Takoma
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Rusia es lo urgente, China lo importante y este domingo arranca otra era
El 'gran rival sistémico' de Occidente arranca un proceso de transformación. Se espera que se convierta en una superpotencia más totalitaria, nacionalista y agresiva de lo que ha sido hasta ahora
Esta semana se han publicado dos documentos que enmarcan con una claridad poco habitual lo que está por venir. El primero de ellos, la esperadísima Estrategia de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, subraya que China es el único rival que “alberga la intención y, cada vez más, la capacidad de remodelar el orden internacional”, alterando a su favor "los poderes económicos, diplomáticos, militares y tecnológicos". En definitiva, la única gran potencia capaz de desafiar realmente a Washington, la única que puede “inclinar a su favor el campo de juego global”. Rusia es lo urgente, insiste el equipo de Joe Biden, pero China es lo importante.
El segundo documento es la transcripción del espectacular discurso/bronca que descargó Josep Borrell sobre el cuerpo diplomático europeo. “Nos guste o no, el mundo se está ordenando alrededor de la competición entre dos grandes poderes —muy, muy, muy, muy grandes— y esa competición va a reestructurar el planeta (...) Cuando digo que China es nuestro rival sistémico es porque nuestros sistemas son rivales. Los chinos están intentando convencer al mundo de que su sistema es mucho mejor que el nuestro”.
Son afirmaciones que, a estas alturas, deberían estar más que asimiladas. Pero no lo están.
El domingo comienza en Pekín el XX Congreso Nacional del Partido Comunista de China y existen pocas cosas más relevantes que lo que va a ocurrir allí. Nuestro rival sistémico, la nación que va a forcejear con EEUU para modelar el mundo en función de sus intereses, está inmerso en un giro autoritario y ultranacionalista que, como poco, deberíamos empezar a entender.
Tras la muerte de Mao Zedong, el Partido Comunista de China (PCCh) llegó a la conclusión de que el país no podía dejarse en manos de un único caudillo con poderes absolutos. Había que repartir el poder, crear contrapesos y abrirse al mundo para prosperar y evitar espirales de fanatismo como fueron el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, una pesadilla colectiva que Xi Jinping y su familia sufrieron intensamente en sus propias carnes.
Deng Xiaoping, Jiang Zemin y Hu Jintao se mantuvieron en ese espíritu. Con sus luces y sus sombras, lograron el impulso económico y social que puso al ‘Imperio del Medio’ otra vez en su lugar. Pasaron una década en el poder cada uno, los años de mayor crecimiento económico y de mayor apertura. Entre 2012 y 2013, tras el XVIII Congreso Nacional del Partido Comunista de China, se asentó Xi Jinping. Estuve en el Gran Salón del Pueblo el día de su entronización y recuerdo bien las expectativas: un hombre determinado a dar otra vuelta de tuerca aperturista, un impulso hacia una China integrada e integradora.
Pero las cosas no ocurrieron exactamente así.
Xi Jinping ha ido por el camino contrario, especialmente durante su segundo mandato, motivado por sus propias convicciones y azuzado por la reacción de Occidente ante un gigante que pasó en muy poco tiempo de ser una oportunidad de negocio a ser una amenaza. En el congreso que empieza este domingo, Xi parece determinado a culminar la transformación del sistema hacia una estructura de poder que, en muchos aspectos, recuerda más a la China de Mao que a la de Deng Xiaoping: una superpotencia más totalitaria, más nacionalista, más agresiva y cada vez más cerrada al exterior.
Se trata de una simplificación a la que cabría añadir mil matices, pero el presidente chino (que también es secretario general del partido y jefe del Ejército Popular de Liberación) pretende acabar con el consenso de los últimos 30 años para perpetuarse, apartando a familias rivales y concentrando alrededor de su figura un poder que no tuvieron sus tres antecesores. Pocos dudan ya de que Xi Jinping tiene bien atada la reelección, y de que no hay contrapoderes capaces de truncar sus aspiraciones. Con todo, en la cita se resolverán algunos detalles que nos permitirán entender hasta qué punto saldrá coronado emperador. Los más evidentes son estos tres:
- La primera duda que se tendrá que disipar es si renueva por otros cinco años o lo hace de manera vitalicia, un particular sobre el que se ha venido especulando mucho en los últimos tiempos. Lo segundo sería un síntoma evidente de que tiene todos los resortes bajo control. “Una señal preocupante, porque estamos hablando nada menos que de un sistema de gobierno distinto”, comenta un analista.
- Habrá que estar atentos también a quién sale elegido primer ministro tras la retirada de Li Keqiang, que ha servido de contrapeso en la última década. El candidato más cercano a Xi Jinping es Li Qiang, actual secretario general del PCCh en Shanghái. Su figura está muy tocada por la gestión de la crisis del covid y sus confinamientos, y provoca rechazo entre buena parte de la población y de los cuadros intermedios. Si, a pesar de ello, Xi logra ascenderlo al segundo cargo político más importante del país, sería otra prueba de que su poder no tiene ya demasiados límites.
- Finalmente, está por ver si durante el congreso se revisa de alguna manera la política covid cero, que mantiene aislado al país y que está provocando una enorme ola de desafección y desconfianza, con más intensidad entre las clases medias y altas de las grandes ciudades. Desde los órganos oficiales se insiste en mantener, incluso intensificar, los controles a la propagación del virus, ante el miedo de que un descontrol de los contagios desestabilice el país y ponga en riesgo la estabilidad del régimen. En este contexto, cualquier signo de revisión o debate durante el congreso sería interpretado como una marcha atrás, un síntoma de que todavía existen voces y contrapesos dentro del PCCh. Y al revés.
Salga como salga Xi Jinping del Congreso, el papel de la Unión Europea en la pugna por la hegemonía mundial sigue estando abierto. Aunque las cosas nunca volverán a ser como eran hace 10 o 15 años, Pekín no va a abandonar su calculada ambigüedad con el Viejo Continente. Por motivos estratégicos, para debilitar la alianza atlántica, pero también por intereses comerciales y económicos. En 2020, China superó a EEUU como primer socio comercial de la UE y la tendencia no apunta a un desacople en el corto y medio plazo. La semana pasada, sin ir más lejos, Pekín anunció un nuevo experimento para atraer inversiones extranjeras hacia sectores concretos (turismo y cuidado de ancianos) sobre los que considera que aún tiene mucho que aprender de Occidente. Mientras, los canales diplomáticos mantienen los mantras tradicionales: la mano tendida para hacer negocios y cooperar, pero sin entrar a juzgar las peculiaridades sociales y políticas de cada país.
Urge tomar conciencia de lo que está en juego, planificar una estrategia y establecer posiciones. Como pasa a veces con los actores secundarios, está a punto de empezar la película y aún no tenemos claro nuestro papel.
Esta semana se han publicado dos documentos que enmarcan con una claridad poco habitual lo que está por venir. El primero de ellos, la esperadísima Estrategia de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, subraya que China es el único rival que “alberga la intención y, cada vez más, la capacidad de remodelar el orden internacional”, alterando a su favor "los poderes económicos, diplomáticos, militares y tecnológicos". En definitiva, la única gran potencia capaz de desafiar realmente a Washington, la única que puede “inclinar a su favor el campo de juego global”. Rusia es lo urgente, insiste el equipo de Joe Biden, pero China es lo importante.