la del bosque. Yo suelo extraviarme a partir de la segunda o tercera entrega de sus historias, a medida que las ramificaciones del caso se hacen más intrincadas, aparecen nuevos personajes con máscaras distintas y todo se va espesando hasta formar una masa indigesta de intrigas oscuras. Quizá por eso soy un pésimo jugador de ajedrez, no he logrado completar jamás un rompecabezas y frecuentemente se me atraganta cuando la política migra al género negro. Y no cabe duda de que el llamado caso Koldo (en el que el tal Koldo apareció inicialmente como protagonista inicial y ahora parece ser una pieza secundaria) tiene más que ver con una novela negra que con el análisis político.

Sin embargo, contemplada en su conjunto, esta película de truhanes responde a patrones de conducta sobradamente conocidos, con personajes prototípicos y un desarrollo muy similar en su planteamiento, nudo y desenlace. En la cúspide está el Gran Jerarca, ese gobernante con inclinaciones autocráticas, dispuesto a pagar cualquier precio por conservar el poder y que aplica recompensas y castigos atendiendo más a criterios de adhesión incondicional a su persona que de mérito y capacidad.

Está el Primer Capataz, hombre de confianza desde el principio de la aventura, cuyos mayores méritos son saber mandar y la ausencia de escrúpulos y al que puede encargarse cualquier trapisonda con la garantía de que la ejecutará eficazmente sin hacer preguntas y, desde luego, sin manchar al Jefe. Estos individuos suelen combinar una formación rudimentaria con un conocimiento profundo de lo peor de la condición humana, saben ser serviles con el de arriba y autoritarios -incluso crueles- con los de abajo y disfrutan exhibiendo su poder (delegado) aunque su hábitat natural son las cañerías de la política. Su problema es que, antes o después, terminan sabiendo demasiado y/o cometiendo algún error fatal y repentinamente se ven en el patíbulo, pero no ya como verdugos sino como víctimas, sin explicarse por qué.

Junto a ellos -justo un paso detrás- están los Lucabrasi, hombres para todo (raramente mujeres, por algo será), de fidelidad perruna y cuya única misión en la vida es encargarse de las tareas subterráneas que ningún otro aceptaría, engrasar voluntades por las buenas o por las menos buenas y asegurarse de que se recuerde en todo momento quién manda en el corral. Este es de los que pagan en efectivo, portan un voluminoso fajo de billetes en el bolsillo trasero del pantalón y usan gafas de sol hasta para follar. Nadie repara en ellos hasta que estalla el escándalo y se comprueba que están en todas las fotos.

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Alrededor, aparece casi siempre el socio capitalista con contactos privilegiados en la cumbre, preparado para pasar de rico a multimillonario a cambio de dar cobertura empresarial -y, si es necesario, financiación- a las “operaciones especiales” de la trama. El elenco se completa con un enjambre de aprovechados de baja estofa que mueren o matan por una adjudicación pública y, frecuentemente, algún personaje siniestro instalado en la cúpula de alguna dictadura latinoamericana. Supongo que, a estas alturas, no es necesario dar nombres.

El contexto necesario para que este tipo de tramas funcione adecuadamente es la existencia de una administración pública torpe y caótica, repleta de agujeros en su funcionamiento, con déficit de controles rigurosos y procedimientos de toma de decisiones lastrados por amplísimos márgenes de discrecionalidad. Es el caso de la muy obsoleta administración pública española, una de nuestras asignaturas pendientes desde la Transición, con el agravante de que sembramos réplicas por todo el territorio y sus vicios ancestrales se multiplicaron por 17.

Foto: La presidenta del Congreso de los Diputados y secretaria general del PSIB, Francina Armengol. (EFE/Miquel A. Borras)

Además, el mal se acrecienta en un clima de sectarismo político exacerbado, en el que todos los partidos sin excepción están permanentemente dispuestos a ver la paja en el ojo ajeno e ignorar -incluso amparar- la viga en el propio: máxima exigencia para el enemigo y máxima indulgencia para el amigo es la norma invariada de gobiernos y oposiciones en España desde que tengo memoria. La certeza de que los tuyos te defenderán crea una sensación de impunidad que está en la base de todos los comportamientos corruptos que se producen en la política.

Por último, recordemos la coyuntura en la que se gestaron los episodios más ominosos de este penúltimo escándalo de la era sanchista: en plena pandemia, cuando el miedo se apoderó del país, se relajaron todos los mecanismos de control y se implantó el “todo vale” en el funcionamiento de los poderes públicos, con la salud como coartada universal. Es sabido que en el desorden los golfos proliferan como moscas en verano, y si algo hubo en España durante la pandemia fue desorden y golfería.

El Parlamento se paralizó, se dictaron dos estados de alarma anticonstitucionales, el BOE se convirtió en un adefesio jurídico (llegaron a promulgarse órdenes ministeriales, sin fecha de caducidad, que contenían reformas de la Constitución), la distribución de competencias entre el Gobierno central y los autonómicos cambiaba cada semana según las conveniencias políticas, y las compras de material sanitario fueron una bacanal, campo fértil para toda clase de granujadas. Todo eso ocurrió principalmente durante el año 2020; nos aproximamos al final de 2024 y seguimos desconociendo las cifras de víctimas del covid en España; y no es porque las quieran ocultar (eso fue al principio), sino porque nadie las tiene.

Foto: El mensaje que Ábalos envió a Sánchez para avisarle sobre la visita de Delcy a España días antes de su llegada

Es curioso que, desde que salió a la luz el caso Koldo, nadie haya formulado públicamente la pregunta del millón: ¿qué diablos hacía el ministerio de Transportes comprando millones de mascarillas? Dentro del caos normativo de aquellos días, no aparece por ningún lado el título habilitante para que ese o cualquier otro ministerio excepto el de Sanidad se ocupara de esa tarea, y mucho menos para que esas compras las dirigiera un asesor del ministro y no el correspondiente departamento de compras, o para que se obviara olímpicamente la supervisión de los interventores.

El famoso decreto que declaró el estado de alarma dejaba bien claro que, entre las llamadas “autoridades competentes delegadas”, los ministerios de Interior, Defensa y Transportes actuarían estrictamente “en sus respectivas áreas de responsabilidad”, y remachaba que, “en las áreas de responsabilidad que no recaigan en alguno de esos ministerios, será autoridad competente delegada el Ministerio de Sanidad”. Todo ello “bajo la superior dirección del presidente del Gobierno”.

Sucedió que el Ministerio de Sanidad naufragó por completo en muy pocos días -lo que es lógico, considerando que ese organismo se ha convertido en una caja de cartón vacía desde que se establecieron en España 17 sistemas sanitarios-. A partir de ahí, pasaron dos cosas: a) que se abrió un gigantesco bazar en el que todo aquel que dijera conocer a alguien en China se convirtió en proveedor válido de mascarillas, guantes y ungüentos de todo tipo a precios de joyería, y b) que el presidente del Gobierno se escaqueó de la “superior dirección” que se había atribuido y pasó el marrón de la gestión pandémica a las comunidades autónomas -reservándose, eso sí, aquellos insufribles sermones televisivos de los sábados-.

Foto: Imagen: EC.

Conocemos un Koldo, pero estoy seguro de que hay muchos más. Las comisiones parlamentarias de investigación han demostrado ser un artefacto inútil de agresión recíproca, pero este país tiene pendiente que alguien serio (es decir, no los partidos) evalúe a fondo la gestión de la pandemia en España en todos sus aspectos, aunque solo sea en defensa de los futuros gobiernos y de los ciudadanos del futuro.

Por lo demás, es comprensible que, con la mochila que va acumulando sobre sus espaldas, el habitante de la Moncloa declare enemigos de la democracia (es decir, de Su Persona) a los jueces y a los periodistas. Que se sepa y que se juzgue es lo último que necesita en estos momentos.

Admiro a los periodistas de investigación (este periódico tiene a los mejores) por su capacidad para ir engarzando piezas aparentemente inconexas sin perderse en la madeja narrativa, usualmente repleta de trampas y maniobras de distracción, y manteniendo en todo momento la visión de cada árbol y también la del bosque. Yo suelo extraviarme a partir de la segunda o tercera entrega de sus historias, a medida que las ramificaciones del caso se hacen más intrincadas, aparecen nuevos personajes con máscaras distintas y todo se va espesando hasta formar una masa indigesta de intrigas oscuras. Quizá por eso soy un pésimo jugador de ajedrez, no he logrado completar jamás un rompecabezas y frecuentemente se me atraganta cuando la política migra al género negro. Y no cabe duda de que el llamado caso Koldo (en el que el tal Koldo apareció inicialmente como protagonista inicial y ahora parece ser una pieza secundaria) tiene más que ver con una novela negra que con el análisis político.

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