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Para ser niño, primero tienen que dejarte serlo: cuando la niñez es extirpada
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Javier Brandoli

Crónicas de tinta y barro

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Para ser niño, primero tienen que dejarte serlo: cuando la niñez es extirpada

Hay niños que tienen poca suerte en la niñez y hay niños que nunca han tenido niñez porque se la extirpan

Foto: Niños frente al monumento a la infancia en Langa, Sudáfrica. (Javier Brandoli)
Niños frente al monumento a la infancia en Langa, Sudáfrica. (Javier Brandoli)

Lloraba en total silencio, como se llora cuando te han jodido la vida. Las lágrimas se le acumulaban en la barbilla. No cambió el tono de voz y, sencillamente, cuando tenía que terminar la frase, se quedó callada, mirando al suelo, sin fuerzas para hablar, y la hermana Doña María, que le sujetaba la mano, me miró y me dijo: “La esposa mató al niño nada más nacer”. Y nos quedamos todos callados, unos segundos, mientras Beatriz, una sudafricana de entonces 19 años que había secuestrado un hombre cuando tenía 7, terminaba de recoger sus pedazos. No había soltado una lágrima hasta que recordó a su bebé.

Antes, Beatriz, que vivía en una casa de acogida en Mozambique, cerca de la frontera con Sudáfrica, donde había niños rescatados de diversos y crueles secuestros, había ido narrando su vida. Hay niños que tienen poca suerte en la niñez y hay niños que nunca han tenido niñez porque se la extirpan. Beatriz era de las segundas. “Saliendo de la escuela un hombre se acercó y me dijo que subiera a su coche. Me trajo a vivir a Mozambique, yo vivía en Sudáfrica. Tenía siete años. Al llegar a casa le dijo a su mujer que yo era una hija que había tenido en Sudáfrica y comencé a vivir con ellos. En 2007, con 12 años, el hombre me dijo que le acompañara al río. Me pidió que me quitara la ropa. Comencé a llorar y me dijo que me callara, que si hablaba me mataba. Durmió conmigo”.

Foto: Desfile de los 'Diablicos Sucios' en Panamá (Reuters/Carlos Jasso) Opinión

A partir de ahí, la niña sufrió violaciones constantes de su supuesto padre hasta que se quedó embarazada. La “madrastra” la ayudó en el parto y nada más nacer el niño mató al bebé. Fue el padre de su secuestrador, el supuesto abuelo, el que se apiadó de la niña y le dio algo de dinero para que huyera. Beatriz acabó refugiada en aquella casa de acogida secreta, de las hermanas scalabrinianas, amenazada por las numerosas mafias de niños que actuaban en la frontera entre Mozambique y Sudáfrica. “En 2010 algunos traficantes encontraron el lugar y vinieron a amenazar a los niños que habían escapado”, explicaba Isidro, el director del centro.

Aquella frontera de Ressano Garcia era, como tantas en tantos lugares de esos que importan un carajo en el siempre quejoso occidente, un mercado de niños. “Puede ver muchos niños allí vendiendo cualquier cosa. Las mafias les obligan a trabajar 18 horas seguidas y sólo comerán si consiguen ingresar una cantidad mínima”, contaba Isidro.

placeholder Albergue de niños secuestrados en Mozambique. (Javier Brandoli)
Albergue de niños secuestrados en Mozambique. (Javier Brandoli)

Este mercado de niños era a la carta. “Se recibe un pedido de una niña menor de 10 años, se busca y se lleva. Los curanderos sudafricanos piden a algún niño o trozo de niño para hacer brebajes”, narraban las hermanas que dirigían un lugar que era un sanatorio de vidas por hacer. Cada frase escocía, como en ocasiones escuece la vida en los lugares débiles. “El año pasado tuvimos un grupo de cinco niños que salvó la policía sudafricana. En una semana aparecieron muchos cadáveres de mujeres sin alguna parte del cuerpo. Los agentes descubrieron que una curandera usaba órganos humanos. Había solicitado también órganos infantiles. Entonces las mafias se llevaron de Mozambique cinco niños de entre 14 y 17 años que vivían en la calle. Les convencieron que iban a Sudáfrica a vender agua. Cuando los rescató la Policía a uno le faltaba ya un dedo. Estaban a la espera de ser utilizados”, me explica la hermana Lisette.

Según un informe de la ONU, el porcentaje infantil en el tráfico de personas en los países más pobres asciende a un 50%

En 2014, cada año desaparecían oficialmente 1.000 niños en Mozambique. La cifra real era mucho más abultada. Según un informe de la ONU, el tráfico de personas en los países más desarrollados es un 86% adultos y un 14% niños. En los países más pobres, el porcentaje infantil asciende a un 50%, llegando al 64% en algunas áreas. En América Latina y sudeste asiático, la mayoría de menores son usados para prostituirse, mientras que en África los usan como mano de obra.

Entendiendo esos datos, el primer condicionante para que un niño pueda ser niño es nacer en un lugar donde le dejen serlo.

La niña que vivía bajo un puente

Esbeida tiene 16 años y da de mamar a su hijita de dos meses con miedo de que en un golpe de viento ambas puedan romperse. La sujeta con delicadeza, la mira con delicadeza, casi con miedo. Me narra su vida a jirones.

Recuerda que su casa, como la de sus compañeros, está bajo un puente de esa mole urbana que es la Ciudad de México. Explica que con sus 16 años la han intentando prostituir, pegado palizas, esclavizado…, y se ha drogado y quedado embarazada de un chavo con el que compartía asfalto. Ahora, con él y con su hija colgando, se gana la vida en el metro. “Cantamos por los vagones los tres, pero no más de cuatro horas porque se nos seca la voz y no podemos más. Hacemos una canción de rock y dos melódicas. Sacamos entre 50 y 200 pesos (3 y 12 euros de 2015), depende del día”, dice.

placeholder Esbeida, de 16 años, junto a su hija de dos meses. (Javier Brandoli)
Esbeida, de 16 años, junto a su hija de dos meses. (Javier Brandoli)

Esbeida era una de los 200 menores que oficialmente vivían en la calle en CDMX. “Son cifras muy alejadas de la realidad, son muchísimos más”, especificaba Gabriel Rojas, director de Ednica, asociación que ayuda a los niños de la calle. La mayoría de esos críos no tuvieron nunca niñez, tuvieron solo poca edad, poco cuerpo y poca experiencia para pelear con tanto malnacido. “Con siete años murió mi madre. Mi padre nos había abandonado. Entonces nos llevaron a mi hermana, dos años mayor, y a mí, con unos tíos por parte de padre. Nos quitaron de vivir con mi padrastro, que nos gustaba, y nos metieron en una casa donde vivíamos con unas hermanastras. Con el tiempo nos comenzaron a tratar muy mal. Nos pegaban, no nos daban comida y debíamos trabajar y hacer todo en la casa. Entonces (esto lo cuenta de forma algo atropellada), querían que mi hermana y yo trabajáramos en otras cosas...”. ¿En qué? “Querían prostituirnos”.

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Separaron a las hermanas. A la mayor la prostituyeron. Un día la abuela materna de Esbeida apareció en la casa y al ver el estado de la niña se la llevó con ella a Puebla. Tampoco allí funcionó lo del amor familiar: “Yo quería irme con mi abuela para poder estudiar, era lo que más deseaba, ir a la escuela. Ella se iba de vez en cuando aquí a la capital porque estaba enferma y me quedaba con mis primos. Ellos empezaron también a tratarme muy mal, no me daban comida y me pegaban mucho. Trabajaba para ellos”.

Otra vez cambió de casa, otra vez que la niña Esbeida entiende que no tiene hogar. “Me fui con otra tía de nuevo a CDMX. Ella era cariñosa pero la primera semana escuché una conversación en la que hablaban de que no tenían dinero para darme comida. Entonces conocí a una amiga y decidí fugarme y me fui a vivir a la calle. Mi amiga desapareció semanas después y no he vuelto a saber nada de ella”.

Esbeida acaba, tras varios periplos, viviendo con otros niños bajo un puente en el Periférico (autopista de dos pisos de la mega-urbe). Allí conoció a su actual pareja, ocho años mayor, que la protegía. Algunos niños del puente se prostituían, otros charoleaban (pedían dinero), otros menudeaban, otros faquireaban (rompían cristales y se tumbaban sobre ellos por unas monedas) y prácticamente todos se drogaban. “Esnifé pegamento durante un tiempo, pero ya no lo hago”, reconocía ella. La lucha era la supervivencia. La Policía era el enemigo. “A veces nos pegan, maltratan y roban. Otros nos ayudan. En ocasiones hasta nos avisan de que mañana habrá una redada de la Federal y que no aparezcamos por el puente”, me explicaban otros niños.

Se calcula que hay unos 120 millones de niños que viven en la calle en el mundo

Esbeida tuvo “suerte”, si la palabra suerte en algún momento de su vida se pudiera asociar a ella, y sigue viva. Una compañera suya del puente, Carla, acabó siendo una macha de sangre en el asfalto. “Carla estaba embrazada de siete meses. Una noche estaba tan drogada que se metió en medio de la autovía sin darse cuenta. Un coche la atropelló, mató y se dio a la fuga”.

Se calcula que hay unos 120 millones de niños que viven en la calle en el mundo, según la ONG Humanium. Otras cifras hablan de hasta 150 millones.

El niño desnudo del mercado

Andaban desnudos por la plaza central de San José de Guayabal, El Salvador. Entre unas barracas donde se vendían restos del mundo, junto a unos jardines, los dos críos deambulan sin ropa por los puestos. Uno comía un poco de fruta que alguien le había dado y el otro estaba sentado, frente a una tienducha, mirando un viejo televisor. “La madre es una famosa marera de la Mara Salvatrucha (MS) que tiene hijos e hijas y queremos detener. A las niñas las prostituye y a ellos, cuatro niños muy pequeños, les cobra tres dólares por día para darles de comer y dejarles dormir en casa. Si no traen el dinero les pega y les deja en la calle. Van desnudos y mendigando. Algunos tienen menos de cinco años y se les puede ver siempre por el mercado”, me explicaron los hombres del equipo de seguridad del alcalde Mauricio Vilanova.

El Salvador entonces, en 2016, era el lugar del mundo con mayor tasa de criminalidad y Vilanova se había hecho famoso por plantar cara a las maras de frente y creando un “ejército” ciudadano. Él y todo su equipo estaban amenazados de muerte. Patrullábamos su municipio con hombres armados, cambiábamos de coche por seguridad, y Mauricio iba señalando casas de mareros, barriadas de la 18 Sureña, la 18 Revolucionaria, la MS, entre las que había menores. El mismo, en su equipo, había conseguido captar a algunos de aquellos viejos “niños enemigos”. Uno de esos niños soldados era Noel, un adolescente de 16 años que ahora trabajaba con el alcalde. "Mataron a mis padres en 2010 (cuando él tenía 10 años) los de la 18 Revolucionaria porque no pagaban la renta (impuesto que exigen los delincuentes). Yo decidí para vengarme unirme a la 18 Sureña”, me explicaba. Trabajó posteando, vigilando, vendiendo droga y extorsionando antes de que se le hubiera oscurecido el bigote. Él estaba especialmente amenazado de muerte por ser hoy un traidor converso.

Foto:  Cárcel de Guachochi. (J. B.) Opinión

La vida de Noel era en todo caso una rutina del país. El barrio atrapa a los niños. Familias desestructuradas, con muchas veces un padre inmigrado a Estados Unidos y una madre que trabaja para mantenerlos. Pocos días después una pareja me contaban entre un llanto desconsolado que ejecutaron a su hijo de 14 años sus propios “amigos” del barrio por negarse a entrar en la mara.

“De niño estaba rodeado de la pandilla 18. Convivía con ellos haciendo favores, fumando marihuana, haciendo compras para hacer parte de la pandilla. Entonces viene un día la pregunta: ¿quieres ser parte de la pandilla?”, me explicó Mike, un ex marero, que había matado a 27 personas, de sus inicios en la pandilla en una entrevista. Al escucharle comprendí que desde que era un crío aquel tipo entendió que lo más importante que tenía por delante en su vida era sobrevivir.

En El Salvador, en 2017, según datos de la Policía, 540 menores fueron asesinados. En un país con 6,3 millones de habitantes había una media de 1,5 menores asesinados cada día.

El niño con Down que tapaba agujeros

Era tan pequeño que al principio desde la furgoneta, desde lejos, me pareció un bulto apoyado en unos ladrillos. De cerca, confirmé que tenía el tamaño de un pequeño bulto, la piel de un anciano, la mirada triste y aún no había cumplido tres años. Se llamaba Juan y trabajaba junto a sus padres a las afueras de Lima en un secarral paupérrimo conocido como las Ladrilleras. Los papás de Juan hacían ladrillos que extendían sobre el suelo seco y Juan era el único que por su poco peso podía pisar sobre ellos e irles dando la vuelta para que se secaran.

placeholder Juan trabaja junto a sus padres en las Ladrilleras, a las afueras de Lima. (Javier Brandoli)
Juan trabaja junto a sus padres en las Ladrilleras, a las afueras de Lima. (Javier Brandoli)

Hay muchísimos ejemplos de esa realidad infantil. En Maputo conocí dos casos especiales. Uno era un crío menudo, Xavier, de no más de 12 años, simpatiquísimo, que venía siempre vendiendo artesanías por los restaurantes y te lo encontrabas por toda la ciudad. Era un vendedor formidable que cuando exponía su mercancía detallaba que sus productos tenían garantía de cinco años. Cuando le pedían descuento —no eran especialmente bajas sus tarifas—, explicaba que el precio no podía bajarlo pero ofrecía aumentar la garantía a diez años.

Hay 160 millones de niños que trabajan en el mundo. La cifra ha aumentado 8,4 millones en los últimos cuatro años

Pero de todos los menores que trabajaban con los que he tropezado el caso más admirable era Esteban. Esteban era un adolescente con síndrome de down que cada día se ponía con su casco, mono y pala de obra en la Avenida Marginal a tapar agujeros con arena para que los coches no hundieran las ruedas. En esa carretera, junto a la playa, había, como por todo Mozambique, miles de agujeros en un asfalto que parecía bombardeado. Esteban arreglaba un tramo de unos 10 metros tapando con arena unos pocos hoyos mientras alrededor, a derecha e izquierda, quedaban cientos de agujeros donde se hundían los neumáticos. Sonreía siempre, paraba hasta los coches cuando veía necesario rellenar los hoyos y hasta un tiempo tuvo una señal que levantaba para dirigir el tráfico. Lo hacía a cambio de unas monedas, un refresco, un trozo de pan… Esteban era un trabajador magnífico, un perfeccionista en sus diez metros de asfalto.

Hay millones de Juan, Esteban, Xavier… Según Unicef hay 160 millones de niños que trabajan en el mundo. La cifra ha aumentado 8,4 millones en los últimos cuatro años, algo que no había ocurrido en las dos últimas décadas.

El niño que pegaba palizas a su madre

La vida puedan jodértela, puedes jodértela y se la puedes joder a los demás también siendo un niño. En este caso creo que se juntaban las tres cosas a la vez. “Hay un tema muy preocupante del que se habla muy poco. Hay muchos casos de niños que maltratan a sus padres. Especialmente adolescentes que viven en los barrio ricos. Las familias no denuncian porque les da vergüenza reconocerlo”, me comentó la entonces Concejal de Servicios Sociales del Ayuntamiento de Madrid, Ana Botella, tras una entrevista.

El tema era sorprendente, desconocido. Investigando llegué hasta una cafetería, cerca del Paseo e Extremadura en Madrid, donde escuché un relato desgarrador de una mujer que estaba muerta en vida. “Estoy deseando que mi hijo se muera. Soy su madre y estoy deseando que se muera. No puedo más, estoy destrozada”, me dijo aquella mujer que no paraba de llorar.

Foto: Una mujer sirve una cena en un Ryokan japonés. (Foto: Javier Brandoli) Opinión

Me contó que era madre de un hijo único. Se había quedado viuda hace años y sacado al niño adelante ella sola, trabajando muchas horas, y no sabía bien aún cómo degeneró todo en un infierno. Sabía que lo había malcriado, le había consentido de niño muchas cosas, pero sentía pena porque su hijo se había quedado sin su padre. Y en ese escenario, me iba contando, consintió que le levantara primero de niño la voz, que le diera manotazos, que impusiera normas, horarios, compras… “Hasta que tiene una edad puedes manejarle, pero con 13 años era más fuerte que yo y empezó a golpearme”.

Esa fuerza física se fue imponiendo y el niño que se iba haciendo hombre comenzó a pegar a la madre. Los golpes acabaron en palizas constantes si ella le pedía que no hiciera algo o le negaba cualquier cosa, me explicaba, hasta que la última vez la golpiza fue de tal magnitud que ella acabó en un hospital varias semanas y el niño, de entonces 17 años, en un reformatorio. Ella había pedido medidas preventivas de alejamiento. Me confesó que creía que su hijo iba a matarla. Ella, la madre de aquel único hijo, de alguna manera ya estaba muerta.

La violencia de hijos a padres está creciendo mucho en los últimos años. Un informe de la Unión Europea, explica la BBC en un artículo sobre este tema, dictaminó que en un 10% de los hogares de España y EEUU sufren esta violencia. En España, cada año, se abren 4.000 expedientes por estas agresiones.

La niña que llora por un juguete

M tiene 9 años, vive en Roma con su madre. Tiene un cuarto grande lleno de juguetes y un armario grande lleno de ropa. Llora mucho. Ríe también mucho. Depende de lo que le dejen hacer hace una cosa u otra. Escupe la comida si no le gusta, tira cosas al suelo, a veces las rompe, manda callar, da pequeños manotazos si se enfada, patalea porque tiene un berrinche, exige dar más vueltas al carrusel. Llora también quizá porque pulsaron el ascensor que quería pulsar ella, o porque toca subir al coche y no quiere, o porque hablan mientras ve una película.

Su madre dialoga con M, la regaña si se excede, pero no quiere imponerle nada bruscamente. Y le canta canciones, y leen cuentos, y salen al parque, juegan, y realmente se quieren, mucho. La madre da su vida por M, la cuida con mucha devoción y generosidad. La niña juega al fútbol, y tiene un tobogán en casa de los abuelos, y le gusta disfrazarse, y cuida de su perrito. M tiene muchos amigos, es buena en la escuela, es una niña feliz.

Su madre le ha construido un mundo, una burbuja, sacrificándose muchas veces ella para que a M no le falte nada. Nunca le da un grito, mucho menos un coscorrón. La ultima vez que las vimos de pronto se complicó todo. La niña montó un berrinche por algo insignificante, un comentario, y tiró un juguete que rompió, y empezó a llorar. “Es una niña”, nos dijo la madre.

Lloraba en total silencio, como se llora cuando te han jodido la vida. Las lágrimas se le acumulaban en la barbilla. No cambió el tono de voz y, sencillamente, cuando tenía que terminar la frase, se quedó callada, mirando al suelo, sin fuerzas para hablar, y la hermana Doña María, que le sujetaba la mano, me miró y me dijo: “La esposa mató al niño nada más nacer”. Y nos quedamos todos callados, unos segundos, mientras Beatriz, una sudafricana de entonces 19 años que había secuestrado un hombre cuando tenía 7, terminaba de recoger sus pedazos. No había soltado una lágrima hasta que recordó a su bebé.

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