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¿Eres un animal o sabes quién fue Andréi Tarkovski?
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Alberto Olmos

Mala Fama

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¿Eres un animal o sabes quién fue Andréi Tarkovski?

La ignorancia recibe el visto bueno de los medios de comunicación tradicionales

Foto: Tarkovski y el ministro de Cultura francés Jack Land en 1985, París. (Getty/Alexis DUCL0S)
Tarkovski y el ministro de Cultura francés Jack Land en 1985, París. (Getty/Alexis DUCL0S)
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Inauguró septiembre una doble página en el diario El País donde se celebraba la impunidad de la ignorancia. La tesis central de esta amnistía intelectual era que no saber nada es bueno, diverso y aceptable, y además no pierdes puntos para ligar. Se citaba mucho a Bourdieu, aprovechando que lo traían leído de antes. Esto era curioso porque el propio texto dispensaba a sus lectores de saber quién es Bourdieu, quién, Faulkner, y qué, Wilco. A no tener nada en la cabeza se le denominaba “capital subcultural”. Hubo un tiempo en que la gente tenía ganas de ver cine minoritario y de leer a los clásicos, de buscar las raíces creativas de su música favorita y de pasarse por la retrospectiva de Francis Bacon en el Prado. Por fortuna, dice el diario, ese tiempo ha quedado atrás.

La pieza se titulaba Ser cultureta ha pasado de moda y la firmaba Sergio C. Fanjul. Fanjul tuiteó en mayo que era “insoportable” que cerraran una librería en su barrio. Quizá esa librería tenía demasiados libros de Faulkner en el escaparate.

El reportaje ha causado sensación e indiferencia, porque, a fin de cuentas, si algo consigna es la total inutilidad de una sección de Cultura en los periódicos. Sólo los gafapastas han leído este texto contra los gafapastas. Sólo quien espera la reseña de un concierto de Wilco en El País ha tropezado con un artículo en El País donde se dice que Wilco y Melendi son lo mismo.

El debate es confuso. Las voces cultureta y gafapasta surgieron a principios de siglo para categorizar a aquellos veinteañeros que mostraban hábitos culturales distinguidos. En estos consumidores de cultura minoritaria podía aflorar un atildamiento singular, como el uso de gafas de acetato de celulosa (pasta) de color negro. Nadie llamaba cultureta a un señor de cincuenta años y ninguna señora de esa edad era tildada de gafapasta. Así, las denominaciones han desaparecido porque los culturetas y gafapastas tenemos hoy esos mismos cincuenta años, y merodeamos otras etiquetas, como fracasado o padre.

Es triste tener que explicar que algunas personas paladean la vida de otra manera viendo películas lentísimas de tres horas de duración

Decir que aquello que caracterizaba a los culturetas (esto es, el afán por acceder a las formas más refinadas de las diversas artes) se ha extinguido es como si dentro de veinte años decimos que los jóvenes ya no se enamoran porque se ha dejado de emplear el anglicismo mi crush.

De hecho, el reportaje da demasiado importancia a ligar y a la “distinción” como motivaciones para hacer cola durante cuarenta minutos en la Filmoteca de Madrid y aguantar después las tres horas de duración de una película de Béla Tarr. A lo mejor es que querías ver una película de Béla Tarr. Es triste tener que explicar que algunas personas paladean la vida de otra manera viendo películas lentísimas de tres horas de duración, leyendo a Thomas Bernhard o escuchando a Sly & the family Stone.

Foto: Rosalía. (EFE)

Es triste salir a defender que Érase una vez en Anatolia (2011), de Nuri Bilge Ceylan, no es lo mismo que The avengers: Infine War (2018), de los hermanos Russo. Todo es cultura, pero la primera es algo más que entretenimiento. Es calistenia cerebral y sentimental, una tonificación del alma que va dando anchura a tu percepción del mundo.

Como es obvio, los veinteañeros de hoy siguen descubriendo a Fellini y a Tarkovski, y a The Monkees y a Michel Lengrand; y a Perec y a Elisabeth Gaskell, y seguramente lo hacen en un número similar al que producía mi generación: sólo unos pocos. Contra esos pocos está escrito este artículo. Amar la cultura no ha pasado de moda, lo que ha pasado es que en El País ya no escribe Mario Vargas Llosa.

Debemos preguntarnos si Fanjul y los diversos “catedráticos” que comparecen en su reportaje van a alejar a sus hijos de Faulkner, de la Filmoteca y de Wilco, o si no es exactamente lo contrario lo que van a hacer, mientras les dicen a los demás que no pasa nada porque sus hijos sean analfabetos.

Foto: El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, interviene durante una sesión de control al Gobierno. (Europa Press/Eduardo Parra) Opinión

La cultura produce desclasamiento. Pero quizá un catedrático sólo quiere que sea catedrático su hijo.

La mezquindad de este enunciado cavernario es que pastorea a toda una generación por el camino de la incultura. “Lo positivo del nuevo escenario es que cuestiona el elitismo y valora la diversidad”, leemos. Y poco después: “Hoy lo que importa es estar en un concierto de Taylor Swift y ponerlo en Instagram”.

O sea, el nuevo escenario cuestiona el elitismo diciéndote que si no tienes 200 euros para gastar en la entrada de un concierto no eres ya ni siquiera “normal”; y promueve la diversidad mediante el extraño método de hacer escuchar a todos la misma música y conseguir que sólo se vea cine americano de superhéroes.

Amar la cultura no ha pasado de moda, lo que pasa es que en 'El País' ya no escribe Vargas Llosa

Lo que cuestiona el elitismo es que las entradas de la Filmoteca cuestan 3 euros. Lo que cuestiona el elitismo son miles de libros gratis en las bibliotecas. Lo que promueve la diversidad es ver cine iraní, turco, japonés y brasileño.

Como es habitual en los legacy media, se empobrece (en todo sentido; ahora, culturalmente) a la población vendiéndole que es bueno no saber nada, no disponer de criterio propio y no hacer nunca algo que no hagan todos los demás. Lo cierto es que, si no has visto una película de Andrei Tarkovski, eres un desgraciado, prácticamente un animal.

O en palabras de Ortega y Gasset: “Lo que diferencia al hombre del animal es ser un heredero y no un mero descendiente; la herencia de todos los afanes humanos ha venido a enriquecernos; lentamente se han ido inventando virtudes, las reglas metódicas para el pensar, los tipos ejemplares del gusto, la sensibilidad para las cosas remotas, y todo ello ha ido cubriendo, ocultando la bestialidad de nuestra materia original.”

Inauguró septiembre una doble página en el diario El País donde se celebraba la impunidad de la ignorancia. La tesis central de esta amnistía intelectual era que no saber nada es bueno, diverso y aceptable, y además no pierdes puntos para ligar. Se citaba mucho a Bourdieu, aprovechando que lo traían leído de antes. Esto era curioso porque el propio texto dispensaba a sus lectores de saber quién es Bourdieu, quién, Faulkner, y qué, Wilco. A no tener nada en la cabeza se le denominaba “capital subcultural”. Hubo un tiempo en que la gente tenía ganas de ver cine minoritario y de leer a los clásicos, de buscar las raíces creativas de su música favorita y de pasarse por la retrospectiva de Francis Bacon en el Prado. Por fortuna, dice el diario, ese tiempo ha quedado atrás.

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