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El caimán Rubiales y los inquisidores
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Javier Caraballo

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El caimán Rubiales y los inquisidores

Toda la dejadez insensata se ha cambiado por una persecución implacable, más propia de los procesos inquisitoriales, a partir del beso en la boca con que el personaje celebró su soberbia, su impunidad hasta ese día

Foto: El expresidente de la RFEF Luis Rubiales. (Reuters/Kim Hong-Ji)
El expresidente de la RFEF Luis Rubiales. (Reuters/Kim Hong-Ji)
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Se fue el caimán, como en la cumbia colombiana que se cantaba disimuladamente a los dictadores. “Voy a empezar mi relato con alegría y afán/ porque en la Federación un hombre se volvió caimán”. Luis Rubiales ha dimitido al fin, después de deshojar a gritos una margarita tramposa en la que solo había noes. ¿Cuántas veces lo dijo? ¿Tres? ¿Cinco? “No voy a dimitir, no voy a dimitir, no voy a dimitir”, y, mientras lo decía, deshojaba la margarita de sus últimos embustes, pero el eco instantáneo se convertía en un martillazo, un mazazo que lo hundía un poco más. Pero ahora que se ha ido, ahora que el caimán ya no está, vamos a preguntarnos de quién ha sido este triunfo. Porque en todo esto, como ya dijimos al poco de producirse el escándalo, hay también una parte importante de vergüenza ajena de la sociedad española y, por encima de ella, de la clase política y dirigente de este país. Hablamos de la negligencia y del silencio con los que, durante años, se han permitido los escándalos sucesivos de Luis Rubiales, denunciados uno a uno por El Confidencial.

Toda la dejadez insensata se ha cambiado por una persecución implacable, más propia de los procesos inquisitoriales, a partir del beso en la boca con que el personaje celebró su soberbia, su impunidad hasta ese día. Aquí se olvidan los principios con demasiada frecuencia, pero siempre hay que insistir en lo mismo, que en los Estados de derecho también los delincuentes son beneficiarios de derechos. Y que todos debemos defender las garantías de los acusados en los procesos judiciales. Bastaría con un sentimiento egoísta al plantearnos esta cuestión: se trata solo de pensar en cómo nos gustaría que nos tratasen a nosotros mismos. Con lo cual, concluyamos que, caído Rubiales, lo más constructivo es analizar sin trazo grueso lo ocurrido en cada una de las fases de esta polémica, porque no en todas resulta culpable el caimán.

Foto: Luis Rubiales, en una imagen reciente. (Reuters/Juan Medina)

Lo primero que, desde mi punto de vista, debemos considerar es la condena social irreprochable por un acto machista. Se trata, inobjetablemente, de una victoria de una sociedad feminista, como la nuestra, que ya no tolera ese tipo de actitudes claramente machistas. En ninguno de los supuestos que podamos imaginar nos encontraríamos con un presidente de Federación, ni de nada, que celebra un triunfo cogiendo al capitán de un equipo de fútbol y estampándole un beso en la boca para celebrarlo. ¿O es que alguien piensa que Luis Rubiales hubiera actuado igual, pongamos, con Sergio Ramos, con Carvajal o con Busquet? Claro que no. Cuando existe esa distinción, y no se trata de una situación consentida por la otra persona, estamos claramente ante un acto de prepotencia machista, que se ve corroborado por esa otra imagen grotesca del caimán Rubiales palpándose la entrepierna. Suficiente para que alguien así no pueda representar al fútbol español. Y es ahí donde llegamos al siguiente peldaño de la polémica, cada cual distinto al anterior. ¿Lo ocurrido convierte el beso de Rubiales en un delito de agresión sexual? Las pancartas del primer día ya tenían la sentencia dictada: "No es un pico, es una agresión". Pues no.

Foto: El expresidente de la RFEF Luis Rubiales. (Reuters/Denis Balibouse)

Esa inercia de dictar sentencia, o de imponer sentencias, ya se empezó a manifestar en los sucesos de Pamplona, los de la Manada. Aquí es donde vamos a las garantías de un Estado de derecho en que se olvida con frecuencia que todo el mundo acusado de un delito es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Más aún, que quien acusa es quien tiene la obligación de probar ante un tribunal los hechos que denuncia. Se trata de un principio jurídico romano que se mantiene inalterable en nuestras democracias, onus probandi. Lo contrario nos lleva a los juicios sumarísimos, como aquel famoso de la dictadura de Franco en el que el presidente del tribunal hizo pasar al preso a la sala indicándoles a los ujieres: “Que pase el culpable”.

Si el beso que Luis Rubiales endosó en la boca a la futbolista Jennifer Hermoso es agresión sexual, abuso o nada ya lo dirán los tribunales de Justicia, pero aquí nadie puede erigirse en juez de un tribunal sumarísimo de delitos sexuales, porque eso nos lleva a la inquisición. También el trato degradante está tipificado en el Código Penal para castigar, con seis meses a dos años de cárcel, al que “infligiera a otra persona un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral”. Lo que no se puede admitir es que si al final, pongamos, se dicta una sentencia condenatoria de trato degradante, pero no de agresión sexual, se inicie una cacería contra los jueces que han dictado sentencia, por machistas.

Empecemos por considerar, simplemente como razonable elemento de duda, el tiempo que la propia afectada ha tardado en denunciar el hecho. Ni siquiera debemos desconsiderar que la afectada no hubiera denunciado si Rubiales dimite al instante, en vez de agravar exponencialmente su comportamiento en las dos semanas posteriores. Y, por supuesto, que un pico no tiene por qué ser considerado un acto sexual, en una sociedad en que lo habitual del saludo entre un hombre y una mujer son los besos. Es así, aunque, como quien suscribe, no se encuentre cómodo en esas situaciones; nada como el saludo japonés, que deberíamos haber adoptado tras la pandemia. Pero, sentado esto, ¿estamos exculpando a Rubiales al decirlo? De nuevo: no y no. Se trata solo de defendernos, con la misma contundencia, de los abusadores y de los inquisidores. Esa es la cuestión. Que también hace temblar la reacción de quienes consideran que lo sucedido ya no precisa, ni siquiera, de la declaración del acusado, porque solo hay que oír a la víctima.

Ahí tenemos, por ejemplo, al Ministerio de Igualdad, que ha pedido que se inhabilite a Rubiales para que en el futuro “no pueda trabajar ni entrenar con menores de edad”. Jennifer Hermoso tiene superada la treintena, 33 años cumplió en mayo, y la simple invocación a que Rubiales no pueda trabajar en el futuro con menores de edad constituye una inaceptable ofensa a ese hombre por un delito que jamás ha cometido. De modo que, como se decía antes, alegrémonos de que se va Luis Rubiales, que ha dimitido al fin, pero huyamos a la misma velocidad de los inquisidores. Y una vez resuelto, con la distinción de cada peldaño, preguntémonos otra vez por qué cuando se denunciaban comisiones, abusos y corruptelas nadie prestaba atención, como hemos remarcado en este periódico desde que se desató el escándalo. El caimán, vamos a ver, ya lo era mucho antes del beso.

Se fue el caimán, como en la cumbia colombiana que se cantaba disimuladamente a los dictadores. “Voy a empezar mi relato con alegría y afán/ porque en la Federación un hombre se volvió caimán”. Luis Rubiales ha dimitido al fin, después de deshojar a gritos una margarita tramposa en la que solo había noes. ¿Cuántas veces lo dijo? ¿Tres? ¿Cinco? “No voy a dimitir, no voy a dimitir, no voy a dimitir”, y, mientras lo decía, deshojaba la margarita de sus últimos embustes, pero el eco instantáneo se convertía en un martillazo, un mazazo que lo hundía un poco más. Pero ahora que se ha ido, ahora que el caimán ya no está, vamos a preguntarnos de quién ha sido este triunfo. Porque en todo esto, como ya dijimos al poco de producirse el escándalo, hay también una parte importante de vergüenza ajena de la sociedad española y, por encima de ella, de la clase política y dirigente de este país. Hablamos de la negligencia y del silencio con los que, durante años, se han permitido los escándalos sucesivos de Luis Rubiales, denunciados uno a uno por El Confidencial.

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