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Una doctrina domina ahora la política: "La estrategia del hombre loco"
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Ramón González Férriz

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Una doctrina domina ahora la política: "La estrategia del hombre loco"

Hasta hace poco, los estadistas previsibles y la estabilidad eran valores preciados. Eso ha cambiado: medran los políticos impredecibles que generan ansiedad afirmando que todo es posible, incluso lo más radical

Foto: El presidente de EEUU, Donald Trump. (Reuters/Evelyn Hockstein)
El presidente de EEUU, Donald Trump. (Reuters/Evelyn Hockstein)
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Durante las últimas décadas, la mayoría de los estadistas occidentales han construido sus carreras sobre un rasgo de carácter: ser previsibles. Ha sido una era en la que se sacralizaba la estabilidad, de modo que los presidentes, los ministros y los altos funcionarios que querían parecer serios y eficaces se mostraban predecibles. Casi todo el mundo sabía cuáles eran sus ideas y, más o menos, en qué consistirían sus siguientes pasos. Se informaban bien, eran metódicos y hacían planes junto a un equipo de asesores y expertos. Su mayor mérito consistía en que sus decisiones eran coherentes.

Esa era ha terminado. Acabamos de entrar en una nueva basada en una vieja noción política que creíamos que había sido desterrada de las naciones occidentales: la estrategia del hombre loco.

En los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Nicolás Maquiavelo escribió: “Es muy sabio simular por algún tiempo la locura”. Es poco probable que Richard Nixon lo hubiera leído, pero lo llevó a la práctica en sus tácticas políticas. Se sabe, por ejemplo, que pidió a sus representantes en las negociaciones de paz con los vietnamitas que transmitieran a estos que su jefe estaba loco, que tendía a hacer cosas imprevisibles y que no podía descartarse en él ninguna reacción, ni siquiera la de lanzar armas nucleares. ¿Era cierto que Nixon estaba dispuesto a hacer algo así? Seguramente, no. Pero el objetivo era atemorizar al contrincante, que tenía que prepararse para todas las eventualidades posibles, incluso las más disparatadas, y temer siempre lo peor. Los teóricos posteriores lo llamaron “la estrategia del hombre loco”. En Oriente Medio, a veces, se la llama de manera aún más gráfica: la “estrategia del perro loco”.

La locura como método

Hoy, la política internacional vuelve a estar dominada por líderes que basan su poder en la imprevisibilidad de sus decisiones. El más llamativo es, por supuesto, Donald Trump. Inunda los medios con docenas de temas imprevistoscomo la anexión de Canadá—, anuncia medidas esperables —como los aranceles— pero las retira de manera inmediata. Le quita la ayuda militar y de inteligencia a Ucrania, pero se la devuelve al cabo de unos pocos días. Hace afirmaciones completamente inesperadas —como que determinados decretos de Joe Biden no tienen validez porque los firmó una máquina— y luego se va a jugar al golf.

Foto: La ministra de Defensa, Margarita Robles. (EFE/Sergio Pérez)

Para Trump, un hombre formado en los viejos trucos de la comunicación y el poder de los reality shows, es una manera de tener a todo el mundo pendiente de él, pero también de generar exasperación en sus adversarios. ¿Debe la primera ministra danesa prepararse para una invasión de Groenlandia? ¿Deben pensar los líderes iraníes que quiere un trato nuclear, como sugirió en una carta que les mandó la semana pasada, o que quiere bombardearles, como sugirió anteayer? Las principales empresas industriales estadounidenses no están tan molestas por las políticas arancelarias de Trump como por el hecho de que sea imposible saber en qué consistirán mañana o dentro de seis meses. Es su táctica para tenerles sometidos y que le hagan la pelota.

Pero Trump no es el único caso. Benjamin Netanyahu promovió una tregua con Hamás tras un año y medio de guerra y 40.000 palestinos muertos, pero anteayer bombardeó de nuevo Gaza. Para un hombre que finge la locura, como recomendaba Maquiavelo, lo importante es que su palabra no sea fiable. Una firma en un papel, para él, no significa nada.

Foto: Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel, en febrero de 2025. (EUROPA PRESS)

Y en eso el maestro es Vladímir Putin. El presidente de Rusia tiene una extraordinaria capacidad no solo para sostener dos cosas distintas en momentos diferentes, sino para argumentar dos cosas contradictorias al mismo tiempo. Rusia no invadió Crimea en 2014, pero Crimea debía formar parte de Rusia. Rusia no pretendía invadir Ucrania ni esa decisión implicaba una guerra, pero Ucrania no tenía derecho a existir y el ejército ruso estaba en Ucrania. Rusia no comete muchas de las acciones malignas de las que le acusa Occidente, pero tiene derecho a cometerlas porque Occidente también las comete. Anteayer aceptó un alto el fuego con Ucrania. Ayer, la bombardeó. Hoy puede anunciar que no la bombardeó. Mañana, que merecía ser bombardeada.

Hoy estamos pendientes de Trump y asombrados por sus tácticas, pero el problema, como se vio en la negociación de alto el fuego en Ucrania y su inmediata revocación, es que Putin es mucho más hábil que él en este juego, porque es el que ha vertebrado la política rusa desde los tiempos de los zares, pasando por la mayoría de gobernantes comunistas, y hasta hoy. En ese sentido, Putin está mucho más “loco”, y su Estado tiene mucho más asumido el método de la locura, que Trump y Estados Unidos.

Es evidente que la estrategia del hombre loco hace que el mundo sea más imprevisible y peligroso. Especialmente, para Europa, donde seguimos prefiriendo los estadistas previsibles, aunque en el pasado hayan sido radicales —como Giorgia Meloni—, sean trileros —como Pedro Sánchez— o un poco megalómanos —como Emmanuel Macron—. Los “hombres locos” medran en las situaciones que a los demás nos ponen de los nervios, y por eso tienden a generarlas y a ganar en ellas. ¿A qué precio? Malo para ellos si se topan con alguien aún más loco. Y malo en general para todos los demás.

Durante las últimas décadas, la mayoría de los estadistas occidentales han construido sus carreras sobre un rasgo de carácter: ser previsibles. Ha sido una era en la que se sacralizaba la estabilidad, de modo que los presidentes, los ministros y los altos funcionarios que querían parecer serios y eficaces se mostraban predecibles. Casi todo el mundo sabía cuáles eran sus ideas y, más o menos, en qué consistirían sus siguientes pasos. Se informaban bien, eran metódicos y hacían planes junto a un equipo de asesores y expertos. Su mayor mérito consistía en que sus decisiones eran coherentes.

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