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Laissez faire
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Hiperinflación normativa: una plaga contra nuestra libertad y prosperidad
Uno de los ejemplos más recientes de esta hiperinflación normativa ha sido la creación del registro único de viviendas de uso turístico cuyo objetivo real es atacar la propiedad privada.
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España sufre un mal insidioso y persistente: la hiperinflación normativa. Cada año proliferan leyes, reglamentos y procedimientos que, lejos de resolver los problemas de los ciudadanos, multiplican los costes de cumplimiento, ralentizan proyectos, desincentivan la inversión y erosionan la libertad de empresa. No es una cuestión menor, sino un auténtico lastre para el incremento de nuestra productividad y, por tanto, para la elevación de nuestros estándares de vida.
Los datos lo retratan con crudeza. En 2025, España figura entre los países desarrollados con menos libertad económica: el puesto 31 de los 38 que componen la OCDE. La sobrecarga de normas y trámites consume cerca de 70.000 millones de euros al año —unos 1.470 euros por ciudadano— en demoras, redundancias y barreras al emprendimiento y la innovación. De la misma manera que la fiscalidad excesiva destruye bases imponibles, también la regulación excesiva destruye actividad, inversión y empleo. Veamos unos pocos ejemplos de ello.
Primero, el comercio de alimentos. Sólo en 2024 se aprobaron o modificaron 1.253 textos legislativos que lo afectan: 3,4 normas nuevas cada día a las que adaptarse. No sorprende que la competitividad y productividad se resientan cuando las empresas tienen que destinar cada vez más recursos a seguir y ejecutar cambios normativos continuos (estatales, autonómicos, locales y europeos). Lógicamente, esta inflación normativa no sale gratis: encarece el cumplimiento, sube los costes fijos y reduce márgenes, justo en sectores de bajo pricing power y elevada competencia. En estas condiciones, la rentabilidad se estrecha y, con ella, la capacidad de reinvertir para crecer.
Segundo, el coche eléctrico. Si bien la política industrial dice querer impulsar la electromovilidad, la burocracia, en cambio, la frena. La puesta en servicio de estaciones de recarga —sobre todo las de alta y ultra-alta potencia— se atasca con cascadas de autorizaciones de obra, acceso y conexión, señalización, medio ambiente y urbanismo; además, los criterios varían entre municipios y comunidades. En la práctica, la instalación tarda entre 10 meses y tres años. ¿Cómo acelerar la adopción del vehículo eléctrico en España si el principal cuello de botella está en la montaña regulatoria y no en la tecnología?
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Tercero, el despliegue de infraestructuras que sirven de soporte al 5G. Algunos ayuntamientos han exigido que el tendido de fibra sea exclusivamente subterráneo, prohibiendo el despliegue aéreo o en fachada. La CNMC ha calificado de injustificadas estas exigencias por vulnerar los principios de necesidad y proporcionalidad de la Ley de Garantía de la Unidad de Mercado y por entorpecer el despliegue de la red esencial para el 5G. La consecuencia es obvia: meses de retraso en el despliegue efectivo del 5G y, por tanto, de los servicios digitales avanzados.
Cuarto, la voracidad prohibicionista y restriccionista también ha presidido la regulación de plataformas de economía colaborativa. Las VTC han sufrido limitaciones arbitrarias (como la célebre ratio 1/30 en Barcelona), que los tribunales europeos han puesto en cuestión por injustificadas. Incluso actividades a priori inocuas como alquilar por horas una plaza de garaje entre particulares chocan con un muro normativo: licencias de actividad y ordenanzas que consideran “aparcamiento público” todo alquiler por periodos cortos (horas o días), sometiéndolo a régimen y permisos propios de un parking comercial. En Madrid, las plazas para residentes no se pueden alquilar; y ordenanzas como la de Elche definen como “público” el aparcamiento con alquiler inferior al mes, con las obligaciones que esto conlleva. El mensaje implícito es claro: mejor no lo intente.
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Todavía más sangrante: la reciente creación del registro único de viviendas de uso turístico. Supuestamente, su objetivo era incrementar la transparencia en un mercado atomizado pero, en realidad, ha terminado convirtiéndose en un instrumento punitivo para perseguir las viviendas de uso turístico. No en vano, en septiembre el Gobierno anunció la retirada de 53.876 anuncios de este tipo de alojamientos por supuestas irregularidades: nos dijeron que, así, estas más de 50.000 viviendas regresarían al alquiler residencial. La propaganda les podrá sonar persuasiva a algunos, pero es bastante endeble. Primero, porque los propietarios harán con sus viviendas lo que consideren oportuno dentro de la legalidad: no hay motivo para pensar que las sacarán en alquiler residencial con la enorme inseguridad jurídica que ha instaurado el propio Gobierno en este tramo del mercado. Segundo, porque la competencia sancionadora última sobre viviendas turísticas recae en autonomías y ayuntamientos; el Ejecutivo central puede dificultar la publicidad de las viviendas turísticas, pero no convertir por decreto el stock turístico en residencial. Y tercero, porque muchas de esas viviendas no están disponibles todo el año (segundas residencias, uso mixto), de modo que su “migración” al alquiler convencional es, en la práctica, muy limitada. Al final, por tanto, el Gobierno no facilita el acceso a la vivienda sino que sólo incrementa los costes operativos de algunos modelos de negocio turístico.
Por desgracia, podríamos proseguir con muchos y muy dolorosos ejemplos adicionales de hiperinflación legislativa que sólo nos terminan empobreciendo a todos. Pero, llegados a este punto, resulta bastante más fértil plantearse qué hacer para intentar revertir esta liberticida situación.
Primero, ventanilla única y silencio positivo por defecto: digitalización integral de todos los trámites con plazos estrictos y silencio positivo salvo riesgos acreditados y tasados. Si la Administración no resuelve en tiempo, el proyecto empresarial sigue adelante. Segundo, unidad de mercado efectiva: por defecto, cláusula de reconocimiento mutuo entre regulaciones autonómicas. Y tercero, poda regulatoria progresiva y generalizada: sunset clauses (caducidad) para toda nueva norma, evaluación ex post independiente, e incluso principio one-in-two-out (por cada norma nueva, derogar dos).
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La libertad económica no es sólo un requisito moral; es una condición de progreso. Los países que toleran que sus ciudadanos emprendan, inviertan y compitan acaban siendo más prósperos y más justos: crean más oportunidades para todos, incluidos los que menos tienen. España no necesita más diarrea legislativa: necesita reglas mejores, más simples y estables, capaces de atraer y retener talento empresarial y capital.
España sufre un mal insidioso y persistente: la hiperinflación normativa. Cada año proliferan leyes, reglamentos y procedimientos que, lejos de resolver los problemas de los ciudadanos, multiplican los costes de cumplimiento, ralentizan proyectos, desincentivan la inversión y erosionan la libertad de empresa. No es una cuestión menor, sino un auténtico lastre para el incremento de nuestra productividad y, por tanto, para la elevación de nuestros estándares de vida.