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Sobre los políticos

Lo que en los países democráticos entendemos como políticos profesionales​ es algo reciente, y tendemos a calificar a tales más por el medio a través del cual acceden a sus funciones que por el contenido de su función

Foto: El hemiciclo del Parlamento Europeo antes de un pleno. (EFE/Olivier Hoslet)
El hemiciclo del Parlamento Europeo antes de un pleno. (EFE/Olivier Hoslet)

En breve tendrán lugar las elecciones al Parlamento Europeo. Casi cada semana tenemos noticias de la celebración de elecciones, a distintos niveles, en otros países de la Unión Europea, así como en otros países democráticos. El protagonismo corresponde a los votantes, pero, al menos en igual medida, también a los políticos. ¿Quiénes son estos últimos? La pregunta sorprende de puro obvia, pero conviene hacérsela dada la atención abrumadora que reciben en los medios de comunicación y las redes sociales, lógica, por otra parte, a la vista de la trascendencia de sus decisiones si son elegidos.

Una primera aproximación incluiría en el término a aquellos que aspiran a un mandato representativo previa afiliación a un partido y/o ocupan cargos directivos en un partido político. Enseguida se ve que es insuficiente: en las listas electorales de tal o cual partido figuran a veces independientes. Más aún, alguna vez son nombradas a altos cargos institucionales personas que no pertenecen a ningún partido político y no se han presentado nunca a unas elecciones como miembros de gobiernos nacionales, regionales o municipales, en el marco de gobiernos técnicos. ¿Se convierten solo por ello en políticos, aunque su paso por la política sea efímero y, al cabo, regresen a sus actividades previas? Quizá se podría acotar mejor la respuesta si lo que buscamos es la definición de políticos profesionales. Así y todo, la respuesta sigue sin ser del todo satisfactoria. En los regímenes no democráticos, sin elecciones o con elecciones que no pueden calificarse de libres e imparciales, sigue habiendo políticos, por mucho que carezcan de la legitimidad democrática. En algunos casos, de entre estos últimos, su legitimidad es religiosa, si bien en la mayoría se sustenta en la fuerza, que suele también ser necesaria para apuntalar la legitimidad religiosa del gobernante en un régimen teocrático.

A nuestra sensibilidad democrática y secular choca que al militar o miembro de las fuerzas de seguridad o al líder religioso podamos considerarlo como un político. En el siglo pasado, hemos conocido casos en países democráticos en que militares de profesión se convirtieron en brillantes políticos tras haber ganado elecciones, véanse los ejemplos de Eisenhower y De Gaulle, y, de modo excepcional, también líderes religiosos se convirtieron en políticos, así Makarios III, arzobispo de la Iglesia Ortodoxa chipriota que llegó a ser el primer presidente de Chipre. Pero estos casos, que vemos como una anomalía, fueron la regla durante la mayor parte de la historia de la Humanidad. Lo habitual era que el poder político estuviera ligado al poder militar, o al religioso, o a ambos, y desde luego incluía entre sus funciones la judicial, de cuyo desempeño se priva a los políticos en las democracias actuales, salvo algunos restos testimoniales, como, por ejemplo, la concesión de indultos.

Resulta así que lo que en los países democráticos entendemos como políticos profesionales es algo reciente, y tendemos a calificar a tales más por el medio a través del cual acceden a sus funciones que por el contenido de su función. Esta no es otra que representar, guiar e incluso inspirar a comunidades humanas por un periodo de tiempo, definición suficientemente amplia como para admitir modulaciones según el objetivo final. Sucede, por otra parte, que, aún hoy, las democracias no han logrado separar satisfactoriamente dos de las principales formas de poder social: el político que deriva de la victoria en las elecciones y el económico que trae su origen del dinero. En no pocas ocasiones, el poder político termina siendo el vehículo para que quien lo ejerce se enriquezca, y hablamos entonces de corrupción si ello ha sucedido por medios ilícitos, pero también ocurre, si bien con menos frecuencia, que quienes se han enriquecido previamente se prevalgan de sus recursos para facilitar su victoria electoral, siendo Silvio Berlusconi el ejemplo más conocido en la Europa contemporánea. El hecho de que se abuse del poder político, buscando el beneficio propio o el de familiares y amigos, con un mayor o menor grado de violencia, no es óbice para seguir considerando como políticos a los titulares de las magistraturas públicas –reyes, presidentes, ministros, gobernadores, prefectos, duques y un largo etcétera- que llevaban aparejadas poder sobre las personas a lo largo de la historia.

Foto: Alberto Garzón. (EFE/Kiko Huesca) Opinión
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Hablamos entonces de una desviación del poder político, lo que nos da pistas de la singularidad del oficio de político: quizá no haya otra profesión cuyo desempeño se juzgue principalmente a partir de unas expectativas; en otras palabras, según el ideal de político. Este ideal ha ido variando en el tiempo y según las culturas. Para el judaísmo antiguo, la sabiduría del rey Salomón era el mayor atributo del gobernante. Del gobernante musulmán medieval se esperaba ante todo justicia, y la literatura popular está poblada de historias de califas y walis que se disfrazaban para comprobar el trato que dispensaban sus agentes al pueblo llano. En la Europa moderna se consagró el ideal de político que caracterizó Maquiavelo en ' El Príncipe': el Estado se antepone a cualquier otra consideración, y el gobernante puede y debe recurrir al amago, a la astucia, incluso al engaño, porque el fin justifica los medios. Hemos de entender el contexto en que Maquiavelo elaboró su ideal político: una Italia dividida en pequeñas repúblicas y monarquías continuamente enfrentadas, al albur de los intereses de otros Estados más poderosos. Nos encontramos en el arranque de la Edad moderna, en que surgen Estados suficientemente centralizados y fuertes como para terminar reemplazando al Imperio como fuente de poder. En este universo hobbesiano, el débil era engullido por el más fuerte, y la suprema virtud era la que aseguraba, por este orden, la supervivencia y la estabilidad. Es un ideal de político que aún pervive, sobre todo en los países no democráticos, aunque siga aún fascinando de cuando en cuando en las democracias, singularmente en los movimientos de inspiración populista.

En la edad contemporánea europea, que conoce un paralelo proceso de construcción nacional y democratización a través de la aparición de los partidos políticos y las elecciones, cuyo censo se amplía paulatinamente hasta hacerse universal, surge un nuevo prototipo de político. A mi juicio, su descripción más acabada fue elaborada por Ortega en uno de sus mejores ensayos, ' Mirabeau o el político'. Ortega proponía una definición más integral de la política: “Una idea clara de lo que se debe hacer desde el Estado en una nación”. En otras palabras, “cómo organizar el Estado para que la nación se perfeccione”. Cuando publicó el libro (1927), aún no existía la Unión Europea. Me atrevería a decir que no le hubiera contrariado a nuestro pensador añadir “y cómo articular iniciativas e instituciones para seguir construyendo el proyecto europeo”. A fin de cuentas, para los Estados miembros de la UE, una Unión Europea en forma es fuente de perfeccionamiento de los Estados nacionales que la integran. Para completar también por abajo la definición orteguiana, debería añadirse que a dicha organización estatal contribuyen también ayuntamientos, diputaciones provinciales y comunidades autónomas en el ámbito de sus respectivas competencias.

Foto: Una urna, en una imagen de archivo. (EFE) Opinión
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Quien, como político, se pone al frente de un poder municipal, regional, estatal o europeo, ha de ser, según Ortega, un hombre de acción, aunque la política requiere de un tipo especial de impulsividad, ya que “postula la unidad de los contrarios”: “Hace falta, a la vez un impulso y un freno, una fuerza de aceleración, de cambio social, y una fuerza de contención que impida la vertiginosidad. Ortega afirmaba que “el revolucionario es lo inverso de un político”, y esto es así “porque al actuar obtiene lo contrario de lo que se propone”, “ya que toda revolución provoca una contrarrevolución”. De esta manera, “el gran político es el que se anticipa a este resultado y hace a la vez, por sí mismo, la revolución y la contrarrevolución”. En la época de Mirabeau, “la revolución era la Asamblea, que dominaba. Necesitaba también dominar la contrarrevolución. Necesitaba al Rey”. En aquel estadio histórico “no había más que una posibilidad seria: la monarquía constitucional. Mirabeau fue el único que vio esto”.

Dada la complejidad de las dinámicas de fuerzas -un cambio presente y una reacción al cambio en potencia, de la que se desconoce su intensidad y fecha de aparición-, el gran político no puede, por tanto, ser solo hombre de acción, porque “en el progreso de los tiempos la sociedad se complica y los políticos necesitan cada vez ser más intelectuales”. De ahí que la “inverosimilitud de que en un hombre (o mujer) coincidan ambas dotes opuestas va creciendo progresivamente”.

La transformación que experimentaba la sociedad francesa en tiempos de Mirabeau era similiar a la que atravesaba España y el resto de Europa en la fecha que Ortega publicó su libro, en pleno periodo de entreguerras. Las circunstancias actuales de cambio vertiginoso no son muy diferentes: a la transición ecológica y tecnológica se suman, al menos en Occidente, un profundo cambio en las relaciones entre sexos y la aparición de un mundo multipolar en que, por primera vez desde hace medio milenio, Occidente ha dejado de tener la voz cantante. No es de extrañar que se anhele el prototipo de político con la suficiente clarividencia como para conducir la comunidad humana bajo su dirección sin que esta descarrile ante la magnitud de los cambios. Quizá ello explique por qué, casi sin excepciones, la puntuación media que obtienen los políticos en las democracias contemporáneas apenas roce el aprobado: el ideal sobre cuya base son juzgados es casi inalcanzable.

Foto: Jordi Pujol y Carles Puigdemont en una charla en Barcelona. (EFE) Opinión
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Las democracias tenemos, así lo creo, una ventaja marginal sobre países no democráticos en la selección de políticos a la altura de los inmensos retos del mundo actual. Su ventaja es, sin embargo, incomparable a la hora de reemplazar de manera periódica, incruenta y no disruptiva a los políticos que, una y otra vez, quedan muy por debajo del ideal, a fin de volver a probar fortuna. Desde este punto de vista, podría definirse a la democracia como el mejor procedimiento posible para la satisfactoria gestión de la decepción que experimenta de modo recurrente la comunidad de gobernados con sus gobernantes.

*Juan González-Barba, diplomático y exsecretario de Estado para la UE (2020-21).

En breve tendrán lugar las elecciones al Parlamento Europeo. Casi cada semana tenemos noticias de la celebración de elecciones, a distintos niveles, en otros países de la Unión Europea, así como en otros países democráticos. El protagonismo corresponde a los votantes, pero, al menos en igual medida, también a los políticos. ¿Quiénes son estos últimos? La pregunta sorprende de puro obvia, pero conviene hacérsela dada la atención abrumadora que reciben en los medios de comunicación y las redes sociales, lógica, por otra parte, a la vista de la trascendencia de sus decisiones si son elegidos.

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