No es no
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La reforma laboral es buena porque no le gusta a nadie
El PP debería adherirse a la iniciativa cosmética de Sánchez, pero prevalecen la irresponsabilidad, el electoralismo y el miedo a Vox
La reforma laboral se ha convertido en el ejemplo más evidente de las contradicciones de la política española. Tendría que prosperar a la luz de un insólito consenso, empezando por el acuerdo de los sindicatos y de la patronal, pero la táctica y la temeridad amenazan con frustrarla, incluso cuando debería apoyarla el PP en una demostración de responsabilidad y coherencia. Si es verdad —como lo es— que Sánchez la ha sometido a una simple operación cosmética, no tiene el menor sentido obstruir el decreto ley en el Congreso, pero Casado prefiere oponerse a la reforma porque prevalece el fanatismo del no y porque al líder del PP le preocupa que Vox pueda atribuirle un papel de costalero en sufragio de Pedro Sánchez.
A Casado le asusta el megáfono de Santiago Abascal, le intimida la testosterona del macho ultraderechista, aunque también puede entenderse el rechazo a la reforma en la estrategia especulativa de las elecciones castellanoleonesas. No es momento de acercarse al PSOE ni de cooperar con la reforma laboral siquiera con una abstención. Todo lo contrario, los comicios del 13-F predisponen una confrontación radical.
La paradoja de la reforma laboral consiste en que no aloja reforma alguna. Y el motivo de su consenso radica precisamente en que no convence del todo a ninguna de las partes. Ni era la que había prometido Sánchez —¿cuánto vale la palabra del 'boss'?—, ni es la que agrada a la CEOE, ni es la que entusiasma a los sindicatos. Ahí radica la flexibilidad que favorece el consenso. Y la razón por la que Casado debería reivindicarla.
Impresiona el dogmatismo del PP cuando la reforma laboral es un ejemplo de permisividad rara vez observado en las rutinas hispano-españolas. No solo por el pacto de Garamendi y los agentes sociales. También por la mediación socialista y porque la reforma superficial responde a las expectativas de la Unión Europea. Nada más asequible para los populares la naturalidad con que deberían inscribirse en este gran acuerdo nacional, incluso atribuyéndose la patente original y la fórmula mágica que, en efecto, ha reanimado el mercado laboral en los últimos tiempos.
No va a comportarse el PP como un partido de Estado. Ni va a aprovechar tampoco esta oportunidad para retratar a Sánchez en su inestabilidad política. Abstenerse en la votación o apoyar la reforma condicionarían —si de tácticas hablamos— la diarrea de la coalición Frankenstein. Quedarían en evidencia las diferencias de la izquierda, el divorcio del soberanismo. Se expondría de manera flagrante la desautorización al proyecto de Yolanda Díaz. Y prosperaría un aislamiento de los extremos. La prueba está en el inventario de las fuerzas más hostiles que recelan de la reforma. Vox, ERC, Bildu y Junts integran el ejército parlamentario de la resistencia, de tal manera que Sánchez, en ausencia flagrante del PP, tiene que buscarse el apoyo del PNV y de Ciudadanos, enemigos entre sí, ya lo sabemos, pero ejemplo habitual de una política más responsable y más pragmática.
La reforma terminará prosperando en el fiel de la moderación y del consenso, pero también implica un nuevo capítulo incendiario en las relaciones de la coalición gubernamental. Hemos visto la angustia de la convivencia en situaciones tan estrafalarias como las macrogranjas y la guerra de Ucrania, pero la reforma laboral formaba y forma parte de los asuntos estructurales e ideológicos de Unidas Podemos. El énfasis con que Yolanda Díaz aludía a la derogación y a la aniquilación de la ley popular se ha terminado degradando a una bravuconada. Y es verdad que el PSOE ha 'exhumado' a Adriana Lastra para evitar el voto de Cs y aglutinar, 'in extremis', la adhesión de ERC, Bildu y los otros socios de viaje habituales, pero resulta inconcebible que los soberanistas se acomoden a una reforma cosmética y fingida que contradice sus principios fundacionales.
Es la perspectiva desde la que resulta interesante el nuevo espacio de convivencia en que va a desenvolverse la legislatura pendiente. Tanto por la hipotética implosión de la coalición gubernamental como por los achaques de Frankenstein y su comportamiento desnortado.
Sánchez siempre gana. Y demuestra una concluyente habilidad para sacar adelante las iniciativas políticas fundamentales. No solo por el instinto estratégico, sino porque la ausencia de principios éticos e ideológicos lo convierte en el maestro y en el crupier de la geometría variable.
La reforma laboral se ha convertido en el ejemplo más evidente de las contradicciones de la política española. Tendría que prosperar a la luz de un insólito consenso, empezando por el acuerdo de los sindicatos y de la patronal, pero la táctica y la temeridad amenazan con frustrarla, incluso cuando debería apoyarla el PP en una demostración de responsabilidad y coherencia. Si es verdad —como lo es— que Sánchez la ha sometido a una simple operación cosmética, no tiene el menor sentido obstruir el decreto ley en el Congreso, pero Casado prefiere oponerse a la reforma porque prevalece el fanatismo del no y porque al líder del PP le preocupa que Vox pueda atribuirle un papel de costalero en sufragio de Pedro Sánchez.
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