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¿Y si no se puede combatir el cambio climático democráticamente?
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Ramón González Férriz

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¿Y si no se puede combatir el cambio climático democráticamente?

Emprender la transición energética es urgente. Pero esta encontrará resistencias que van desde la fragmentación política a los vetos de quienes salgan perjudicados por el cambio

Foto: Manifestantes en la India exigen la lucha contra el cambio climático. (Reuters)
Manifestantes en la India exigen la lucha contra el cambio climático. (Reuters)
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La lucha contra el cambio climático es, probablemente, el cometido más ambicioso y complejo al que se enfrenta la humanidad desde la reconstrucción del mundo y el orden geopolítico tras la Segunda Guerra Mundial. Pero sucede en un contexto distinto. Entonces, casi todas las personas habían visto de cerca el horror y la destrucción, y tenían claro que había que tomar las medidas que fueran necesarias para que estos no se repitieran. Hoy, sin embargo, muchas siguen considerando la amenaza del cambio climático algo demasiado abstracto y lejano. Entonces, además, aunque buena parte de los países más relevantes, como Estados Unidos, Reino Unido y Francia, eran democracias, sus líderes tenían un margen de acción mucho mayor que los actuales. Era un mundo más jerárquico políticamente y más homogéneo socialmente que el actual, más fragmentado y con gobiernos poco poderosos.

Por eso, aunque parece que se ha llegado a un consenso sobre la urgencia del problema, y se ha acordado la inversión de enormes cantidades de dinero —desde los fondos NextGenerationEU a los planes de infraestructuras verdes de Joe Biden—, el proceso será caótico y estará cargado de resentimiento.

En el plano global, las naciones emergentes se sienten agraviadas por los países ricos de Europa y América del Norte: estas naciones llevan décadas, cuando no siglos, arrojando carbono a la atmósfera y han contribuido en mucha mayor medida que las demás al cambio climático. Ahora, en ocasiones, parece que esperen que los países que acaban de sumarse a la industrialización y al progreso económico, como China, India o Bangladés, estén dispuestos a tomar medidas tan radicales como las que deben adoptar ellos. China, en particular, está dispuesta a hacerlo, pero lo considera una consecuencia más de la arrogancia y falta de previsión de los occidentales. Es probable que el multilateralismo y la gobernanza global, más allá de haberse convertido en un fetiche del 'mainstream' político, sean ahora más necesarios que nunca. Pero también lo es que la resistencia que se encontrarán será mucho mayor que en el último medio siglo.

Foto: EC. Opinión

En el ámbito nacional también existen tensiones. Por supuesto, están quienes, desde los márgenes, creen que el calentamiento global es una estafa progresista y el esfuerzo global por pararlo una conjura apátrida. Pero incluso dentro de los partidos conservadores moderados existe un cierto rechazo. La mayoría de ellos —de la CDU alemana al PP español— asumen la brutal importancia de tomar medidas urgentes contra la crisis climática. Puede que hasta consideren que es una forma de conectar de nuevo con poblaciones rurales conservadoras cuyo apoyo se había diluido. Pero, al mismo tiempo, no pueden evitar pensar que la lucha ecologista pertenece a la izquierda, que les ha marcado un gol al obligarles a asumirla. Además, el ambiente político actual hace que los consensos sean percibidos como un síntoma de debilidad y, en países muy polarizados como España, Francia, Reino Unido o Estados Unidos, la oposición siempre va a oponerse, con mayor o menor intensidad, a las medidas del Gobierno.

La izquierda pronto se incomodará

El conflicto irá más allá. Si bien ahora la izquierda se siente cómoda al poner en el centro de sus preocupaciones el cambio climático, no tardará en enfrentarse a un hecho que ha estado tratando de soslayar en el debate público: este proceso, junto al de digitalización, dejará un montón de perdedores. Desaparecerán muchos empleos manuales, la previsible subida de los precios de la energía perjudicará a muchos trabajadores poco cualificados —es algo que ya estamos viendo con la subida de los precios de la emisión de carbono, que se suma a la del gas, y que está poniendo muy nerviosos a los Gobiernos—; si la lucha contra el cambio climático pasa en cierta medida por la innovación tecnológica, la brecha digital entre los distintos grupos socioeconómicos y generacionales se hará más profunda. También es probable que la lucha contra el cambio climático produzca inflación, como advirtió hace unos meses Larry Fink, el jefe BlackRock.

Ya se dijo de la globalización que no generaría perdedores y que, quienes se vieran afectados por las deslocalizaciones podrían reciclarse y acceder a empleos con mayor valor añadido dentro de las sociedades ricas. Sabemos cómo acabó esa historia: la política actual está dominada en buena medida por el debate en torno a los excesos de la globalización y sus perdedores. Tal vez la historia se repita si en esta ocasión no sabemos situar a los perdedores de este proceso en el centro de las preocupaciones políticas. De hecho, Joe Biden ya ha empezado a recular en algunos de sus planes para desenganchar a Estados Unidos del petróleo.

Foto: Un hombre traslada cilindros de gas en Karachi, Pakistán. (EFE)

Pero hay más. Por su propia naturaleza, la lucha contra el cambio climático es un proceso político y económico de arriba abajo: son las élites políticas y económicas quienes deben asumir el problema —en gran medida ya lo han hecho— y desplegar soluciones que la población en general no tendrá más remedio que asumir. Sin duda, hay cosas que los ciudadanos podemos hacer: cambiar nuestra dieta o variar los patrones de consumo. Pero no dejan de ser pequeñas intervenciones destinadas sobre todo a sentirnos moralmente implicados en el proceso. Las decisiones necesarias tienen que ser tan 'macro' que deberán ser impulsadas por el poder en todas sus formas, nos guste o no.

La lucha debe seguir

Nada de lo anterior debería desalentarnos a la hora de tomarnos en serio la lucha contra el cambio climático. Es una de las tareas más urgentes que la humanidad tiene ante sí. Por supuesto, aunque durante el proceso los países democráticos se vean obligados a cooperar con dictaduras —eso pasó también tras la Segunda Guerra Mundial—, y en ocasiones incluso envidien su capacidad de adoptar medidas drásticas sin miedo a la reacción social, deben renunciar a toda tentación autoritaria. Si para salvar el clima destruimos la democracia, habremos hecho un pésimo negocio. Pero, más allá de la retórica agradablemente verde con la que hemos recubierto este mayúsculo problema, debemos asumir que su solución chocará con algunos sectores de la sociedad y que estos, legítimamente, intentarán vetarla.

Entonces, habrá que recurrir a algo que añoramos de esos otros grandes momentos del pasado: el liderazgo político más allá de los conceptos amables, las promesas de redención y los logotipos verdes. Mirar a la Gran Reconstrucción de la década de 1950 puede sernos útil, pero es posible que en esta ocasión el reto sea si cabe más difícil.

La lucha contra el cambio climático es, probablemente, el cometido más ambicioso y complejo al que se enfrenta la humanidad desde la reconstrucción del mundo y el orden geopolítico tras la Segunda Guerra Mundial. Pero sucede en un contexto distinto. Entonces, casi todas las personas habían visto de cerca el horror y la destrucción, y tenían claro que había que tomar las medidas que fueran necesarias para que estos no se repitieran. Hoy, sin embargo, muchas siguen considerando la amenaza del cambio climático algo demasiado abstracto y lejano. Entonces, además, aunque buena parte de los países más relevantes, como Estados Unidos, Reino Unido y Francia, eran democracias, sus líderes tenían un margen de acción mucho mayor que los actuales. Era un mundo más jerárquico políticamente y más homogéneo socialmente que el actual, más fragmentado y con gobiernos poco poderosos.

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