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La guerra de la fe: ¿sería usted musulmán o budista si hubiera nacido en otro lugar?
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Javier Brandoli

Crónicas de tinta y barro

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La guerra de la fe: ¿sería usted musulmán o budista si hubiera nacido en otro lugar?

Si entendemos el lugar de nacimiento como una casualidad decisiva, entendemos que nuestras creencias dependen del entorno. Para creer en algo primero se debe conocer.

Foto: Los monjes mendigos de Luang Prabang. (Foto: Javier Brandoli)
Los monjes mendigos de Luang Prabang. (Foto: Javier Brandoli)

La religiosidad de los otros es para muchos extraña, o errada, o intolerante, o una amenaza... El planeta está lleno de personas que creen en algo devotamente que otros muchos no. Si entendemos el lugar de nacimiento y nuestra familia como una casualidad decisiva, entendemos que un judío y un musulmán ortodoxos creerían exactamente en lo opuesto que creen si hubieran nacido a un lado u otro de la valla que divide, por ejemplo, Cisjordania. Para creer en algo primero se debe conocer. ¿Cuántas posibilidades hay de que el ferviente católico nacido en un pueblo de La Toscana fuera un convencido hinduista si hubiera nacido en Calcuta? Hagamos la pregunta al revés, ¿cuántos hinduistas hay en los pueblos de La Toscana? El copto que va cada día a rezar a la Iglesia de San Jorge en El Cairo porque nació en un país musulmán pero dentro de una familia cristiana, ¿iría a rezar a la mezquita del Alabastro en la misma ciudad si hubiera nacido en una familia musulmana? Dios, hasta hoy, es un acto de fe. Ninguna religión ha podido demostrar la existencia empírica de su ser o seres supremos.

Esa duda de que la religión no nace de una creencia, sino de la educación en una creencia, aleja a algunas personas de profesar un credo. Pero esa, en todo caso, debería ser una reflexión propia que no pretenda acabar con las creencias y costumbres de los demás.

La intolerancia religiosa no es que tu fe sea muy profunda, sino que no aceptes que la de otro sea inexistente u otra. ¿Pero cómo no ser intransigente si se está convencido de que el otro incumple los mandatos ni más ni menos que de Dios? El creyente radical se convierte en un agresor de la libertad de los demás al intentar imponer su creencia. El agnóstico o ateo militante puede ser tan radical como él imponiendo su ausencia de fe. Quizá a unos y otros les falta sencillamente acercarse, conocer. Eso es viajar y vivir en el mundo. No toda creencia ni toda idea es respetable, pero conviene al menos primero entenderla. Ese proceso no es fácil entre los prejuicios propios y la costumbre de convertir los dioses ajenos en un selfie.

Foto: Donald Trump. (EFE) Opinión

Cristo crucificado, Ganesha y huesos mayas

El creyente convencido que participa activamente en los rituales de su credo encuentra extremismos bizarros en todo menos en sus ritos: cientos de judíos ortodoxos con su shtreimel cabeceando a coro son inquietantes y mil personas con cirios y capuchas tras una imagen de un hombre torturado es emocionante. Ambas ceremonias forman parte de creencias profundas y centenarias. A cientos de millones de personas la imagen del Cristo crucificado les genera compasión, dulzura, amor, pero para el que no es cristiano es una imagen difícil: “En Nepal se está introduciendo con fuerza el cristianismo por sus fuertes donaciones pero a la gente le asusta la violenta imagen del Cristo crucificado. Aquí las imágenes religiosas cristianas se suavizan algo porque la gente no está acostumbrada”, me contaba en 2008 el generoso Bijay en Katmandú. ¿Qué le parece a un occidental adorar la imagen de Ganesha, el dios hindú con cuerpo humano y cabeza de elefante?

Respetar los ritos de los demás requiere un esfuerzo. Acercarse a otras creencias es bueno si no lo convertimos en suvenir, en fast food, la ideología dominante del veloz siglo XXI. En la localidad de Pomuch, en el sureño estado mexicano de Campeche, existe un cementerio maya sincrético. Es el único lugar en México donde se permite aún este tipo de entierro. “Hasta que pasan tres años el cadáver está en un nicho tapado. La persona cuando fallece está corrompida y la carne se considera pecaminosa. En esos tres años se pudre y separa de los huesos que son recibidos después como reliquias por las familias. Santos a los que pueden rezar. Es entonces cuando se desentierran y se veneran de forma abierta”, me explicaba el profesor de la Universidad de Oriente en Lingüística y Cultura Maya Lázaro Hilario Tuz, con el que hice la visita.

Foto: Simulan huesos de muertos en Ciudad de México. (EFE) Opinión

El Gobierno mexicano fue prohibiendo uno a uno este tipo de entierros por cuestiones higiénicas y se salvó Pomuch justamente porque las autoridades vieron que generaba cierto turismo. El problema es que sus habitantes están hartos de las faltas de respeto que escuchan a los cada vez más numerosos visitantes. “Es desagradable e incómodo ver llegar a personas que gritan que es algo asqueroso o se ríen y burlan de este lugar. Para nosotros los mayas es algo sagrado y mucha gente lo convierte en un circo”, me decía Hilario.

Es un fenómeno global. La religión descafeinada en reclamo turístico. En 2014, en Luang Prabang, Laos, asistimos a la popular ceremonia budista de los monjes mendigos. Los religiosos salen de sus monasterios antes del alba, aún de noche, y recorren las calles en silencio con unos cestos en los que los asistentes meten comida. No se oye un ruido que no sean bostezos y gruñidos de perros callejeros. Es un armónico desfile de pies descalzos y túnicas naranjas lleno de espiritualidad hasta que aclara algo más el día y descubres que en esa parte de la ciudad el evento es para mochileros, orientales y occidentales, y allegados. La comitiva religiosa, en la parte centro donde están los hostales, tenía algo de impostada. No por ellos, los monjes, sino por nosotros, los de las cámaras. “No tiene nada que ver con lo que era antes”, me explicó alguien que asistió hace años.

Foto: Un unicornio en una calle de Siria. (J. B.)

Los chiís que dan gritos y lloran

El problema de entender la fe de los otros es la superficialidad, explicada antes, con la que nos acercamos a otros ritos y lo complicado que es quitarse imágenes y estereotipos previos.

En 2019, en Damasco, entramos en la sagrada mezquita chií de Sayyidah Ruqayya. Las medidas de seguridad para acceder eran extremas, ha sufrido atentados de las facciones sunís, y el sonido de las plegarías nada más cruzar los detectores de metal eran inquietantes, sonaban a noticia trágica del telediario. Dentro, había un patio con hombres y mujeres que oraban y lloraban frente al discurso de un orador que entonaba con la garganta y las manos. Luego, para entrar a la sagrada tumba de Sukayna bint Huasyn, nieta de Mahoma, muerta con 4 años en la batalla de Karbala, hombres y mujeres se dividen. La sala masculina era otra vez un quejido, lágrimas de hombres sentados en el suelo con sus teléfonos grabando todo y algunos golpes en el pecho. Era un ambiente para mí raro. Pero Bassam, un guía sirio que me acompañaba, empezó a traducirme la escena. Me habló de una batalla, y una derrota de hace siglos en la que huyeron frente a los sunís, y la vergüenza, y el arrepentimiento, y el orgullo… Él decía que eso provocaba que los chiís estén obligados por fe a no volver a abandonar la lucha. A mí me parecía algo extremo elevar el fervor religioso al llanto, pero Bassam me explicaba que los oradores hablan de sentimientos que emocionan a los fieles. ¿Cómo voy a juzgar yo eso si ni lo siento ni lo entiendo?

placeholder Chiís rezan y lloran en la mezquita de Sayyidah Ruqayya. (Foto: Javier Brandoli)
Chiís rezan y lloran en la mezquita de Sayyidah Ruqayya. (Foto: Javier Brandoli)

Y de pronto lo llevé todo a algo más comprensible. Recordé a decenas de peregrinos avanzando de rodillas por la Basílica de Guadalupe de Ciudad de México entre las lágrimas de sus familiares. O reviví las escenas del Santuario del Rocío, en España, cuando miles de fieles asaltan una valla para llevar a una virgen que veneran y a la que acercan niños en volandas entre una masa que se empuja entre llantos y gritos. Hace tres años, en octubre, en una de las paradas que hay en el camino de la Romería a Almonte, la mujer que nos acompañaba, miembro de una de las hermandades que cada año hacen el camino, explicaba: “Es la emoción más grande. El que no siente y no ha venido no puede entender lo que significa el Rocío”.

Los monjes guerreros budistas

El islamismo radical es una preocupante lacra y un estigma que en el imaginario de muchos se lleva por delante la fe y modo de vivir de aproximadamente 1.900 millones de personas, un 25% de la población mundial. Dentro del islamismo hay diversas ramas: sunismo, chiismo y jariyismo… divididas a su vez en diversas escuelas. Esta religión en las últimas décadas se identifica por parte de la población mundial con extrema violencia. El surgimiento en África y Asia de diversos grupos terroristas que protagonizan cruentos atentados por todo el globo, o la implantación de estados islamistas radicales con preceptos arcaicos y violentos, ha provocado que se confunda una parte con el todo, lo que en muchos casos está generando que se agrande más la brecha cultural.

El islamismo radical es una preocupante lacra y un estigma que en el imaginario de muchos se lleva por delante la fe y modo de vivir de aproximadamente 1.900 millones de personas, un 25% de la población mundial.


La intolerancia religiosa musulmana parte de interpretación por algunas corrientes de que la yihad, mencionada 41 veces en el Corán, es una obligatoria guerra santa contra todos los infieles. Otros muchos musulmanes no interpretan así ese precepto y yihad significa esfuerzo para mejorar como persona.

Uno de los países que mejor me ha tratado fue la islámica República del Sudán. Entramos por el norte, Wadi Halfa, llenos de dudas ante la cantidad de prohibiciones que sentimos que se nos venían encima, y salimos por el sur, Gallabat, subvencionada la cena por el guarda de frontera. La geopolítica se edulcora cuando vas en un barco 20 horas, cruzando el Lago Nasser, y compartes en la cubierta amanecer con un sudanés que regresa a casa para celebrar una importante fiesta religiosa y te invita a su casa en Jartum.

Foto: El corresponsal Ángel Sastre en Nicaragua (cedida) Opinión
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La interpretación de las escrituras y los designios de los dioses dependen de personas y hasta una creencia tan pacífica como el budismo puede abrazar la violencia. La religión en cuanto baja del cielo depende de los hombres y los hombres pueden emponzoñar cualquier credo. En los últimos años en Sri Lanka y en Birmania los religiosos budistas, especialmente los pertenecientes a una rama purista llamada theravada, protagonizan duros ataques a las minorías musulmanas. Los dioses, especialmente, sirven para aplacar el miedo a la muerte, y entre los budistas de ambos países ha cundido algo más urgente, el miedo a la vida. Hay un artículo del New York Times en español, titulado “Los budistas que también hacen la guerra”, que narra bien un problema que cobró cierta notoriedad con el masivo éxodo de los Rohingya birmanos a Tailandia y Bangladesh.

Otro largo artículo, publicado en este mismo medio por Laura Villadiego en 2018, titulado “Drogas, sexo y asesinatos: se acabó la fiesta en los templos budistas de Tailandia”, habla de esa cara B del budismo y de los crecientes problemas de islamofobia en el país.

Revolución comunista en la Iglesia de Macao

Karl Marx popularizó la idea de que la religión es el opio del pueblo. Es cierto que el uso de la palabra de Dios ha servido a muchas ideologías y gobernantes para distraer o dominar a una población al hacerla creer que sus desventuras no eran otra cosa que designios divinos. Pero la religión es también un peligro para la ideología del Dios Estado. El convencimiento de que un mandato es divino es muy poderoso y amenaza el terrenal poder del hombre.

Un buen ejemplo de ese miedo del poder civil al poder espiritual es hoy China. Hasta el 1 de enero del año 2000, Macao, una ciudad catalogada como región administrativa especial y con hoy uno de los PIB más elevados del planeta, era una colonia portuguesa. Casi parece una broma pensar que hace 20 años Portugal era el que colonizaba a la superpotencia asiática.

Foto: Niño argentino jugando fútbol. (EFE) Opinión

De aquella colonia han quedado vestigios de un catolicismo que tiene su emblema en la bella fachada, hueca, de la histórica Iglesia de San Pablo. Cuando llegas allí, paseando entre fachadas con azulejos y aceras con el bello empedrado portugués, crees estar en Lisboa. Pero esa es una huella que el Gobierno chino va borrando porque a Pekín, especialmente, no le gustan los rezos ni las ideas ajenas. Un capítulo simbólico de ese enfrentamiento fue entre el 29 de septiembre y el 1 octubre de 2019, cuando el Partico Comunista uso la fachada de la Iglesia para proyectar imágenes de un evento conmemorativo del 70 aniversario de la gloriosa fundación de la República Popular de China. Los católicos de la ciudad, 5% del total, protestaron por el uso de su símbolo. Desde la gerencia del partido comunista chino de Macao les indicaron que “hace falta tolerancia mutua”, para zanjar una polémica que en otras partes está acabando con detenciones y clausuras de cultos cristianos no oficiales. Muchos de esos cultos se celebran hoy en secreto. “No hay ningún lugar en el que la libertad religiosa esté más atacada que hoy en China”, dijo en septiembre pasado el secretario de estado de EE.UU, Mike Pompeo.

Se calcula, entre cifras oficiales y estimaciones independientes, que en China hay, al menos, de 25 a 60 millones de cristianos que ven como en los últimos años se prohíben la venta de biblias, se queman iglesias, se detiene y encarcela a sacerdotes…

placeholder Ruinas de la catedral de San Pablo de Macao. (Foto: Javier Brandoli)
Ruinas de la catedral de San Pablo de Macao. (Foto: Javier Brandoli)

No sólo afecta a los cristianos. Los Uigures, una minoría musulmana de la región de Sinkiang, denuncian que están siendo drásticamente perseguidos, enviados a campamentos de reeducación... Pekín niega tales acusaciones, pero la BBC expuso un informe de 137 páginas en el que miles de fieles son espiados y enviados a campos de mejora de comportamiento. Una mujer de 38 años, dice el canal británico, fue reeducada por llevar hace años velo.

En China hay un solo credo permitido y al que se profesa absoluta fe: el estado.

La religiosa pacificadora de Mozambique

La fe es también una poderosa y positiva energía. En 2013 escribí un reportaje sobre la hermana Carmen Acín, a la que conocí de casualidad en una recepción en Maputo, que se tituló La Pacificadora de Mozambique. La hermana Carmen, religiosa, era un ser humano maravilloso y, sobre todo, en términos coloquiales, una mujer “con dos o…”. Valiente, generosa, era una fuerza natural llena de dinamismo que hacía décadas vivía en el país. Vivió la guerra de independencia y la guerra civil que ella recordaba así: "Recuerdo cuando vivíamos en una pequeña misión, cerca de la frontera con Zambia, rodeadas de leones. Llegaban los soldados mozambiqueños y nos avisaban: hermanas, hoy pase lo que pase, no salgan de la misión, no vayan por los caminos ni siquiera a recoger enfermos. Yo lloraba, sabía que iba a morir gente, que iba a haber cuerpos despedazados y yo estaba a salvo. Ellos no. No era justo que yo estuviera segura y ellos no".

La religiosa formó parte, tras la cruel Guerra Civil mozambiqueña, de lo que se llamó la Comisión de Justicia y Paz. Grupos de tres personas que iban por las aldeas intentando que los vecinos se perdonaran tanto horror. “¿Quién esté libre de pecado, quién no haya matado, que tire la primera piedra? Volvían a callar, a llorar. Muchos me decían que no podían perdonar, que aquel hombre había matado a su padre, o violado a su mujer y hermanas, o cualquier tipo de barbarie. Estaba ahí, cerca de él, del viejo enemigo. Todos habían vuelto de la guerra a sus casas y ahora convivían juntos”, contaba que eran aquellas largas sesiones de perdón.

Foto: Insurgentes islamistas en Mozambique el pasado abril.

Luego, cuando las heridas de la guerra fueron cicatrizando, la hermana Carmen decidió quedarse en el país y hacer lo único que le gustaba hacer: asistir los más desfavorecidos. Tenía una casa de acogida de huérfanas por el sida, ayudaba a decenas de jóvenes con su coche con el que andaba por todas partes, luchaba por los derechos de las niñas y se dedicaba a tocar las puertas de todas las instituciones para pedir ayudas para sus proyectos. También era especialmente beligerante con las corruptelas gubernamentales y hasta encabezó manifestaciones en la ciudad de Beira contra la corrupción policial, lo que le enfrentó al entonces gobernador. “El gobernador me dijo que la Iglesia tiene que enseñar al pueblo a no robar, pero no a hacer manifestaciones. Yo guardé silencio hasta que acabó su largo discurso. Le miré y le contesté: La Iglesia es la voz de los que no tienen voz. Y él se levantó y se marchó”.

La hermana Carmen, que leo que tras 50 años de vivir en Mozambique ha regresado a sus 85 años a su Zaragoza natal, es un personaje genial, que cuando en 2013 vino la Reina Sofía de visita al país africano le enseñó una recién nacida en su orfanato a la que la madre bautizó con un nombre singular: Sofía. Luego ya vino la solicitud de ayudas a la monarca tras tan bello y casual nombre.

placeholder La hermana Carmen Acín. (Foto: Javier Brandoli)
La hermana Carmen Acín. (Foto: Javier Brandoli)

La lección para mí fue cuando publiqué el artículo, volvimos a vernos y en la conversación le vine a decir que ella tenía una ética fabulosa y que de alguna manera era una bondadosa cooperante. Ella entonces me miró y me dijo: “Pero yo esto lo hago por mi compromiso con la Iglesia y con Dios. Dios nos ha pedido que ayudemos al prójimo. Yo soy católica, pertenezco a la Iglesia católica. No soy una cooperante, soy una religiosa”.

En cinco años de vida y viajes por el continente africano debo decir que la lista de ejemplos similares que tropecé fue amplia. Hay una tropa de misioneros y religiosos como la hermana Carmen que se juegan la vida por defender enfermos, homosexuales, albinos, mujeres, niños de la guerra, heridos… Nunca abandonan, profesan una fe inquebrantable que les hace quedarse a ayudar hasta cuando saben que está en juego su vida y, claro, entre medias se dedican a evangelizar. Ellos son el verbo de Dios, el verbo hacer.

La religiosidad de los otros es para muchos extraña, o errada, o intolerante, o una amenaza... El planeta está lleno de personas que creen en algo devotamente que otros muchos no. Si entendemos el lugar de nacimiento y nuestra familia como una casualidad decisiva, entendemos que un judío y un musulmán ortodoxos creerían exactamente en lo opuesto que creen si hubieran nacido a un lado u otro de la valla que divide, por ejemplo, Cisjordania. Para creer en algo primero se debe conocer. ¿Cuántas posibilidades hay de que el ferviente católico nacido en un pueblo de La Toscana fuera un convencido hinduista si hubiera nacido en Calcuta? Hagamos la pregunta al revés, ¿cuántos hinduistas hay en los pueblos de La Toscana? El copto que va cada día a rezar a la Iglesia de San Jorge en El Cairo porque nació en un país musulmán pero dentro de una familia cristiana, ¿iría a rezar a la mezquita del Alabastro en la misma ciudad si hubiera nacido en una familia musulmana? Dios, hasta hoy, es un acto de fe. Ninguna religión ha podido demostrar la existencia empírica de su ser o seres supremos.

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