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Lo que Cataluña podría aprender de la sequía si escuchase a los murcianos
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Juan Soto Ivars

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Lo que Cataluña podría aprender de la sequía si escuchase a los murcianos

Una tierra marcada por la sequía solo admite sobre sí habitantes que sepan que el agua es más valiosa que la lengua y la cultura

Foto: Pantano de Sau (Barcelona). (EFE/Siu Wu)
Pantano de Sau (Barcelona). (EFE/Siu Wu)
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Se habla de pronto en Barcelona de combatir la sequía, pero la sequía no se combate, la sequía se habita. Se vive en ella como en una casa pobre y sé de lo que hablo: en toda mi infancia no conocí otra cosa que sequías y eduqué los ojos para que las arideces marcianas que separan Águilas del resto del planeta me parecieran hermosas. Hoy veo en esos riscos de cartón mucha belleza y la gente que no ha vivido sin lluvia no me entiende. Cuando vas por un cerro de esos y ves un árbol, te pasa como al marino que ve una isla y grita "¡tierra!".

Pienso que con el agua ha pasado en Cataluña lo mismo que con el procés: aquí los problemas te atropellan porque conducen mirando la propaganda. También pasará esto, sospecho, con los pinares el verano próximo: ya se convierten en yescas sin que nadie vaya a limpiar las ramas tiradas por el suelo entre la pinocha, todo de color gris ceniza. Lo digo porque en toda Cataluña hay muchas plazas del "1 de octubre" pero solo dos desaladoras. Ni una vez sale la palabra agua en los pactos de Junts con el PSOE. En Waterloo llueve más, eso es cierto.

Si la tremenda falta de precipitación de los últimos dos años en Cataluña no es una fase y tiene que ver con el cambio climático, lo único que pueden hacer los catalanes es mirarse en el espejo de los murcianos y obligar a sus líderes a instaurar la educación hídrica. Haría bien esa consellera de Educación desorientada en contratar murcianos para llevarlos a adoctrinar a los niños a las escuelas igual que los ponían a trabajar en los túneles del metro hace cien años. Una tierra marcada por la sequía solo admite sobre sí habitantes que sepan que el agua es más valiosa que la lengua y la cultura.

Yo de niño nunca había visto el musgo ni las ranas. Los murcianos tenemos con los estanques la misma relación que un hombre feo con las mujeres guapas o un perro con las salchichas. En los noventa, hubo épocas en las que no salía agua por el grifo de mi casa durante todo el día. Mi madre llenaba garrafas por la noche para cocinar, y Lajarín, mi profesor de sociales, nos retaba a ducharnos con una botella de litro y medio: un cuarto para mojarte, tres para aclarar el jabón y punto extra en la evaluación del trimestre para el que jurase que le había sobrado.

Foto: Un millar de tractores participan en marchas convocadas en Lleida y Vic. (EFE/Óscar Cabrerizo)

Nos adoctrinaban en la escuela con el ahorro de agua con tanto énfasis como niegan el español en los colegios de Cataluña. Una vez al año celebrábamos el día del agua como los alumnos de otras regiones celebran el día de los derechos humanos o de los mártires de 1714. Nos vestíamos con camisetas azules para formar una gota en la pista de fútbol y hacíamos obras de teatro en las que nos evaporábamos y llovíamos al suelo desde nubes grises de cartulina.

Esta educación de beduinos forja neuróticos del grifo. Me di cuenta de que yo era uno cuando empecé a convivir en Madrid y Barcelona con gente educada en otros sistemas educativos autonómicos: me ponía furioso si los compañeros de piso abrían el grifo del baño y, sin cerrarlo, se iban al cuarto a recoger una toalla olvidada, y ver fregar los platos a un asturiano era una prueba de estrés para mis nervios y mi paciencia.

Foto: Vista actual del embalse de Sau, en Barcelona, prácticamente vacío de agua. (Jose Luis Gallego)

De hecho, para distinguir a un murciano de cualquier otro habitante de España solo tienes que poner el oído en la puerta del baño cuando esté aseándose: el chorro del grifo suena corto y se interrumpe, mientras que el del resto de la gente es constante y alegre. También puedes levantar la tapa de la cisterna y descubrirás que el murciano, con frecuencia, ha metido dentro del depósito una botella de medio litro de agua para ahorrarle ese pico a cada descarga.

Una vez vi a la gente de mi pueblo arracimada mirando el suelo de la calle. Las caras compungidas me hacían pensar que yacía en el asfalto una niña atropellada, pero no era más que un chorro imparable de agua que salía de una tubería rota. Quiero decir con esto que al murciano le duele más la pérdida del agua que la del patrimonio y que la sequía no tiene por qué ser una causa de muerte sino una forma de vida. Obliga a adaptarse y luchar, en todo caso, contra la gestión deficiente de los recursos y el despilfarro.

Sin parar se nos dice que España será un país todavía más seco y caluroso. No confío en que comprarme un híbrido o pagar más impuestos sea una solución mientras los chinos y los indios queman combustible fósil, así que en los mensajes sobre el calentamiento siempre echo de menos eso mismo: ¿por qué perdemos tanto tiempo en predicciones apocalípticas cuando lo que deberían decirnos es cómo sobrevivir en un mundo como el que viene?

Foto: Un hombre bebe de la Fuente de Canaletas, en las Ramblas de Barcelona. (EFE/Toni Albir)

En España no han faltado nunca las sequías ni la gente que cavila soluciones. Por eso fuimos capaces de imaginar una estrategia de supervivencia para el futuro. Se llamó “plan hidrológico nacional” y se proponía unir todas las cuencas fluviales con trasvases, pantanos y embalses para que el agua pudiera gestionarse en el país como un bien común. Aunque aquel plan tenía puntos oscuros relacionados con la evaporación y los hábitats naturales, fue la oposición de los pueblerinos lo que tumbó un proyecto que hubiera evitado hoy a Cataluña tener que mendigar barcos cisterna diésel repletos de agua.

Si las predicciones climáticas son solo un poco acertadas, ya estamos perdiendo el tiempo para que España afronte la sequía del futuro con inteligencia. Todo lo demás es ponerse a bailar para que llueva.

Se habla de pronto en Barcelona de combatir la sequía, pero la sequía no se combate, la sequía se habita. Se vive en ella como en una casa pobre y sé de lo que hablo: en toda mi infancia no conocí otra cosa que sequías y eduqué los ojos para que las arideces marcianas que separan Águilas del resto del planeta me parecieran hermosas. Hoy veo en esos riscos de cartón mucha belleza y la gente que no ha vivido sin lluvia no me entiende. Cuando vas por un cerro de esos y ves un árbol, te pasa como al marino que ve una isla y grita "¡tierra!".

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