Laissez faire
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La gran contradicción económica de Donald Trump
Resulta contradictorio que Trump aborrezca el dólar fuerte y que, a la vez, busque preservar su estatus como moneda internacional de reserva cuasi-única
Una de las ideas clave de la política económica de Donald Trump no solo durante los últimos meses, sino también a lo largo de su primer mandato presidencial es que un dólar fuerte perjudica a la economía estadounidense. Por un lado, un dólar fuerte castiga las exportaciones estadounidenses al tiempo que estimula el exceso de importaciones: a saber, las ventas de la industria manufacturera nacional sufren con una divisa muy apreciada; por otro, la intensa demanda global de dólares abarata el coste de financiación del sector privado y del sector público estadounidense, lo que posibilita que la economía nacional se endeude con el resto del mundo para financiar sus déficits exteriores, algo que todavía agrava más la inclinación a importar sin exportar.
De hecho, hace unas semanas, en una entrevista a Newsweek, lo primero que aseveró Trump fue lo siguiente:
Tenemos un gran problema con la moneda porque la diferencia entre el dólar fuerte y el yen débil, o el yuan débil, es enorme. Yo solía pelear contra ellos, ya sabes, ellos querían mantener sus monedas débiles todo el tiempo. Ellos luchaban y yo les decía: "si depreciáis más vuestras monedas, voy a tener que poneros aranceles". Llegaron tan lejos como pudieron conmigo, pero yo fui muy duro con eso. Nadie habla de eso ahora (…) Es una carga tremenda para nuestras empresas que intentan vender tractores y otras cosas a otros lugares fuera de este país. Es una carga tremenda.
En un sentido similar se había expresado previamente su candidato a vicepresidente, JD Vance. Durante la formulación de una pregunta de control en el Senado al presidente de la Fed, Jerome Powell, Vance expuso lo siguiente:
Los estadounidenses han disfrutado de uno de los mayores privilegios de la economía internacional durante casi ocho décadas, un dólar fuerte que actúa, por supuesto, como la moneda de reserva mundial. Tú sabes eso mejor que yo.
Esto obviamente ha sido excelente para el poder adquisitivo estadounidense. Disfrutamos de importaciones más baratas, y los estadounidenses, cuando viajamos al extranjero, nos beneficiamos de costos más bajos. Pero también tiene un costo para los productores estadounidenses. Creo que, de alguna manera, se puede argumentar que el estatus de moneda de reserva es un subsidio masivo para los consumidores estadounidenses, pero un impuesto masivo para los productores estadounidenses.
Sé que el dólar fuerte es, por así decirlo, la "vaca sagrada" del Consenso de Washington, pero cuando observo la economía estadounidense, y veo nuestro consumo masivo de importaciones en su mayoría inútiles por un lado, y nuestra base industrial debilitada por el otro, me pregunto si el estatus de moneda de reserva también tiene algunos inconvenientes, y no solo ventajas.
Los argumentos anteriores de Trump y de Vance son discutibles, pero en absoluto desdeñables. En un régimen de tipos de cambio flexibles (como el que padecemos desde la ruptura de Bretton Woods), las monedas nacionales con mayor demanda global tienden a apreciarse y, al hacerlo, se trastoca su posición dentro de la división internacional del trabajo con un claro perjuicio neto hacia el productor local. Es decir, que la buena gestión de la moneda por parte de las autoridades emisoras termina constituyendo una carga para el empresariado autóctono. Por el contrario, la pérdida de demanda global de una moneda y su tendencia a la depreciación actúa como un subsidio para el empresariado autóctono (a costa del daño infligido al empresariado extranjero). Es lo que Friedrich Hayek denunció hace ya 90 años como "el nacionalismo monetario": la tendencia a fragmentar la economía global en sistemas de precios conectados por unidades monetarias políticamente manipulables.
Por supuesto, lo anterior no significa que una depreciación deliberada de la moneda sea una estrategia ganadora: depreciar la moneda no solo empobrece a los consumidores nacionales, sino que, más importante desde una perspectiva productiva, coloca a precio de saldo los activos nacionales para los inversores extranjeros. Es decir, que la manipulación del valor global de una divisa tiene pros y contras, y el efecto neto puede depender de la coyuntura histórica concreta que esté atravesando un país. Por eso, como digo, no habría que menospreciar las admoniciones de Trump y Vance a este respecto: solo nos están diciendo que, en la actual coyuntura, juzgan que el dólar fuerte está siendo netamente perjudicial para la economía estadounidense.
Ahora bien, siendo esta línea argumental potencialmente razonable, lo que resulta disparatado es lo que acaba de hacer Trump durante la última semana: amenazar con sanciones a los países que estén dejando de utilizar el dólar como moneda internacional. Más en particular, una de sus últimas propuestas de campaña ha sido ésta: "Muchos países están dejando el dólar. Conmigo, no van a dejar de usar el dólar. Les diré: si dejáis el dólar, no vais a hacer negocios con Estados Unidos porque os vamos a poner un arancel del 100% a vuestros productos".
Resulta absolutamente contradictorio que Trump aborrezca el dólar fuerte y que, a la vez, busque preservar su estatus como moneda internacional de reserva cuasi-única: y es que en gran medida lo primero se explica por lo segundo. Precisamente porque el dólar actúa como moneda global de reserva, su demanda es muy elevada (y creciente con el tiempo) y eso no solo mantiene alta la cotización del dólar sino, y sobre todo, arroja un enorme flujo continuado de financiación externa hacia EEUU que se acaba plasmando en el ya mentado déficit exterior. Es más, elevar los aranceles de EEUU contra el extranjero tenderá a provocar una apreciación del dólar por cuanto reducirá su oferta efectiva para el resto del mundo (le será más difícil conseguir dólares exportando a EEUU), algo que nuevamente es incoherente con las quejas de Trump y Vance contra el dólar fuerte.
Si Trump quiere que la demanda global de dólares no sea tan intensa —con los potenciales desequilibrios internos que ello podría engendrar—, lo razonable es que aspirara a ampliar la cesta de monedas que son usadas como moneda internacional de reserva por los inversores globales, no a que pretenda preservar la hegemonía del dólar.
En suma, las recetas fiscales de Kamala Harris son un desastre empobrecedor; y la espina dorsal del discurso económico de Donald Trump está rota en dos piezas que no encajan de ningún modo. Resulta desazonador la (falta de) altura de los programas económicos de los dos candidatos presidenciales a la primera potencia mundial.
Una de las ideas clave de la política económica de Donald Trump no solo durante los últimos meses, sino también a lo largo de su primer mandato presidencial es que un dólar fuerte perjudica a la economía estadounidense. Por un lado, un dólar fuerte castiga las exportaciones estadounidenses al tiempo que estimula el exceso de importaciones: a saber, las ventas de la industria manufacturera nacional sufren con una divisa muy apreciada; por otro, la intensa demanda global de dólares abarata el coste de financiación del sector privado y del sector público estadounidense, lo que posibilita que la economía nacional se endeude con el resto del mundo para financiar sus déficits exteriores, algo que todavía agrava más la inclinación a importar sin exportar.
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