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La amígdala cerebral de Pedro Sánchez, una aproximación a su personalidad
Carece de inteligencia emocional. Es convincente cuando se conduce agresivo, pero no cuando lo hace compungido. No es valiente quien no tiene miedo. Y Sánchez no lo tiene
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Es un tópico remitirse al ‘síndrome de hibris’ como la ‘enfermedad del poder’ que de forma tan pionera y didáctica diagnosticó el siquiatra y político británico David Owen. Gracias a su tesis se explica de qué manera el ejercicio del mando político intercepta el principio de realidad en los que lo ejercen en una situación histórica compleja y difícil y de aquellos otros que rompen los esquemas convencionales atribuyéndose propósitos mesiánicos, todo debido a una borrachera enfermiza de poder que les impulsa a ejercerlo desordenadamente.
El primero de sus libros data de los setenta del siglo pasado y la descripción de lo que él denomina ‘síndrome de la arrogancia’ (sobre Blair y Bush) se publicó ya en 2007. La lectura de estos ensayos de Owen resulta inquietante, pero ha aportado conocimientos útiles a las sociedades democráticas para entender el porqué de decisiones políticas que han marcado hitos o situaciones extraordinarias. Y ha descubierto que tras la apariencia segura y contundente de líderes y lideresas se localizaba una enorme debilidad que se compensaba enfermizamente.
La amígdala de Honnold y Sánchez
Los rasgos de la personalidad del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se han tratado de catalogar como los propios de una patología psicótica y narcisista (descritas por Owen) y que explicarían conductas en las que no se detectan síntomas de cautela, prudencia, incluso, de pudor. Y en las que, por el contrario, aparecen otros de temeridad, audacia, ‘cambios de opinión’ (falsedades), que el personaje metaboliza sin aparente mínima indigestión, transmitiendo la sensación de que él nunca se confunde, de que es incombustible y de que su dureza es diamantina.
Se ha creado así una cierta leyenda de invulnerabilidad que es la que aglutina, increíblemente para grandes sectores de la sociedad española, a gentes en su entorno que parecen sacrificar su reputación, incluso su futuro, mostrando una fidelidad perruna a su jefe. Arturo Pérez Reverte es el observador que ha ahondado en la personalidad de Sánchez, como el ‘gran malo’ de la política española. En 2020 dio su opinión al respecto: “Sánchez es un ‘killer’, los ha matado a todos, y a los que no ha matado, los va a matar”.
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Alex Honnold fue en su momento un escalador libre que desafió todos los peligros en impresionantes escaladas. Sorprendidos médicos y científicos sometieron al deportista a un estudio neurológico, comprobando mediante imagen que ‘la amígdala cerebral de ese chico no funcionaba’. En la resonancia magnética se observó que Honnold disponía de un cerebro completamente normal, que su amígdala también lo era, pero que, siendo la zona de acumulación de sensaciones de temor, miedo, angustia, no vibraba.
Descubrieron, en fin, que el ‘centro del miedo’ cerebral respondía impávidamente a las imágenes que en otro deportista de su especialidad bullía, se activaba ante los estímulos amenazantes. La más importante conclusión a la que se llegó fue que “el cerebro de Alex Honnold es un desafío difícil de entender para los científicos, igual que su actividad como escalador es también un reto difícil de comprender para los aficionados al alpinismo”.
Los síndromes de hibris y de arrogancia
Honnold es un tipo normal en todo, menos en la extraña inmunización al miedo. Pedro Sánchez ha demostrado, especialmente en el pasado congreso federal del PSOE en Sevilla que su forma de actuar se debe analizar desde las teorías empíricas de David Owen (los síndromes de hibrys y de arrogancia) pero también desde la experiencia neurológica que deparó el estudio sobre el escalador Honnold. Porque tampoco parece tener miedo.
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En ese cruce de variables diagnósticas, no certificadas pero tan obvias, quizás pueda comprenderse la irrealidad en la que se mueve, en cómo convierte sin rebozo a su imputada esposa en una lideresa aclamada por los delegados del PSOE en el 41 º congreso del partido, en cómo refuerza a los más débiles en su organización (Santos Cerdán, Óscar López…) para que sigan inmolándose por su causa; en cómo transforma la Moncloa en un fortín de fieles y Ferraz en la sede real del Gobierno; en cómo exige la remisión de esos argumentarios tan lamentables que, sin embargo, los portavoces repiten en una cacofonía pública ensordecedora y en cómo afronta (atacando, tomando el pelo al juez con las once cuentas bancarias de Begoña Gómez con un saldo de 40 euros y unos céntimos) el proceso judicial a su mujer, en cómo destroza a sus socios de coalición, en cómo engaña a los nacionalistas e independentistas y, en fin, en cómo desconcierta a la oposición que no es capaz de tomarle la medida. La gran cuestión consiste en que quien no experimenta el miedo no debe superarlo, y por lo tanto, no es valiente.
El agresivo real y el compungido falso
Solo delata la baja emocionalidad de Sánchez su expresión gestual y verbal. Es convincente cuando se conduce agresivo, pero en absoluto cuando lo intenta compungidamente. Sánchez es un Sánchez reconocible cuando se ríe a carcajadas en la tribuna del Congreso del jefe de la oposición en la sesión de investidura; cuando le dice a la Generalitat de Valencia, en plena tragedia, que si “necesita ayuda, que la pida”; cuando, después de los hechos del 3 de noviembre en Paiporta, sus primeras palabras son “estoy bien” o cuando recibe al Rey en Alcalá de Henares con las manos en los bolsillos, barriobajeramente.
En estas coordenadas, el parecido de Sánchez con las actitudes de los más eximios autócratas es extraordinaria. De Trump a Maduro, de Netanyahu a Orbán, de Mélenchon a Sánchez, la distancia es mínima. Asoma en este listado, incluso, Emmanuel Macron. El signo posdemocrático de los tiempos.
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Todos estos tipos, y otros que les emulan, son capaces de que, al no vibrar su amígdala cerebral, al no experimentar temor y por tanto no conocer lo que es la verdadera valentía, causen daños democráticos y morales devastadores, lo hagan sin alterar su pulso y sin la prevención de pasar a la historia, a la que le envía la corrupción rampante de su entorno, cadavéricamente.
Es un tópico remitirse al ‘síndrome de hibris’ como la ‘enfermedad del poder’ que de forma tan pionera y didáctica diagnosticó el siquiatra y político británico David Owen. Gracias a su tesis se explica de qué manera el ejercicio del mando político intercepta el principio de realidad en los que lo ejercen en una situación histórica compleja y difícil y de aquellos otros que rompen los esquemas convencionales atribuyéndose propósitos mesiánicos, todo debido a una borrachera enfermiza de poder que les impulsa a ejercerlo desordenadamente.