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Tribuna Internacional
Por
Nostalgia y poder
La nostalgia colectiva, no solo la generacional, sino especialmente la histórico-mítica, es uno de los sentimientos que con más fuerza ha permeado los objetivos y ejercicio del poder
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Cuando se reflexiona sobre el poder, se suele poner el foco en las características concretas del líder o gobernante, ya en sus aptitudes personales, ya en sus rasgos morales, ya en sus designios y objetivos; o, también, en las relaciones entre gobernante y gobernados: modo de elección, sometimiento o no a controles, y, en su caso, cuáles, o límites del poder. No se presta, sin embargo, suficiente atención a lo que llamaría “sentimientos ambiente”, esto es, el estado anímico de la sociedad, en la medida que esta en su conjunto, o un sector de ella, o alguna generación con más intensidad que otra, experimenta una coincidente suma de sentimientos de los individuos que la integran. Los sentimientos ambiente condicionan la práctica y ejercicio del poder tanto o más que otros elementos que integran la reflexión clásica sobre el poder. El líder que sepa entroncar con ellos comprobará cómo es llevado en volandas al poder, y cuánto más fácil es establecer una conexión carismática con los gobernados si atiende al sentimiento prevalente que se respira. A su vez, los sentimientos ambiente no surgen espontáneamente: hay circunstancias específicas que generan unos u otros; asimismo, estos pueden ser previamente atizados por líderes políticos, élites, creadores de opinión, literatos, etc. En concreto, hay tres sentimientos ambiente que inciden especialmente en el ejercicio del poder, a los que dedicaré sendos artículos: la nostalgia, el miedo y la esperanza.
La nostalgia es el anhelo de un momento feliz del pasado, a su vez teñido de una vaga sensación de tristeza, al ser imposible revivirlo. Incluso cuando la nostalgia sea de un lugar al que es factible regresar, el recuerdo de este está ligado a un tiempo que ya nunca volverá. Aunque cada persona tenga, a lo largo de los años, distintos momentos vitales cuyo recuerdo genere nostalgia, es casi universal la nostalgia por la infancia y la juventud, tiempo lleno de energía, descubrimientos, promesas y posibilidades. Precisamente por ese elemento común, se puede hablar de una nostalgia colectiva, esto es, la que experimenta una generación cuando rememora los tiempos pletóricos de la infancia y juventud, a poco que las circunstancias sociales de entonces fueran razonablemente buenas.
Junto a la nostalgia generacional colectiva, existe una nostalgia generacional mediata o vicaria, la que vivimos a partir de las experiencias que nos han transmitido las generaciones anteriores a las que hemos tenido acceso directo. Normalmente alcanza hasta la de los abuelos, y a veces la de los bisabuelos, en este caso más bien a través de relatos de los abuelos sobre sus padres. A diferencia de la anterior, el recuerdo feliz o la tristeza difusa que engendra es un ejercicio más intelectual que sentimental, y el recuerdo puede incluso merecer una valoración contraria a cómo la vivió quien la transmite. Si nos remontamos más allá en el pasado, la nostalgia colectiva es propiamente histórica, hasta fundirse con la mítica. Esta es ya un producto puramente intelectual, que sin embargo aparece envuelto en sentimientos que nos han legado las generaciones inmediatamente anteriores, en función de sus distintas actitudes hacia ese recuerdo histórico o mítico. En este sentido, se podría también hablar de esta última como una nostalgia colectiva mediata o vicaria en segundo grado.
Distintos ejemplos permitirán comprender mejor los distintos tipos de nostalgia. La generacional propiamente dicha, referida a acontecimientos vividos décadas atrás, en época de plenitud vital de las generaciones que ahora la experimentan, es muy clara en España. Mi generación y las dos anteriores vivieron en ese periodo vital la Transición. Los aciertos colectivos –mucho mayores que los errores, que también los hubo- están indisolublemente ligados a la experiencia personal de los que ahora tienen entre cincuenta y cinco y ochenta años (y más). En estos tiempos de crispación, se rememora con nostalgia el entendimiento entre fuerzas ideológicas que hasta entonces habían sido enemigas. No es casualidad que sea en este segmento de la sociedad donde se registran mayores porcentajes de apoyo a los partidos que representan grosso modo a los principales protagonistas de aquel momento, el PSOE y el PP, en tanto que heredero ideológico de la UCD. El que en España, a diferencia de otros países de nuestro entorno como Francia o Italia, el apoyo social a dos fuerzas troncales de la construcción europea, inscritas en los grupos S&D y PPE del Parlamento Europeo, siga siendo muy mayoritario tiene también que ver, creo, con esta nostalgia generacional. Los desacuerdos a nivel nacional quedan mitigados y matizados por acuerdos de las dos grandes familias respectivas a nivel europeo. Y es que la nostalgia generacional colectiva española tiene muy presente qué supuso en el imaginario de nuestro país el ingreso en 1986 en las entonces Comunidades Europeas.
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Otro tanto ocurre en un país cuya transición presencié de primera mano en mi primer destino diplomático: Sudáfrica. El 'apartheid' se había convertido en el símbolo del racismo más crudo, y muchos pensaban que su desenlace solo podría ser sangriento. Pero una generación extraordinaria de políticos, encabezada por una de las figuras más emblemáticas del siglo XX, Nelson Mandela, logró lo que parecía imposible: una transición pacífica y pactada hacia una democracia liberal. Treinta años más tarde, en las elecciones generales del pasado mayo, el Congreso Nacional Africano (ANC) perdió por primera vez la mayoría absoluta, y se enfrentó a un dilema: pactar con el EFF de Malema, escindido del ANC por la izquierda y/o con el MK del expresidente Zuma, con una base territorial en la provincia de Natal y étnica en los zulúes. O, por el contrario, hacerlo con el segundo partido en número de escaños, la Alianza Democrática, que, grosso modo –en lo que a su base electoral se refiere, no a su historia ni estructura- puede considerarse heredera del Partido Nacional del expresidente De Klerk. Se decantó por esta segunda opción –más otros partidos menores-, en parte, estoy convencido, por una cierta nostalgia generacional (además de otras consideraciones sobre lo que más convenía a su país). Quiso la fortuna que el actual presidente de Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, fuese el negociador principal del ANC de la constitución provisional de 1993, sobre cuya base se celebraron las elecciones democráticas de 1994.
No siempre la nostalgia colectiva generacional surte efectos unívocos. En los casos en que el recuerdo está dividido en experiencias radicalmente opuestas, no tiene incidencia real en el poder político del presente. Por ejemplo, el más famoso testimonio literario de la nostalgia por el fenecido Imperio austro-húngaro,
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Parte de los argumentos –intelectuales, pero también sentimentales- de quienes en España y Sudáfrica, por seguir la comparación anterior, cuestionan las respectivas transiciones y de los pactos entre fuerzas ideológicas enfrentadas, se nutren también de la nostalgia, pero de otro tipo de nostalgia, que he llamado mediata o vicaria. Los protagonistas de esta puesta en cuestión suelen ser de generaciones más jóvenes, sin experiencia directa de las negociaciones que celebraron entonces los campos enfrentados y, sobre todo, de las circunstancias en que tuvieron lugar. Es imposible revivir, varias décadas después, el miedo real a que todo se torciera y saliera mal, a que los países respectivos fueran incapaces de salir del ciclo de violencia y la falta de libertades que habían lastrado su potencial durante muchos años. Y es más fácil centrarse en los errores, a veces magnificados, para achacarles la sola responsabilidad de algunos de los fallos actuales. Aparece entonces el peso y la influencia de historias oídas de labios de familiares, tres e incluso cuatro generaciones atrás, de injusticias y cuentas pendientes de resolver. Se critican las concesiones de las generaciones pactistas, se alardea de mayor valentía para hacer lo que quedó pendiente, para defender líneas rojas que nunca se debieron haber traspasado.
Otro tipo de nostalgia colectiva, desvinculada ya de experiencia vital inmediata o de historias de familiares que transmiten experiencias personales, es la histórica propiamente dicha. A ella contribuyen los creadores de opinión de cada época: literatos, lingüistas, historiadores, religiosos, educadores, políticos y, en la medida que se hacen eco de las teorías y postulados de los anteriores, también los familiares. Un caso muy específico es el de la nostalgia por el poder perdido, palmaria en el caso del poder máximo, que en la tradición occidental es el imperial. Muchos españoles saben de memoria el soneto de Quevedo: “Miré los muros de la patria mía/ si un tiempo fuerte ya desmoronados”, transidos de nostalgia por un poder que se fue. Quevedo, que escribió este poema unas tres décadas después del cénit del Imperio español, fijado convencionalmente en la derrota de la Armada Invencible, todavía puede evocar recuerdos de infancia de un Imperio todopoderoso, con lo que la nostalgia histórica se convierte en especialmente punzante, al ser también personal y generacional. Algo parecido presenciamos en la actualidad con la nostalgia imperial que experimenta Putin al reflexionar sobre el desmoronamiento de la Unión Soviética. Pero los efectos de la nostalgia por la pérdida de poder imperial persisten en el tiempo. Por ejemplo, no se explica el Brexit sin una nostalgia inducida por la pérdida de un imperio –y de la centralidad británica en el mundo- que sucedió poco tiempo después del final de la Segunda Guerra Mundial. Incluso siglos después, transmutándose, sigue apareciendo este tipo de nostalgia como justificación o anhelo de un régimen concreto, como sucediera con los fastos imperiales pretéritos durante el régimen de Mussolini o el franquismo.
Se entronca así con una nostalgia histórica que adquiere ribetes míticos y es propia de todos los nacionalismos. El dolor por la patria perdida —y nunca desaparecida—, normalmente en la Edad Media, a veces incluso en la Edad Antigua, fue reactivado por literatos, filólogos y pensadores durante el siglo XIX. La historia se reinterpreta en función de este anhelo y se convierte en un programa político, a menudo el principal. No se entiende la historia contemporánea europea sin esta nostalgia expandida por todos los rincones. Mayor influencia política que
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Solo he mencionado algunos ejemplos de nostalgia histórico-mítica limitados al Occidente de tradición cristiana. Pero esta es igualmente poderosa en otras zonas de civilización abrahámica. El judaísmo, continuado por el cristianismo y el islam, ofreció una interpretación lineal de la historia y del tiempo, con la salvación al final del camino. La idea de progreso radica en última instancia en los sistemas religiosos en el origen de nuestras civilizaciones. Si en el curso de la historia aparece la decadencia, se busca el punto en que se tropezó y se pretenden revivir las circunstancias que imperaban en la fase de plenitud. El sionismo, cuyos orígenes intelectuales están en la Europa central de mediados del XIX, reinterpretó la historia judía trasladando el protagonismo al pueblo hebreo, cuyos representantes más excelsos se encuentran en la Biblia. No debe sorprender que una corriente del sionismo se fije como objetivo irrenunciable la soberanía de toda la tierra sobre la que reinó tres milenios antes el rey David. Asimismo, en el ámbito musulmán hay que mencionar el salafismo, surgido también el siglo XIX y que busca reproducir, en un ejercicio de nostalgia histórica, las condiciones religiosas y sociales de la época dorada del Islam, circunscrita a la vida del profeta y los cuatro califas ortodoxos.
La nostalgia colectiva, no solo la generacional, sino especialmente la histórico-mítica, es uno de los sentimientos que con más fuerza ha permeado los objetivos y ejercicio del poder. Es preciso reconocerla allí donde se dé, ser consciente de que sus efectos no son unívocos, y saber que, ante el miedo y la esperanza, los otros dos sentimientos colectivos con parecida influencia a la nostalgia en el ejercicio del poder, el primero la exacerba, mientras que solo la esperanza la logra reconducir en una dirección positiva.
*Juan González-Barba, diplomático y exsecretario de Estado para la UE (2020-21).
Cuando se reflexiona sobre el poder, se suele poner el foco en las características concretas del líder o gobernante, ya en sus aptitudes personales, ya en sus rasgos morales, ya en sus designios y objetivos; o, también, en las relaciones entre gobernante y gobernados: modo de elección, sometimiento o no a controles, y, en su caso, cuáles, o límites del poder. No se presta, sin embargo, suficiente atención a lo que llamaría “sentimientos ambiente”, esto es, el estado anímico de la sociedad, en la medida que esta en su conjunto, o un sector de ella, o alguna generación con más intensidad que otra, experimenta una coincidente suma de sentimientos de los individuos que la integran. Los sentimientos ambiente condicionan la práctica y ejercicio del poder tanto o más que otros elementos que integran la reflexión clásica sobre el poder. El líder que sepa entroncar con ellos comprobará cómo es llevado en volandas al poder, y cuánto más fácil es establecer una conexión carismática con los gobernados si atiende al sentimiento prevalente que se respira. A su vez, los sentimientos ambiente no surgen espontáneamente: hay circunstancias específicas que generan unos u otros; asimismo, estos pueden ser previamente atizados por líderes políticos, élites, creadores de opinión, literatos, etc. En concreto, hay tres sentimientos ambiente que inciden especialmente en el ejercicio del poder, a los que dedicaré sendos artículos: la nostalgia, el miedo y la esperanza.