Matacán
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Aquella Andalucía de Juan Guerra
Su despacho se convirtió rápidamente en el centro de poder más efectivo de Andalucía, el lugar al que había que acudir para conseguir cualquier cosa, desde un favor o una recomendación personal hasta una recalificación de terrenos
Hubo unos años grises en Andalucía, plomizos; en esta Andalucía de la democracia, la que conquistó una autonomía de primer nivel cuando la querían condenar, otra vez, a “los vagones de cola”, que era la expresión que más se utilizaba en aquellos años, tras la muerte del dictador Francisco Franco. Por eso es tan paradójico lo que vino a continuación, esos años grises, porque Andalucía acababa de conquistar el poder político que tanto ansiaba para el autogobierno, la autogestión alejada de centralismos, y se encontró, de repente, con un régimen de poder absoluto de un partido, el PSOE, con el que Andalucía se había volcado, el PSOE de Felipe González, que acabó replicando el modelo caciquil y clientelar, tan presente en el pasado reciente de millones de andaluces.
Una sola imagen de ese pasado: en Sevilla, en una de las torres de la espectacular Plaza de España, había un despacho, un simple despacho, en el que un hombre que nunca se había presentado a las elecciones, que no salía en los periódicos ni se subía a los escenarios de los mítines políticos, ejercía un poder fáctico más efectivo que el de cualquier otro gobierno en Andalucía, en cualquier administración. Juan Guerra González, hermano del entonces vicepresidente del Gobierno de España, Alfonso Guerra. Treinta años después del escándalo en el que acabó todo aquello, el primer gran caso de corrupción, Juan Guerra ha vuelto a sacar la cabeza, se ha colocado delante de unas cámaras de televisión, para aprovechar el olvido y la desmemoria y reivindicarse como víctima: “Soy inocente”, dice el hombre con solemnidad, como quien se dicta sentencia absolutoria para pasar a la historia.
No es verdad, claro, pero ha pasado tanto tiempo y, sobre todo, se han sucedido y multiplicado tantos casos de corrupción, que todo aquello parece ahora como fosilizado en la prehistoria. Olvido, desconocimiento, memoria acrítica… No es ninguna exageración; sólo tenemos que pensar que muchos de los periodistas que están hoy en las redacciones de los medios de comunicación españoles, plantillas jóvenes por debajo de los cuarenta años, ni siquiera habían nacido cuando Juan Guerra ocupaba, un día tras otro, un mes tras otro, las portadas de todos los periódicos de España. Lo mismo podemos pensar de la propia Andalucía, con una población de una edad media que no llega a los 42 años, por debajo, dos años, de la media española. En consecuencia, si nadie sabe quién era este Juan Guerra que ha vuelto otra vez a ponerse delante de las cámaras, tampoco conocerá lo sucedido ni las consecuencias que ha tenido aquella forma de gobernar caciquil y clientelar. Así que conviene repasar aquella Andalucía de los tiempos de Juan Guerra para que no sea el embuste, la falsificación del pasado, la que pretenda rescatarla del olvido. La reaparición televisiva, tras tres décadas de silencio, se produjo hace unos días en una televisión de Sevilla, llamada ‘7Tv’, y, según reflejaron las crónicas del día siguiente, el hombre sólo compareció para repetir algo que, desde el primer día, está repitiendo: “Soy inocente. No me arrepiento de nada porque no hice nada malo; en absoluto”. En fin… Veamos.
En aquella Andalucía de finales de los años 80 del siglo pasado, el PSOE había ganado todas las elecciones que se convocaron y, como en el famoso símil de las fichas de dominó, se hizo con el poder de todas las instituciones andaluzas por su triunfo arrollador en las elecciones locales, autonómicas y generales. En todas las provincias andaluzas, pero fundamentalmente en algunas como Sevilla, no había despacho institucional relevante que no perteneciera al partido. Juan Guerra también tenía el suyo, el despacho que le puso su hermano Alfonso Guerra, entonces vicepresidente del Gobierno de España, temido y respetado por todos, dentro y fuera del PSOE. El encargo de Juan Guerra era el de hacer de “asistente” de su hermano, una especie de secretario aventajado, pero esa tarea menor nunca tuvo trascendencia. Su despacho se convirtió rápidamente en el centro de poder más efectivo de Andalucía, el lugar al que había que acudir para conseguir cualquier cosa, desde un favor o una recomendación personal hasta una recalificación de terrenos o un acuerdo de gobierno. ¿Una licencia, que se resiste, para un puesto de helados en el centro de Sevilla? Aquel era el sitio adecuado. ¿Un ‘empujón’ a un gobierno municipal para que recalifique varios cientos de hectáreas para un pelotazo urbanístico? Aquella era la ventanilla apropiada. ¿Unas llamadas de teléfono para organizar un viaje al Vaticano sin esperar los trámites internacionales? Un sobre con dinero sobre una mesa de aquel despacho y, plás, solventado.
No se trata de casos figurados, no son ejemplos inventados: ese era el personal que visitaba a Juan Guerra en su despacho. Por eso, siempre decía, desde que el asunto llegó al juzgado, que no hacía nada malo, que la gente iba a verle para tomarse “un cafelito” y charlar con él. Y había cola, una enorme cola. Era la ventanilla más rentable de Andalucía. Los dos policías que investigaron aquella trama de corrupción, José Antonio Vidal y Diego Martínez, contaron en El Confidencial, en junio de 2020, cuando se cumplieron treinta años de la primera vez que llamaron a declarar a Juan Guerra, que aquella cola era la viva imagen del cacique. “Había colas enormes de gente esperando a que la recibiera. El 80% de las visitas a la Delegación del Gobierno eran para Juan Guerra, ‘el conseguidor’. Juan Guerra tenía más poder en Andalucía que el Gobierno andaluz”, dijeron en El Confidencial.
Entonces, si todo era tan evidente, ¿por qué se acabó sin que Juan Guerra pisara nunca la cárcel? Pues por las ventajas, en paralelo, de dos circunstancias de la época: la falta de legislación específica para estos casos de corrupción política y la absoluta precariedad de medios de los investigadores policiales. Quienes pagaron la novatada de aquel primer gran caso de corrupción de España fueron los policías, jueces y periodistas que se implicaron en la investigación, y que tuvieron que soportar toda clase de presiones y desprecio por parte del implacable Poder Socialista de entonces. Por eso se decía antes que fueron años grises, plomizos, por el régimen de persecución, censura y sectarismo que se instauró a partir de la constatación de que el escándalo de Juan Guerra lo único que significó para el PSOE gobernante fue una nueva mayoría absoluta en el Parlamento andaluz. Esa es la consecuencia inmediata en una democracia cuando una sociedad no se muestra crítica y exigente con el poder, sino complaciente.
Al contrario, quien se benefició fue el protagonista, Juan Guerra, el hermanísimo. Por lo que se decía antes: gracias a que no estaban tipificados delitos fundamentales en la lucha contra la corrupción política, como el de tráfico de influencias, que se incorporó a partir de aquel caso, Juan Guerra sólo fue condenado por un pequeño delito fiscal. Pero la prueba de la culpabilidad de todo lo ocurrido entonces es tan evidente que lo que vemos con el paso de los años es que esa forma de gobernar, entre primitiva y obscena, de favores y pelotazos, no sólo no desaparece de Andalucía, sino que se institucionaliza con el gran fraude de los ERE y los numerosos procesos penales que transcurren en paralelo. También en el escándalo de los ERE, cuando se conoció, un exconsejero andaluz lo justificó diciendo que todo lo ocurrido no era más que “una forma de solidaridad mal entendida”. Lo mismo que pensaría cualquier cacique del pasado; lo mismo que creían todos los que iban a tomarse un cafelito al despacho de Juan Guerra.
[El recuerdo de aquellos años nos conduce, obligadamente, a la necesidad que existe en todo régimen democrático de una prensa libre, rigurosa e independiente que no se pliegue ante amenazas, chantajes o presiones de ningún poder, ya sea económico o político. El Balcón de Andalucía que el miércoles inauguró El Confidencial es una buena noticia por esa exclusiva razón de independencia].
Hubo unos años grises en Andalucía, plomizos; en esta Andalucía de la democracia, la que conquistó una autonomía de primer nivel cuando la querían condenar, otra vez, a “los vagones de cola”, que era la expresión que más se utilizaba en aquellos años, tras la muerte del dictador Francisco Franco. Por eso es tan paradójico lo que vino a continuación, esos años grises, porque Andalucía acababa de conquistar el poder político que tanto ansiaba para el autogobierno, la autogestión alejada de centralismos, y se encontró, de repente, con un régimen de poder absoluto de un partido, el PSOE, con el que Andalucía se había volcado, el PSOE de Felipe González, que acabó replicando el modelo caciquil y clientelar, tan presente en el pasado reciente de millones de andaluces.
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