Por si acaso
Por
Inversiones 'verdes'
Numerosos fondos de inversión enfocan sus carteras hacia inversiones alineadas con la reducción de emisiones
El horizonte temporal de las inversiones en producir petróleo y gas supera las decenas de años. Desde que en cualquier rincón del mundo se inician las tareas de exploración hasta que se produce un eventual descubrimiento no pasan menos de tres o cuatro años. La delineación del yacimiento y su puesta en explotación requiere un número de años similar si todo el proceso se desarrolla de forma eficiente y sin sorpresas, cosa bastante improbable, porque tanto la geología del subsuelo como la 'permisología' del país en el que se trabaja son materias que suelen deparar sorpresas inesperadas. Una vez que el yacimiento se pone en producción puede funcionar durante 20 o 30 años y, en algunos casos, más. Por poner un ejemplo cercano, la exploración de petróleo en el Mediterráneo español frente a las costas de Tarragona empezó a finales de los años sesenta del siglo pasado. El primer sondeo seco se efectuó en 1968 y el primer descubrimiento en 1971. El campo Casablanca, el más prolífico, fue descubierto en 1975. Se inició la producción de forma provisional en 1977 y con sus instalaciones definitivas en 1982. Se ha cerrado la producción por falta de rentabilidad en 2021.
Si sobre esta realidad temporal se superpone un escenario en el que la demanda de petróleo empieza a declinar a partir de 2030, la de gas unos años más tarde, y los países desarrollados alcanzan la neutralidad en carbono en 2050, se comprende que las empresas petroleras estén reduciendo sus inversiones en exploración y producción. El caso más llamativo ha sido la noticia de que el Consejo de Administración de Exxon —la mayor petrolera del mundo, excepción hecha de las compañías nacionales de países productores— estaba planteándose el abandono de los dos mayores proyectos de producción de gas, uno en Mozambique y otro en Vietnam, que tiene previstos en su plan de inversiones.
Este tipo de decisiones no se debe solo a la esperada caída de la demanda de combustibles fósiles fruto de la transición energética. La decantación del mundo financiero hacia inversiones “verdes” contribuye en igual o mayor medida. Numerosos fondos de inversión enfocan sus carteras hacia inversiones alineadas con la reducción de emisiones. La valoración de una compañía no debe hacerse solo con las tradicionales métricas financieras: es necesario incorporar nuevas métricas basadas en criterios ESG ('environmental, social and governance') que permitan disponer de una visión más amplia de la contribución de la empresa a la sociedad en la que desarrolla su actividad. Por su parte, en palabras de la propia Comisión Europea, “la UE ha dado grandes pasos para construir un ecosistema financiero sostenible. El reglamento sobre la taxonomía, el reglamento relativo a la divulgación de información sobre finanzas sostenibles y el reglamento sobre los índices de referencia de la UE constituyen la base para aumentar la transparencia y proporcionar herramientas que permitan a los inversores determinar qué oportunidades de inversión son sostenibles”.
La respuesta de las empresas petroleras ha sido doble: la ampliación de sus programas de inversiones dedicados a reducir su huella de carbono y la mejora de la retribución al accionista. De buen grado o a la fuerza, apuntarse a la transformación exigida por un mundo que rechaza las emisiones de CO₂ y, de paso, poner a prueba las convicciones de los inversores llenándoles el bolsillo. Según las compañías y sobre todo su tamaño, se inclinan más por una opción u otra, pero el origen de los fondos es el mismo: la reducción de las inversiones dedicadas a la producción futura de petróleo y gas. En 2019 se invirtieron unos 480.000 millones de dólares, en 2021, año de la recuperación, con precios del crudo crecientes, se estima que las inversiones en este campo se situarán en 350.000 millones.
El comportamiento cíclico de los precios de las materias primas es una constante. En épocas de relativa abundancia los precios bajan. La reducción de precios reduce el flujo de caja de las empresas productoras y sus inversiones y, por tanto, a medio plazo, su oferta. Al mismo tiempo, unos precios bajos estimulan la demanda. Menor oferta y mayor demanda producen una relativa escasez que produce la subida de precios. A mayores precios se incrementa la oferta y reduce la demanda, se genera una abundancia relativa y se reinicia el proceso. El problema se produce cundo el proceso se interrumpe y precios altos del petróleo y del gas no conducen a mayores inversiones en la producción de estos hidrocarburos sino a inversiones en renovables, captura de carbono, producción de hidrógeno o simplemente a incrementar la retribución al accionista. Esta detracción de recursos provocará que la oferta no se incremente y dado que en el caso del petróleo la demanda responde muy lentamente a las subidas de precios, lo más probable es que los precios se mantengan altos hasta que la electrificación del transporte sea una realidad, dentro de unos 10 o 15 años.
Desde una perspectiva estricta de transición energética no habría inconveniente que oponer. Menores inversiones en producir combustibles fósiles y precios altos de petróleo y gas que incentiven su sustitución. El problema —lo estamos viendo con el gas— es la capacidad social de soportar altos precios del petróleo durante períodos prolongados. Según las previsiones de la OPEP, en un escenario en el que la demanda de petróleo se mantiene creciente durante años, en 2045 su cuota de mercado habrá subido del 34% actual al 39%. Según la Agencia Internacional de la Energía, en un escenario que pretenda alcanzar la neutralidad en carbono en 2050 y la demanda de petróleo se reduce drásticamente, la cuota de mercado de la OPEP en dicho año se situaría en el 52%. Este incremento de poder de mercado de un cártel de países productores solo puede traducirse en precios lo más elevados posible. Ya vemos como administran con cuentagotas los incrementos de producción en este año de recuperación económica y han situado el precio por encima de los 80 dólares por barril.
Los problemas complejos tienen soluciones complejas. Con un enfoque maniqueo por bandera es imposible diseñar un 'aterrizaje suave' de las inversiones en producción de petróleo y gas que adecúe la oferta a una demanda aún creciente, que empezará a reducirse en un futuro próximo cuyo advenimiento es seguro, pero no necesariamente cercano en el tiempo.
El horizonte temporal de las inversiones en producir petróleo y gas supera las decenas de años. Desde que en cualquier rincón del mundo se inician las tareas de exploración hasta que se produce un eventual descubrimiento no pasan menos de tres o cuatro años. La delineación del yacimiento y su puesta en explotación requiere un número de años similar si todo el proceso se desarrolla de forma eficiente y sin sorpresas, cosa bastante improbable, porque tanto la geología del subsuelo como la 'permisología' del país en el que se trabaja son materias que suelen deparar sorpresas inesperadas. Una vez que el yacimiento se pone en producción puede funcionar durante 20 o 30 años y, en algunos casos, más. Por poner un ejemplo cercano, la exploración de petróleo en el Mediterráneo español frente a las costas de Tarragona empezó a finales de los años sesenta del siglo pasado. El primer sondeo seco se efectuó en 1968 y el primer descubrimiento en 1971. El campo Casablanca, el más prolífico, fue descubierto en 1975. Se inició la producción de forma provisional en 1977 y con sus instalaciones definitivas en 1982. Se ha cerrado la producción por falta de rentabilidad en 2021.