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Dominancia o prestigio: dos vías hacia el liderazgo
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Plácido Fajardo

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Dominancia o prestigio: dos vías hacia el liderazgo

No nos vendría mal aumentar el prestigio como criterio de exaltación del liderazgo y reducir en la misma medida los excesos de testosterona

Foto: Foto: Pixabay/PublicDomainPictures.
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Hace muchos años, un curtido directivo, extremadamente dominante y con fama bien ganada de autoritario, me dijo algo que me sorprendió. En las organizaciones —afirmaba—, el poder está simplemente ahí, disponible para quien quiera cogerlo; hay personas que deciden ir a por él y otras que no. Aquello me sonaba poco creíble, desde la ingenuidad de mis comienzos, cuando pensaba que el poder venía perfectamente distribuido desde arriba. Con los años he ido entendiendo aquella afirmación y viendo cómo las personas más dominantes, aquellas con mayor apetito por el ejercicio de un poder que persiguen con ahínco, tienen muchas más posibilidades de conseguirlo.

La dominancia es una de las dimensiones que conforma nuestro perfil de personalidad, que puede medirse mediante pruebas que evalúan los comportamientos. Por ejemplo, la conocida metodología DISC, revisada por el Dr. Thomas Hendrickson, es una prueba rigurosa y fiable, principalmente orientada al mundo del trabajo u organizacional, que usamos habitualmente en nuestra firma para esa medición.

Un nivel adecuado de dominancia es conveniente para ejercer puestos directivos que requieren, entre otras cosas, firme determinación, elevada dosis de acción y gran orientación a resultados. A las personas dominantes les gustan los retos que otras personas considerarían temerarios, son competitivas y no regatean esfuerzos para conseguir sus metas. Poseen gran empuje personal y prefieren entornos que les ofrezcan continuamente nuevos horizontes y desafíos. La excesiva dominancia llega a resultar perjudicial, provoca una ambición desmedida que lleva a las personas a excederse en sus prerrogativas, a desentenderse de los demás, mostrarse arrogantes al sentirse superiores.

Ascender y mantenerse en el poder a base de dominancia es un clásico en las organizaciones y en la vida social. Pero me ha resultado curioso un trabajo de investigación elaborado hace unos años por Jon K. Maner, profesor de Psicología de la Universidad de Florida, en el que contrapone dominación y prestigio como “dos estrategias distintas utilizadas para navegar por las jerarquías sociales”. Ambas sirven para ascender a posiciones de alto rango y requieren de una elevada capacidad de influencia social, indica el autor.

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La primera tiene un origen filogenético que compartimos con otras especies, en las que la jerarquía se regula según la fuerza, el tamaño o la capacidad de intimidación de sus integrantes. Entre los chimpancés, por ejemplo, los grandes y fuertes machos alfa prevalecen y dominan al grupo. En esta estrategia de dominación de los primates, el alto rango no es otorgado libremente por los demás miembros del grupo, sino que se consigue y se mantiene mediante el uso del poder, el miedo, la intimidación y la coerción, dice el autor.

A diferencia de lo anterior, en los humanos observamos cómo algunos líderes fuertes, dominantes, con gran determinación y osadía, sí que alcanzan un notable grado de aceptación. Quizá sea su capacidad para no arrugarse ante las dificultades y superar cualquier obstáculo para lograr su objetivo lo que termine siendo reconocido, por encima de cualquier otro elemento valorativo o ético. Pareciera como si la fortaleza extrema fuera un atractivo para el común de los mortales, que observan con resignación cómo se impone.

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En contraposición, la otra estrategia de progresión en la jerarquía social es, para Maner, el uso del prestigio, que implica “mostrar habilidades y conocimientos valorados por el grupo, lo que a su vez aporta respeto, admiración y, en última instancia, un alto rango social”. Quienes adoptan esta estrategia —exclusiva de los seres humanos— tienden a mostrarse más humildes y a priorizar el bienestar del grupo y sus miembros.

Llevada al entorno del liderazgo en las organizaciones, la estrategia del prestigio requiere, sobre todo, ejemplaridad. Se admira a quien hace gala de una sabiduría y unas habilidades que se entienden como deseables, dignas de imitación. El líder que se apoya en su prestigio tiende a construir relaciones positivas entre sus seguidores. Su estilo es más humanista, más prosocial y colaborativo, más adecuado para resolver conflictos interpersonales y para generar confianza.

Lamentablemente, creo que el liderazgo basado en la “pública estima de alguien, fruto de su mérito” —que es como la RAE define al prestigioatraviesa una cierta crisis. El mismo concepto de mérito, aquello por lo que alguien merece ser reconocido, está cuestionado, como lo está la misma meritocracia. El conocimiento no aporta demasiado prestigio, no se asocia a la erudición, sino a la destreza y la rapidez para manejar los buscadores de internet o las aplicaciones de inteligencia artificial. La ideología prescinde del pensamiento crítico para centrarse en reforzar opiniones enrocadas.

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Quizás mucho de esto sea inevitable, a la vista de cómo evoluciona esta sociedad líquida en que vivimos. Pero, que quieren que les diga, aprovechando las conclusiones de la investigación mencionada, no nos vendría mal aumentar el prestigio como criterio de exaltación del liderazgo y reducir en la misma medida los excesos de testosterona.

Hace muchos años, un curtido directivo, extremadamente dominante y con fama bien ganada de autoritario, me dijo algo que me sorprendió. En las organizaciones —afirmaba—, el poder está simplemente ahí, disponible para quien quiera cogerlo; hay personas que deciden ir a por él y otras que no. Aquello me sonaba poco creíble, desde la ingenuidad de mis comienzos, cuando pensaba que el poder venía perfectamente distribuido desde arriba. Con los años he ido entendiendo aquella afirmación y viendo cómo las personas más dominantes, aquellas con mayor apetito por el ejercicio de un poder que persiguen con ahínco, tienen muchas más posibilidades de conseguirlo.

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