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La nueva izquierda de los jacobinos y su inquietante desmemoria
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La nueva izquierda de los jacobinos y su inquietante desmemoria

No está claro si lo que se pretende es volver a aquel tiempo en el que unas minorías cercanas al poder político podían ejercer, no sin voracidad, su influencia sobre eso que llama "Madrid"

Foto: Joseba Asiron, de Bildu, al ganar la moción de censura en Pamplona. (EFE/V. L.)
Joseba Asiron, de Bildu, al ganar la moción de censura en Pamplona. (EFE/V. L.)
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Es probable que Francesc Cambó (1876-1947), que fue junto a Juan March, su archienemigo, el mayor intrigante de la política española durante el periodo de entreguerras, se haya removido de su tumba tras el resurgir de las ideas jacobinas en España. Cambó, como se sabe, al margen del intento de la construcción de un nacionalismo catalán moderado, aunque siempre fiel a su amigo Alfonso XIII, fue quien defendió como nadie los intereses de la burguesía catalana. Y en verdad lo consiguió.

Lo atestigua, entre otras, la célebre conspiración del hotel Palace de 1916, cuando lo más granado del capitalismo patrio se reunió para frenar el impuesto extraordinario que quería imponer el ministro de Hacienda, Santiago Alba, a los burgueses de la época por los beneficios estratosféricos obtenidos tras estallar la Gran Guerra. Cambó no hablaba solo en nombre de los empresarios catalanes, sino que a la rebelión contra el impuesto se unió la aristocracia económica vasca representada por Ramón de la Sota.

Vascos y catalanes —con el respaldo de los caciques castellanos— lograron su objetivo y el impuesto, tiempo después, pasó a mejor vida. Vendrían muchos más contubernios contra decisiones del consejo de ministros.

No era, desde luego, la primera concesión. El propio Cánovas del Castillo —referente de los conservadores españoles, siempre defensores de la unidad de la patria— fue quien restauró el Concierto vasco en 1876, y aunque en principio tenía un carácter abolicionista de los derechos históricos forales tras las guerras carlistas, lo cierto es que, finalmente, otorgó una enorme autonomía financiera a las tres diputaciones vascas que hoy, siglo y medio después, se mantiene viva.

Vascos y catalanes —con el respaldo de los caciques castellanos— lograron su objetivo y el impuesto pasó a mejor vida

De hecho, no es necesario recordar que la famosa disposición adicional primera de la Constitución que "ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales", se hizo, con buen criterio, durante el Gobierno de Suárez, con amplísimo respaldo parlamentario.

Es igualmente conocido que vascos y catalanes tuvieron una enorme influencia durante la Restauración borbónica (casi cincuenta años). Como también la tuvieron durante la dictadura de Primo de Rivera y la de Franco (otro medio siglo en conjunto).

Centralismo y dictadura

Tampoco hace falta recordar que en ambas dictaduras el sistema político era altamente centralizado, salvo alguna tímida apertura territorial como la Mancomunidad de Cataluña, pero está acreditado que la burguesía catalana fue la primera en recibir con euforia a los dos dictadores y a su visión jacobina de la política. La vasca, es cierto, estaba algo más dividida por la hegemonía vinculada al PNV, pero mayoritariamente se hizo franquista o primorriverista desde el minuto uno. Entre otros motivos, por su pasión por los títulos nobiliarios que concedían con cierta alegría los respectivos jefes de Estado.

La razón es obvia. Unos y otros estaban convencidos de que con un poder fuerte en Madrid podrían lograr pingües beneficios, aunque para ello se suprimieran tanto el autogobierno del País Vasco como el de Cataluña. Al fin y al cabo, el contacto directo con el dictador de turno era más eficaz y menos engorroso. De hecho, la literatura económica está llena de información sobre las ventajas que obtuvieron unos y otros. Por cierto, en contra de regiones como Andalucía, que tuvo en Málaga una de las cunas de la industrialización española.

Sorprende, por eso, esa extraña analogía que se ha instalado en el pensamiento de una cierta izquierda que identifica la descentralización administrativa, que en realidad es lo que llamamos Estado de las autonomías, con los privilegios obtenidos por las burguesías vascas y catalanas.

Creían que con un poder fuerte en Madrid tendrían pingües beneficios: el contacto directo es más eficaz y menos engorroso

Sin embargo, solo con leer un poco de historia y analizando los resultados de los modelos de financiación autonómica puestos en marcha desde 1993, se puede llegar justamente a la conclusión contraria. Vascos y catalanes han obtenido sus mejores resultados en el reparto de la riqueza nacional cuando el Estado era centralista, y ni siquiera Cataluña ha obtenido una ventaja competitiva, ya en democracia, pese a que la vieja CiU ha ejercido durante dos décadas de factor determinante en el reparto del presupuesto público.

Precisamente porque, ante la ausencia de gobiernos regionales, la capacidad de presión de sus respectivas élites sobre el Gobierno central siempre fue mayor, más directa, y de ahí que unos y otros no tardaran en montar sus respectivos partidos nacionalistas. Una estrategia, desde luego, más eficaz y menos compleja que intentar convencer a los electores del conjunto del país, como bien sabe Fomento del Trabajo Nacional, la gran patronal catalana, siempre cerca del poder.

Y en este sentido, conviene recordar a personajes como el político y empresario Pedro Bosch i Labrús, que representan como nadie esa España que dio forma a la construcción de una nueva clase dirigente forjada en torno a la monarquía y al centralismo. "Bienvenido sea el Rey de España a esta mansión del trabajo donde solo se respira moralidad y patriotismo", le espetó al joven Alfonso XII tras la asonada de Martínez Campos que devolvió al poder a los Borbones.

El primer lobby de España

Ni qué decir tiene que Bosch i Labrús, el adalid de las ideas proteccionistas y gran defensor de los industriales catalanes, había fundado poco tiempo atrás Fomento de la Producción Nacional, que puede considerarse el primer lobby o grupo de presión, como se prefiera, nacido en España. Ya les hubiera gustado a CiU o al PNV tener tanta influencia como la que tuvieron sus respectivas burguesías en aquella España centralizada.

Sorprende todavía más si esa singular defensa de la unidad del país —llamémosle jacobinismo— se hace al mismo tiempo que se defiende la Constitución, lo cual es de aurora boreal. Precisamente, porque la Carta Magna es la que ha diseñado un Estado descentralizado que tan mal no ha ido.

Existe, de hecho, un extraño consenso entre todas las fuerzas políticas, lógicamente con sus matices, en que una de las causas del avance de España en el último medio siglo —el PIB per cápita en términos reales se ha multiplicado por dos desde 1975— es que se ha acercado la acción de gobierno al ciudadano. En sanidad o educación, por ejemplo, gracias a que existe una cartera de servicios mínimos para el conjunto del Estado, los gobiernos regionales están obligados a cumplir (otra cosa es que lo hagan). Lo que distingue a los gobiernos regionales, por lo tanto, es cómo priorizan el gasto público: a unos les preocupa más la educación, a otros la sanidad y otros se lo gastan en actividades que algunos consideran superfluas.

Es decir, los servicios públicos esenciales no dependen, como en el pasado, de la capacidad de presión de las élites empresariales en defensa de sus intereses, y que decidían, por ejemplo, el trazado de una línea férrea o de una carretera. También la ubicación de un centro administrativo —aquí está el origen de la eclosión de Madrid, que en los años 30 tenía menos población que Barcelona— o la instalación de un centro público de enseñanza.

Un sistema descentralizado permite a los gobiernos regionales, y no solo a las élites, fiscalizar y presionar a la Administración central

Hoy, por el contrario, es posible identificar cualquier necesidad básica. Entre otras razones, porque un sistema descentralizado permite a los gobiernos regionales, y no solo a las élites empresariales, fiscalizar y presionar a la Administración central de turno en busca de una mejora de los servicios públicos. Es lo que tiene la democracia, que es más transparente que los sistemas cerrados en los que solo deciden las minorías cercanas al poder político. ¿O es que se pretende, como en las democracias corporativas, que sean los grupos profesionales quienes condicionen las políticas públicas?

La analogía entre izquierda y Estado centralista llega, sin embargo, al Everest cuando se identifica la igualdad con el centralismo. Se supone que no se ha tenido en cuenta a países tan irrelevantes y desnortados como son EEUU, Alemania, Canadá, Austria, Bélgica o Suiza, que en la práctica son estados federales sin que ninguna izquierda de esos países —se entiende que algo preocupada por la desigualdad— reivindique, por ejemplo en Alemania, el Estado prusiano.

Oportunismo político

Como los libros de historia están a la vista de todos, cabe una interpretación. La reivindicación del regreso al centralismo tiene algo de oportunismo político, en la medida en que desde hace ya mucho tiempo se ha dejado correr la idea de que los problemas de España tienen que ver con su estructura territorial y no con la menguante calidad de sus instituciones, cuando en realidad tiene más que ver con la correlación de fuerzas entre capital y trabajo, utilizando la terminología clásica, ya que estamos hablando de una izquierda que quiere ser coherente con sus raíces. Curioso que en el siglo XXI quienes se autocalifican como socialdemócratas reivindiquen el internacionalismo proletario, que es, probablemente, el origen de esa analogía entre izquierda y jacobinismo.

Es evidente que el sistema actual, lejos de ser un modelo óptimo, tiene numerosas disfuncionalidades. La principal, la de no haber desarrollado el título VIII de la Constitución en aras de cerrar el modelo autonómico para incentivar la eficiencia del sistema, pero hay pocas dudas históricas de que cualquier modelo anterior de carácter centralista fue peor y, también, por qué no decirlo, más corrupto. Entre otras razones, porque claramente favoreció un sistema clientelar en el que fueron las élites, y no los parlamentos regionales, elegidos democráticamente, quienes condicionaron las decisiones de los gobiernos de turno, que deben sacar adelante sus leyes en el Parlamento.

Es probable que el error en el análisis sea algo pedestre. Como han acreditado muchos estudios académicos —aquí uno publicado por Nada es Gratis, aunque hay muchos más— la desigualdad territorial tiene mucho que ver con factores externos y no endógenos, como los avances tecnológicos o la globalización, que castigan en función de cuál sea la situación de partida. Si hay desindustrialización, lógicamente, penaliza más a las regiones más industrializadas.

Francia es un gran Estado jacobino y Alemania es un extraordinario país con un modelo de política territorial diametralmente opuesto

Hay evidencias, de hecho, de que la desigualdad regional es hoy más baja que la registrada al inicio del proceso de desarrollo económico español (mediados del siglo XIX). Es verdad que aumentó entre 1860 y 1910, pero se redujo entre este último año y 1950 y, especialmente, entre 1950-1980, pero por razones de naturaleza económica y no estrictamente de política territorial.

La conclusión es lo más importante. Los choques tecnológicos que alimentan el crecimiento económico se concentran inicialmente en aquellas regiones con mejor dotación de capital humano y físico, además de otros factores como la calidad de las instituciones, y es entonces cuando la desigualdad territorial tiende inicialmente a crecer. Para evitar que eso suceda, precisamente en aras de favorecer la cohesión social y territorial, están las políticas públicas territoriales, independientemente de si se trata de un Estado centralista o descentralizado.

Lo que fallan, por lo tanto, son las políticas, y no los modelos administrativos. Francia es un magnífico Estado jacobino y Alemania es un extraordinario país con un modelo de política territorial diametralmente opuesto.

Foto: Imagen: RTVE/PlayZ - EC Diseño. Opinión
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Claro está, a no ser que se pretenda volver a aquel tiempo en el que unas minorías cercanas al poder político podían ejercer, no sin voracidad, su capacidad de influencia sobre eso que llama Madrid. Ya les gustaría a las burguesías vasca y catalana volver a aquel tiempo. Justamente lo mismo que pretende Vox, por cierto, con una ideología muy parecida a esta nueva izquierda en política territorial.

Es probable que Francesc Cambó (1876-1947), que fue junto a Juan March, su archienemigo, el mayor intrigante de la política española durante el periodo de entreguerras, se haya removido de su tumba tras el resurgir de las ideas jacobinas en España. Cambó, como se sabe, al margen del intento de la construcción de un nacionalismo catalán moderado, aunque siempre fiel a su amigo Alfonso XIII, fue quien defendió como nadie los intereses de la burguesía catalana. Y en verdad lo consiguió.

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