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La mutación genética del PSOE y el vacío constitucional
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Ignacio Varela

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La mutación genética del PSOE y el vacío constitucional

Pedro Sánchez ha quebrado metódicamente todos y cada uno de los fundamentos de aquel proyecto: los ideológicos, los estratégicos, los culturales y los operativos

Foto: El expresidente Felipe González. (EFE/Fernando Villar)
El expresidente Felipe González. (EFE/Fernando Villar)
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Las elecciones generales del 23 de julio son fuente inagotable de paradojas. La más espectacular, sin duda, es que el quinto partido de Cataluña, con poco más de un 1% de los votos emitidos a nivel nacional, resulte ser el más poderoso del Congreso, el único capaz de decidir el futuro de España (si gobierna el PP, si lo hace el PSOE o si se repiten las elecciones) mediante un simple acto voluntad de su líder, cuyo designio político y vital resulta ser precisamente la mutilación de España. Al Capone, convertido en jefe de facto del FBI por gentileza de dos grandes organizaciones policiales mortalmente enfrentadas entre sí.

Pero hay más. El triunfo del proyecto sanchista (retener el poder y consolidar definitivamente el bibloquismo en la política española) ha dado paso a un recital melancólico de lamentos y expresiones de sincera preocupación de muchos que admiten haber contribuido a ello con su voto (sin derecho esta vez a alegar ignorancia de los términos reales de la elección). Nunca tantos votaron a alguien deseando que perdiera. Entre su integridad biográfica y el interés del país, dieron prioridad a lo primero confiando en que el voto de los demás salvaría lo segundo. Hoy están asustados, con mucha razón.

Foto: El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont. (EFE/Pablo Garrigós) Opinión

Muchos políticos socialistas —especialmente los veteranos— desmienten enfáticamente la tesis de que, en el caso del PSOE, no puede propiamente hablarse de un partido con 144 años de historia, sino de una sigla que, durante todo ese tiempo, ha venido dando nombre a criaturas políticas sustancialmente distintas entre sí, incluso contrapuestas en lo esencial, con ideas y prácticas inconciliables; y no como consecuencia de cambios evolutivos, sino de quiebras históricas que alteraron sucesivamente el código genético del producto, pese a la continuidad de la marca.

Se trataría de un debate escolástico o bizantino si la actualidad no le devolviera su vigencia. “El corazón tiene razones que la razón no entiende”, escribió Pascal. El resultado del 23-J no se explica sin considerar la singularísima capacidad del PSOE de retener fidelidades movidas por una férrea, casi desesperada adhesión emocional a la razón social o por una concepción eclesiástica del partido y de la política, que lleva a personas laicas en los demás aspectos de sus vidas a sostener metafóricamente que la oposición al Papa no es motivo para dejar de ir a misa (sic). En el fondo, el argumento no está tan lejos del de aquellos comunistas que afirmaban que más valía equivocarse con el Partido que tener razón contra él.

Foto: El expresidente Felipe González. (EFE/Isaac Esquivel)

Ese mecanismo religioso opera con la máxima potencia cuando adquiere un carácter reactivo, de respuesta defensiva a una amenaza externa que se presenta como existencial. Ese fue el caso en la votación del 23-J. Una cosa es comprender racionalmente que el modelo sanchista es nocivo para España y otra que te quieran derogar sin más. Sánchez comprendió que de la victoria abrumadora del PP en mayo podría nacer la condena de Feijóo en julio, y la incuria operativa y estratégica de su rival le ayudó a lograrlo.

Los elementos constitutivos del partido que refundó, reconstruyó o directamente se inventó Felipe González en los años setenta se han descrito mil veces. Un planteamiento ideológico contemporáneo y socialdemócrata, de vocación reformista. Un compromiso firme con la democracia representativa como único modelo viable de convivencia en libertad, alejado del principio plebiscitario de los populismos. Una vocación mayoritaria irrenunciable, acompañada de la defensa tenaz de la autonomía estratégica del proyecto y del partido. La convicción adquirida de que todo el proyecto socialista cabe dentro de la Constitución, abandonando las fantasías sesenteras de la democracia formal como tránsito a un presunto paraíso futuro. Una organización partidaria dotada de organicidad viva y con libertad plena para la discusión. La voluntad de actuar como un factor decisivo de la vertebración de España, desde la igualdad solidaria de todos sus territorios y la diversidad como garantía de la unidad.

Foto: El expresidente del Gobierno Felipe González. (Reuters/Henry Romero) Opinión
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Muchos jóvenes de la época nos adherimos precisamente a eso, no a otra cosa. Personalmente, si entonces me hubieran propuesto que me ligara a un partido como el de Llopis, o a la memoria (llena de episodios oscuros de consecuencias trágicas para España) de los Largo Caballero y compañía, me habría negado sin vacilar. Con esa mochila, los 10 millones de votos de 1982 no habrían llegado jamás y el PCE habría hecho valer sus méritos para hacerse con la hegemonía de la izquierda tras la dictadura.

Pedro Sánchez ha quebrado metódicamente todos y cada uno de los fundamentos de aquel proyecto: los ideológicos, los estratégicos, los culturales y los operativos. Y sobre todo, los que tienen que ver con la idea de España como nación y de la Constitución como marco y límite infranqueable de la acción de gobierno y de las alianzas políticas. No es una adaptación a los tiempos o una desviación temporal, es una mutación genética completa y, ¡ay!, no reversible. Ya no.

Foto: Pedro Sánchez, en una imagen de archivo. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión
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Su paso por la dirección del aún llamado PSOE, que ya va para 10 años, no es transitorio, sino resolutorio. Al menos tanto como lo fue en los primeros setenta la transformación del partido de Llopis en el de Felipe González y Alfonso Guerra. En ese tiempo, ha podido construir un partido a su medida, de naturaleza radicalmente (desde la raíz) distinta al modelo anterior. Los elementos centrales del proyecto del 82 ya no son recuperables por esa sigla (si es que lo son por alguna). Sánchez ya no es un cuerpo extraño en el organismo del PSOE, ni un episodio transitorio de su historia: es su auténtica y genuina realidad. Los que han devenido piezas extrañas en la nueva corporación son quienes aún sostienen los valores desahuciados por el nuevo poder. Pertenece al terreno de la fantasía seguir hablando de la existencia de dos PSOE o alimentar la esperanza de un regreso del mundo de ayer en ese partido cuando el sanchismo caduque. Me parece más consistente y realista la posición de quienes, proviniendo de aquel modelo, han migrado al planteamiento sanchista, se muestran de acuerdo con él y están hoy disponibles para secundar lo que hace 15 años habrían rechazado violentamente.

Pedro Sánchez quizá sorprendió al principio, allá por el año 15, y engañó después, en el 19. Pero en el 23 no ha ocultado nada: ni su modus operandi, ni su práctica compulsiva de la mentira, ni su designio estratégico bipolar y confrontativo, ni su disponibilidad para contribuir a la desvertebración de España mediante una política de alianzas suicida y descabellada, ni su accidentalismo constitucional. Esta vez, todo ha estado a la vista para quien quisiera verlo. No ha dejado margen para la sorpresa y menos aún para el autoengaño. Respaldar esa fórmula exige, o bien coincidir conscientemente con ella (lo que me parece profundamente erróneo, pero respetable), o bien taparse no la nariz, sino los ojos (lo que me parece humanamente comprensible, pero poco explicable en el plano de la política racional). Admitamos que, al menos, Felipe González, Alfonso Guerra y algunos más —pocos— no han obedecido el "¡se callen, coño!" emitido desde la Moncloa.

El régimen del 78 no habría nacido sin el concurso del PSOE de Felipe González, como detectó inmediatamente Adolfo Suárez. De la misma forma, puede decirse que la liquidación de ese régimen no sería posible sin la cooperación necesaria del PSOE de Pedro Sánchez, como detectó tempranamente Pablo Iglesias. Por mucho que aprieten populistas y separatistas (que ganan poder al mismo ritmo que pierden votos), Sánchez tendría en su mano detener el desguazamiento del orden constitucional que heredó: si no lo hace es porque no quiere, y más vale reconocerlo para no vivir en las nubes.

Lo grave no es la mutación genética del Partido Socialista, sino el panorama al que nos aboca. Las elecciones del 23-J han transformado lo que nació como circunstancial —el bibloquismo irreductible— en un rasgo estructural de la política española. Por un lado, el entramado institucional procedente del 78 está siendo progresivamente neutralizado hasta dejarlo en vigor solo formalmente, pero materialmente inane y completamente desbordado en la práctica cotidiana. Por el otro, no existe fuerza ni capacidad para sustituirlo por un orden constitucional alternativo.

Ello nos conduce, al menos para lo que resta de década, a una situación de anomia constitucional de hecho, con una Constitución aparentemente vigente, pero apagada como el Hal-9000 de Kubrick y sin nada que ocupe su lugar para orientar la nave. Es decir, parálisis asegurada para España y barra libre para sus enemigos.

Las elecciones generales del 23 de julio son fuente inagotable de paradojas. La más espectacular, sin duda, es que el quinto partido de Cataluña, con poco más de un 1% de los votos emitidos a nivel nacional, resulte ser el más poderoso del Congreso, el único capaz de decidir el futuro de España (si gobierna el PP, si lo hace el PSOE o si se repiten las elecciones) mediante un simple acto voluntad de su líder, cuyo designio político y vital resulta ser precisamente la mutilación de España. Al Capone, convertido en jefe de facto del FBI por gentileza de dos grandes organizaciones policiales mortalmente enfrentadas entre sí.

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