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¿A quién sirven los presidentes autonómicos, a sus jefes o a su pueblo?
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¿A quién sirven los presidentes autonómicos, a sus jefes o a su pueblo?

Hasta que los presidentes de las CCAA no asuman su soberanía dentro de la ley, el carajal autonómico está garantizado. Y muchos ciudadanos verán cómo sus reivindicaciones se van por el sumidero de la historia

Foto: Díaz Ayuso y Núñez Feijóo, en Fitur 2024. (Europa Press/Alejandro Martínez)
Díaz Ayuso y Núñez Feijóo, en Fitur 2024. (Europa Press/Alejandro Martínez)
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Fue el Tribunal Constitucional quien, en una sentencia dictada en 1982, vino a definir el autogobierno autonómico como la capacidad de los gobiernos regionales para tomar decisiones "en función de una política propia". Aquella sentencia, de la que fue ponente el magistrado Rubio Llorente, puede parecer una antigualla, pero lo cierto es que fue clave en el desarrollo del sistema autonómico, porque, de alguna manera —junto a otras en la misma dirección— perfiló el modelo territorial que, como se ha acreditado en numerosas ocasiones, quedó inconcluso en la propia Constitución.

Ese pecado original nunca ha sido subsanado, y la realidad es que ha sido el propio TC quien ha hecho la labor del legislador a golpe de sentencia. La desidia del sistema político por hacer su trabajo ha sido tal que hoy no solo la Constitución ignora los nombres de las 17 comunidades autónomas en el texto constitucional, sino que la ley de leyes todavía traza el recorrido (artículo 143 y siguientes) que debían recorrer las viejas diputaciones provinciales para constituirse como comunidades autónomas, lo cual es un anacronismo evidente.

Es decir, la Constitución sigue escrita en mármol en el plano territorial del Estado, como si nada hubiera cambiado desde 1978.

Tanta naftalina explica en parte los numerosos recursos y contenciosos entre la administración central y los gobiernos regionales. Básicamente, por la insuficiente claridad a la hora de definir las respectivas competencias.

Existe otra perversión cada vez más evidente. Y no es otra que la conversión de las CCAA en arietes contra el Gobierno central de turno

Esta confusión está detrás de un hecho singular y políticamente reprobable. A menudo, los gobiernos autonómicos pleitean ante el TC no porque sientan que su autonomía haya sido violentada por una norma del Gobierno central de turno, sino porque es una orden del partido. De hecho, es curioso que las regiones de un color o de otro acepten sin rechistar leyes que llevarían al TC si no fuera porque quien las aprueba es un conmilitón ideológico.

Existe otra perversión funcional cada vez más evidente. Y no es otra que la conversión de las comunidades en unidades de choque contra el Gobierno central de turno cuando en Moncloa está el adversario político. La estrategia la inició el partido socialista en los 90 con los célebres tres tenores —Bono, Rodríguez Ibarra y Chaves— y desde entonces ha sido la norma en el sistema político.

Segunda lectura

No hace falta ser un fino constitucionalista para entender que la Constitución no otorga esa función a los presidentes autonómicos, pero aun así actúan como si en realidad fuesen líderes de la oposición desde sus respectivos territorios. En esto ayuda sobremanera la ignominiosa inutilidad del Senado, convertido en una cámara de segunda lectura en lugar de cumplir el mandato constitucional. Es decir, una cámara territorial. Esta sí que es una mutación constitucional, y no otras, amparada por los dos partidos que han gobernado este país desde 1982.

Esta estrategia no es gratis. La principal consecuencia es que los asuntos que más interesan a los ciudadanos —y para eso nacieron las dos administraciones territoriales más cercanas a los problemas de la gente— quedan sumergidos bajo las aguas de las grandes polémicas nacionales y, lo que es todavía peor, a menudo aplastadas por los intereses de los jefes políticos de turno. Las elecciones autonómicas, de hecho, ahora que el PP está queriendo mantener viva la llama de la amnistía en Galicia, suelen girar sobre asuntos que no tienen mucho que ver con las competencias autonómicas, lo que en realidad es un fraude electoral. Parece evidente que si los asuntos a tratar son nacionales, sobran los parlamentos regionales. O viceversa.

Esta contradicción entre los intereses regionales y nacionales se manifiesta con especial crudeza durante la negociación —si se puede llamar así— del sistema de financiación autonómico, cuyo problema de fondo no es que los dos grandes partidos no se pongan de acuerdo sobre la reforma, sino que la propia Constitución no dibuje un esquema de financiación estable, lo que hace que cada cierto tiempo el sistema entre en almoneda. Y lo que es todavía más llamativo, deja entrever que los intereses de muchas comunidades autónomas no son defendidos por sus presidentes. No por una decisión propia, sino por orden del partido. La condonación parcial de la deuda, por ejemplo, sería oxígeno para la Comunidad Valenciana y Murcia, que son dos de las tres regiones más endeudadas —la otra es Cataluña—, pero ni Mazón ni López Miras pueden decir claramente que sí porque en Génova se vería como una traición.

Esa estrategia suicida contra los intereses particulares de millones de ciudadanos no es patrimonio del PP, también del PSOE

Los 3.000 millones de euros puestos encima del debate por Fedea para compensar a las regiones peor financiadas van en la misma dirección. Las once comunidades gobernadas por el PP no pueden aceptarlo porque rompería la estrategia de oposición de Feijóo y, en particular, de Díaz Ayuso, que querrá boicotear cualquier acuerdo sobre financiación autonómica porque sería como darle árnica a Sánchez, sin contar que la situación de partida de Madrid es mejor.

Esa estrategia suicida contra los intereses particulares de millones de ciudadanos que quieren ver resueltos sus problemas de financiación para asuntos básicos como son la sanidad o la educación no es, desde luego, patrimonio del PP. También el PSOE, como se ha dicho, ha convertido a sus presidentes autonómicos en arietes contra el inquilino temporal de la Moncloa, lo que en definitiva supone desarmar el Estado autonómico por la puerta de atrás. Y para llegar a esta conclusión, solo hay que recordar que el actual sistema no ha sido renovado desde hace una década, cuando por medio se han cruzado una pandemia y una hiperinflación desconocida desde hacía más de cuatro décadas.

En su lugar, lo que se ha hecho es diluir la corresponsabilidad fiscal de las administraciones regionales, algo esencial en un Estado cuasifederal como es el español, otorgando al Gobierno central el poder de realizar transferencias —a la ministra de Hacienda le gusta presumir de que ha entregado 16.000 millones gratis, cuando se trata de recursos obtenidos en las propias comunidades autónomas— como si se tratara de un sistema colonial. Es decir, en lugar de favorecer un ejercicio de responsabilidad compartida en la política tributaria del Estado, se ha optado por un modelo verticalizado que para nada es el que diseña el mandato constitucional.

El problema de fondo es el mismo: si no dialogan las administraciones públicas en el marco de sus competencias, es imposible cerrar acuerdos

La perversión del sistema llega, sin embargo, al límite cuando se desprecian los acuerdos bilaterales entre la Administración central y las comunidades autónomas —las regiones también son Estado— como si se tratara de alta traición, cuando las comisiones mixtas de transferencias forman parte de la arquitectura legal del sistema autonómico. Y, de hecho, cualquier reforma debe ser ratificada en ese ámbito. En su lugar, se ha optado por una especie de "todos a una" o, si se prefiere, "o todos o ninguno", lo cual es absurdo e incoherente en el marco de un sistema en el que cada comunidad autónoma dispone de su propio Estatuto, que, por su propia naturaleza, es diferente al resto, atendiendo a las características de cada región.

Se está produciendo, en definitiva, un vaciamiento de la autonomía regional que es, justamente, lo que censuró el Constitucional en 1983 cuando tumbó la Loapa (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico) con el argumento de que las Cortes —es, decir, la mayoría gubernamental—, "lo que no pueden hacer es colocarse en el mismo plano del poder constituyente realizando actos propios de este".

Vía lenta

A veces, de hecho, sorprende que quienes defienden con ahínco la Constitución no la respeten. Por ejemplo, queriendo homogeneizar las pruebas de acceso a la Universidad, sin tener en cuenta que el Estado, al calor del artículo 150.2 de la Constitución, decidió en 1992 mediante la correspondiente ley orgánica transferir a las regiones que accedieron a la autonomía por la llamada vía lenta la competencia de la enseñanza "en toda su extensión, niveles y grados, modalidades y especialidades". Es decir, difícilmente se puede homogeneizar un examen cuando previamente los contenidos curriculares han sido diferentes durante el Bachillerato.

El problema de fondo, en ambos casos —tanto en la revisión del sistema de financiación autonómico como en la EBAU—, sigue siendo el mismo: si no dialogan las administraciones en el marco de sus respectivas competencias, resulta imposible cerrar acuerdos. Y no se dialoga, precisamente, porque las estrategias de las regiones se han supeditado a las de los jefes de sus partidos, lo cual, a su vez, envenena todavía más las relaciones entre los dos grandes partidos.

¿El resultado? Hasta que los presidentes de las CCAA no asuman su soberanía dentro de la ley, el carajal autonómico, como lo llamó Solbes, está garantizado. Y lo que es peor, muchos ciudadanos verán cómo sus legítimas reivindicaciones se van por el sumidero de la historia. Cabe, por lo tanto, hacerse una pregunta. ¿A quién sirven los presidentes autonómicos, a sus jefes o a su pueblo?

Fue el Tribunal Constitucional quien, en una sentencia dictada en 1982, vino a definir el autogobierno autonómico como la capacidad de los gobiernos regionales para tomar decisiones "en función de una política propia". Aquella sentencia, de la que fue ponente el magistrado Rubio Llorente, puede parecer una antigualla, pero lo cierto es que fue clave en el desarrollo del sistema autonómico, porque, de alguna manera —junto a otras en la misma dirección— perfiló el modelo territorial que, como se ha acreditado en numerosas ocasiones, quedó inconcluso en la propia Constitución.

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