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Madrid se viene abajo: vivir en el cuarto de las fregonas
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Alberto Olmos

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Madrid se viene abajo: vivir en el cuarto de las fregonas

La capital lamina el pequeño comercio y revoluciona las plantas bajas de los edificios

Foto: Un bajo en Carabanchel transformado en vivienda. (Alberto Olmos)
Un bajo en Carabanchel transformado en vivienda. (Alberto Olmos)

Para hacer un poco de periodismo, me fui a dar una vuelta a la manzana. Enseguida noté que había mucho periodismo que hacer. Era un periodismo de fantasmas y frutas, de vida rasante y promisoria, que subrayaba a pie de acera el barrio de Carabanchel. Cada diez metros, una vivienda nueva se ofrecía al peatón, toda blanca, con barrotes blancos, con la puerta blanca y el número reluciente clavado en ella. Antes, ahí había una peluquería.

En media hora de periodismo (aunque todo esto lo había ido viendo yo durante meses), conté como poco veinte transformaciones, de peluquería a casa, de frutería a casa, de carnicería, mercería, locutorio o ferretería a casa baja como de pueblo primitivo. Está Madrid viniéndose abajo, buscando monedas por el suelo; buscando dónde meter a la gente.

Y a la gente la hemos metido donde la fruta, las galletas y las fregonas. Madrid ha descubierto el gran y plural cuarto de atrás de los edificios, el inmenso hueco de una escalera. Ahí van a acabar haciendo su rutina las familias.

Es como poner al niño que nos sobra a dormir en el sofá del salón. Son apaños de gente que no ha calculado bien la vida.

Foto: Alba en la puerta de su casa, un antiguo almacén.

Madrid, por arriba tan ufana, de rascacielos y gin-tonics en azotea, está inventando sin saberlo la silla en la puerta de la casa, las cortinas de cuentas y el cotilleo cosiendo. Si pones a la gente a vivir a pie de calle, muy pronto se llenarán las aceras de cultura. Es la cultura olvidada de la silla de enea o de camping para mirar pasar a la gente, y la puerta que no se cierra con llave y los niños llamados a comer. Nos quejábamos del aislamiento emocional de los PAUs, y ahora estas casas rasantes van a llenar las calles de emociones aldeanas. La gente tendrá que saludarse como si se conociera, porque estarán las aceras llenas de señoras soberanas, que no dejan pasar. “La puerta de mi casa es mía con la acera y todo, que para eso la friego”, dirán.

Este aluvión de bajos residenciales es de las metamorfosis urbanísticas más impresionantes que yo he visto en mis tres décadas residiendo en Madrid. Es la vuelta de parte del pasado para arrasar el presente y destruir por completo otra parte del pasado. La parte pretérita destruida es la tiendecita, el bar cutre, el establecimiento donde venden microondas. La parte recuperada es esa vida donde ves la tele y alguien por la ventana te ve ver la tele.

placeholder Un local comercial de Carabanchel, convertido en vivienda. (Alberto Olmos)
Un local comercial de Carabanchel, convertido en vivienda. (Alberto Olmos)

En las ciudades no se vivía abajo porque sobraba sitio hacia arriba, y porque roban, y por eso estas casas parecen furgones blindados, con todos los barrotes alineados para que, encerrada, una familia se sienta humana.

Por lo que sea, son casi todas blancas, con idénticas puertas acanaladas e idénticas ventanas de vidrio polarizado, como franquicias de una triunfal cadena de pescado congelado.

La decisión de arrebañar Madrid hasta su último rincón, hasta su más recóndita rebotica, trastienda o cuarto de las fregonas, la han tomado todos juntos varios miles de personas. Algún amigo ha venido en efecto por el barrio buscando un bajo que transformar en vivienda. También hay dueños de comercios cerrados durante años que, de pronto, han visto la manera de liquidar esa propiedad. Luego están los avispados inversores profesionales, que compran bajos como gominolas, y los ponen de alquiler para los turistas, aprovechando que en Carabanchel no hay nada que ver.

Foto: Local cerrado en el barrio de Salamanca (Madrid). (EC)

El que no pone a gente a vivir donde antes vendía destornilladores o naranjas es porque no quiere. Los bajos que quedan sin transformar sufren el acoso de los abogados y de las constructoras, que van pegando carteles en sus persianas cerradas, carteles donde se lo ponen muy fácil. Llámanos, y te lo hacemos todo, “precio cerrado”, “cambio de uso local-vivienda”. Basta atender a los requisitos que regulan el paso de local a vivienda para reconocer enseguida que muchos no cuentan con el visto bueno del Ayuntamiento, pero sí con el visto bueno de la picardía.

En el dintel de algunos de estos pisitos se lee, muy cuco, junto al número: “Loft”.

Los que viven en el centro de Madrid lamentan la extinción del comercio, así llamado, de proximidad en los barrios de la periferia. Curiosamente, nadie de la propia periferia lamenta esta extinción, y mucho menos si la que vendía botones era tu madre. Parece más barrio uno al que acudes y hay tiendas abiertas y productos sencillos en los escaparates, pero la verdad es que alguien tiene que dedicar su vida entera a vender lapiceros, quesos, rosquillas y grifos, sin dejar de pensar ni por un segundo en el precio de la luz o el dinero del alquiler, el niño que roba y los plastas que entran solo a mirar. No puedes proponer una nostalgia esclavizante solo porque gracias a ella los barrios quedan más bonitos cuando vas a verlos. Abre tú una ferretería en Usera.

No puedes proponer una nostalgia esclavizante porque los barrios quedan más bonitos cuando vas a verlos. Abre tú una ferretería en Usera

A los modernos les encanta que haya una pollería cerca de su casa. Abre tú la pollería, moderno mío. Vende tú los pollos.

A ver si se creen que el pollero o la mercera que se jubilan lo hacen bañados en lágrimas. A ver si se creen que no se alegran de que sus hijos hayan conseguido ganarse la vida fuera de la tienda.

Todo va siempre a peor, como saben. Es el fin de una época, de un Madrid, de un paisaje. Pero, como soy optimista, yo creo que nunca acabamos de llegar a lo peor de todo.

Para hacer un poco de periodismo, me fui a dar una vuelta a la manzana. Enseguida noté que había mucho periodismo que hacer. Era un periodismo de fantasmas y frutas, de vida rasante y promisoria, que subrayaba a pie de acera el barrio de Carabanchel. Cada diez metros, una vivienda nueva se ofrecía al peatón, toda blanca, con barrotes blancos, con la puerta blanca y el número reluciente clavado en ella. Antes, ahí había una peluquería.

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