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Juan González-Barba Pera

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Miedo y poder

El miedo es atizado, combatido, justificado o magnificado por los líderes políticos y gobernantes para acceder o mantenerse en el poder

Foto: Imagen: Pixabay/Nick Magwood.
Imagen: Pixabay/Nick Magwood.

Si la nostalgia como "sentimiento ambiente" influye en el poder político, tanta o mayor es la influencia del miedo. No me refiero aquí al miedo como instrumento y medio del poder, pues a lo largo de la historia ha sido uno de los recursos preferidos de los gobernantes para sustentar su dominio, especialmente en sistemas no democráticos, sino al miedo que “flota en el ambiente”, y que es atizado, combatido, justificado o magnificado por los líderes políticos y gobernantes para acceder o mantenerse en el poder –y, también, cuando escapa a su control la gestión del miedo, para perderlo-. Se nos repite que los occidentales nos hemos instalado en un miedo difuso, lo que está en la raíz de opciones políticas cada vez más radicales para hacerle frente.

La RAE define el miedo, en su primera acepción, como “angustia por un riesgo o daño real o imaginario”, lo que da una primera pista de la distinta naturaleza que tiene, según que el riesgo o daño sea real o no. No es lo mismo que se perciba con miedo el irredentismo expansionista ruso, a la vista de la agresión de Ucrania, o los efectos del cambio climático, sobre el que existe consenso científico generalizado, a que se perciba con angustia un supuesto designio de acabar con el Occidente de raíz cristiana como postula la llamada teoría del gran reemplazo, una más de las distintas teorías conspiratorias que circulan. El miedo por un riesgo o daño real hay que tomarlo muy en serio porque, así en la vida social como personal, nos pone en alerta para mejor protegernos. El miedo por un riesgo o daño imaginario hay que tomarlo igualmente en serio, pero las medidas de protección consisten en este caso en desmontar con argumentos veraces lo infundado de la amenaza.

No tendría sentido pretender acabar con el miedo en la sociedad, pero sí ponerlo en su justa perspectiva histórica. El miedo ha formado parte intrínseca de la historia del hombre, especialmente desde que tuvo conciencia de su muerte futura e inexorable, y supo identificar las señales que la anunciaban, como el dolor, la enfermedad u otras circunstancias de riesgo. Las epidemias se convirtieron en uno de los sucesos que más temor infundían. También los desastres naturales, como terremotos, erupciones volcánicas, incendios o inundaciones, especialmente en las regiones donde eran frecuentes. Pero, quizá, fueron los episodios recurrentes de violencia a gran escala –guerras, saqueos, expediciones de castigo, revueltas- los que más pavor generaban.

Las distintas religiones fueron surgiendo, entre otras razones, para gestionar los miedos en las sociedades y, así, además de ritos específicos con ocasión de la muerte, se desarrolló una panoplia de ritos, remedios y advocaciones para prevenir a los fieles de daños producidos por fenómenos de riesgo y violencia, física o natural. En Occidente, a medida que avanzaba la secularización, la ciencia fue ocupando el lugar de la religión en lo que se refería a la mitigación del miedo. Y los avances han sido incuestionables en este punto, extensibles al resto del mundo gracias a la expansión occidental y, más recientemente, a la globalización: compárese la perturbación –grande, pero limitada en el tiempo y los efectos- que ha supuesto la epidemia de covid con lo que significó la peste negra del siglo XIV, o los estragos de catástrofes en siglos anteriores con la contención de daños a que han contribuido la prevención y la cooperación internacional existentes hoy día.

Foto: Foto: iStock.

En la parte negativa del balance hay que consignar la violencia provocada por el hombre: el progreso científico en este punto se ha traducido en armamento mucho más mortífero sin que se hayan desarrollado de forma paralela instituciones y procedimientos que permitan encauzar y resolver todos los conflictos de forma negociada: la destrucción causada por las dos Guerras Mundiales no tiene parangón histórico, ni tampoco el que en el presente se registren casi sesenta millones de desplazados forzosos en el mundo. El miedo al aniquilamiento de la humanidad por armas de destrucción masiva, muy presente durante la Guerra Fría, vuelve a agudizarse ante la proliferación de conflictos armados –uno de ellos protagonizado por un miembro permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, precisamente el organismo encargado de mantener la paz en el mundo, y que ha amagado con la eventual utilización de su arsenal nuclear-, o la aparición de un tipo de terrorismo fundamentalista que estaría dispuesto a destruir el mundo, de estar a su alcance los medios para hacerlo, con tal de “purificarlo”.

A lo largo de la historia, uno de los principales problemas que genera el miedo ambiente es que el poder político tiende a sobreactuar en la respuesta, ya que lo visceral prevalece sobre lo racional: el miedo cerval es una imagen apropiada no solo para las personas, sino también para las sociedades y comunidades políticas. Dos ejemplos de manual nos ilustran sobre las consecuencias catastróficas que pueden tener decisiones políticas dictadas desde el miedo cerval, cuyos efectos transformaron Europa y, con ella, al mundo.

Foto: Voluntario ucraniano entrena en la Operación Interflex en Reino Unido. (Fuerzas Armadas de Ucrania/Yrina Rybakova)

Se puede interpretar la historia del Imperio austro-húngaro desde el Ausgleich de 1867 hasta su desintegración en 1918 como la incapacidad de gestionar el miedo generado por el peligro eslavo. El nacionalismo checo, y siguiendo su ejemplo, el resto de pueblos eslavos integrados en el Imperio, buscaba una mayor autonomía hacia un compromiso inspirado en el acuerdo al que llegaron austriacos alemanes y húngaros en 1867, pero el inmovilismo de austriacos y, sobre todo, de húngaros, impidió una solución que hubiera necesitado concesiones de todas las partes. Pero la cosa no quedó ahí: la decisión de administrar de facto Bosnia-Herzegovina en 1878 y su anexión formal en 1908 eran contradictorias con la percepción de que austriacos alemanes y húngaros acabarían ahogados frente al número de eslavos que poblaban el Imperio, sin que pareciera tener sentido aumentar su número con la incorporación de los eslavos de Bosnia. Pero es que el miedo al peligro eslavo desbordó sus fronteras, y se instaló la idea de que, si no se frenaba el expansionismo serbio, apoyado por Rusia, y se frustraban sus designios irrendentistas hacia Bosnia, el ejemplo provocaría la efervescencia incontrolada de los propios eslavos en el Imperio. El resultado fue que la espoleta que activó la Primera Guerra Mundial y, tras ella, el fin del Imperio austro-húngaro, se situó en Sarajevo, donde el archiduque Francisco Fernando fue asesinado el 28 de junio por el nacionalista serbio Gavrilo Princip.

Otro ejemplo de mala gestión del miedo ambiente con una sobrerreacción de fatales consecuencias nos lo ofrece la Francia del periodo de entreguerras. La derrota frente a Prusia en 1871 con la consiguiente pérdida de Alsacia-Lorena y la dureza y destrucción acaecidas en el frente franco-alemán durante la Primera Guerra Mundial llevaron a Francia a mantener la postura más extrema de todos los aliados en las conversaciones de paz con la temida Alemania, desde la cuantía exigible como indemnizaciones de guerra hasta la inflexibilidad en la aplicación del principio de autodeterminación a, por lo menos, algún territorio poblado mayoritariamente por alemanes al otro lado de sus fronteras. La hiperinflación de 1923 y el irredentismo alemán a flor de piel, en parte originados por las condiciones leoninas de la paz, allanaron el camino a Hitler pocos años después.

La hiperinflación alemana de 1923 permite señalar una de las causas de la aparición del miedo ambiente que es, en principio, paradójica: el empobrecimiento lo activa a mayor velocidad que la pobreza. La historia está salpicada de revueltas campesinas y, desde el comienzo de la Revolución industrial, de protestas y huelgas de trabajadores por condiciones de vida y de trabajo inaceptables, pero normalmente se requería un tiempo hasta que el descontento larvado llegaba a un punto de ebullición en que las tensiones estallaban, a menudo con violencia. El empobrecimiento súbito que generan las grandes crisis económicas en todas las capas sociales, especialmente entre las medias, con unos recursos suficientes que se evaporan de la noche al día, provocan con gran rapidez olas de miedo con impacto inmediato en el poder político.

Foto: Un mural de las calles de Barcelona recuerda a los migrantes. (Europa Press/David Zorrakino) Opinión

Para concluir este artículo, querría suscitar un tema de enorme actualidad cuya mera evocación provoca miedo en el mundo desarrollado. Me refiero a la inmigración ilegal –aunque, en su exageración, a veces el miedo entronca con la migración a secas, legal e ilegal, en el contexto de la teoría ya mencionada del gran reemplazo-. El asunto reviste una complejidad enorme y, con razón, su gestión genera enorme preocupación en amplios sectores de la opinión pública. Los políticos y creadores de opinión deberían, a la vista de los efectos contraproducentes de una mala gestión del miedo, cuidar ciertos límites. En primer lugar, no exagerar el peligro ni, por tanto, el miedo generado (me refiero exclusivamente a la migración ilegal, claro está): equipararla a invasiones pretéritas es un despropósito histórico e intelectual; baste leer las crónicas de los contemporáneos que dejaron testimonio de la destrucción que acarrearon hunos y mongoles, por poner dos ejemplos, para criticar cualquier comparación de esta guisa. En segundo lugar, evitar lanzar propuestas impracticables o ineficaces para la lucha contra la inmigración ilegal. Los que se han ocupado profesionalmente de este asunto (en mi caso, durante la presidencia española de la UE de 2002, presidí el Grupo de Alto Nivel de Asilo y Migración de la UE) saben que el único enfoque realista estriba en mejorar la efectividad de las medidas ya identificadas: incremento de la cooperación con los países de origen y tránsito; mayor celeridad en la determinación de las personas con derecho a protección internacional; mayor eficacia y rapidez en los retornos, etc., todo ello, para los países UE, en el contexto de una correcta aplicación del nuevo Pacto de Migración y Asilo, que se prevé que entre en vigor para 2026.

La nostalgia ambiente puede, según los casos, generar efectos políticos positivos o negativos. El miedo, si está sobredimensionado y da lugar a reacciones impulsivas, suele tener efectos contraproducentes. Frente a ellos –o combinada con ellos- la esperanza se convierte en el mejor espejo en que pueda reflejarse el poder. Ocurre que es un sentimiento delicado, que solo surge en determinadas circunstancias, sobrevenidas o buscadas, y que con gran facilidad el espejo puede hacerse añicos. A ella dedicaré el tercer y último artículo de esta serie.

*Juan González-Barba, diplomático y exsecretario de Estado para la UE (2020-21).

Si la nostalgia como "sentimiento ambiente" influye en el poder político, tanta o mayor es la influencia del miedo. No me refiero aquí al miedo como instrumento y medio del poder, pues a lo largo de la historia ha sido uno de los recursos preferidos de los gobernantes para sustentar su dominio, especialmente en sistemas no democráticos, sino al miedo que “flota en el ambiente”, y que es atizado, combatido, justificado o magnificado por los líderes políticos y gobernantes para acceder o mantenerse en el poder –y, también, cuando escapa a su control la gestión del miedo, para perderlo-. Se nos repite que los occidentales nos hemos instalado en un miedo difuso, lo que está en la raíz de opciones políticas cada vez más radicales para hacerle frente.

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