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La ventaja de China en la nueva guerra fría, explicada por un autor de ciencia ficción
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Ángel Villarino

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La ventaja de China en la nueva guerra fría, explicada por un autor de ciencia ficción

Durante décadas, nos hemos querido creer eso de que China nunca va a saber hacer otra cosa que copiar nuestros productos. Y quizá ya sea demasiado tarde para remediarlo

Foto: Foto: Reuters/Florence Lo.
Foto: Reuters/Florence Lo.
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La obsesión china por la tecnología tiene uno de sus reflejos más llamativos en la literatura. La mejor ciencia ficción actual, al menos la más prolija imaginando nuevos mundos, se escribe hoy en mandarín. Varios de sus autores han logrado traspasar fronteras y convertir sus obras en bestsellers internacionales. El más conocido es Liu Cixin, autor de una trilogía complejísima y fascinante (El problema de los tres cuerpos), que pronto será una serie de Netflix. Pero no es él, sino Chen Qiufan (1981), quien mejor encarna el espíritu de los tiempos, el auténtico Julio Verne asiático. Lo explica muy bien Megan Walsh en este librito editado el año pasado.

Chen practica una cosa llamada “realismo de ciencia ficción” y sus seguidores interpretan cada una de sus novelas como una nueva epifanía. Varios años antes de que la fiebre de ChatGPT estallase en Occidente, él ya había transitado esos caminos. Aceptó la propuesta de un inversor de capital riesgo taiwanés, Kai-Fu Lee, para participar en la escritura de una novela a cuatro manos con una máquina. El resultado se publicó en 2020 bajo el título de Estado de trance y se presentó a un premio literario en el que el tribunal era, a su vez, un algoritmo. Chen se llevó el primer premio, por delante de Mo Yan, ganador del Premio Nobel. La máquina había valorado el trabajo de otra máquina por encima del de cualquier artista.

La sociedad china actual coincide en el tiempo con la nuestra, pero eso no significa que estemos pensando en lo mismo. Las esperanzas y las pesadillas que Chen Qiufan convierte en novelas de éxito están muy lejos de las nuestras. En Europa se venden como rosquillas libros que recrean batallas históricas, héroes muertos hace siglos y antiguos imperios, o relatos intimistas que abordan frustraciones cotidianas o entran en batallas culturales... En China, las aventuras literarias transcurren en islas de silicio donde millones de inmigrantes rurales tratan de sobrevivir entre montañas de residuos tecnológicos (Marea tóxica, 2019).

Las obsesiones de un pueblo mueven montañas y pueden convertirse en herramientas decisivas para ganar una guerra. A lo largo de la historia, ha ocurrido con el fanatismo religioso o nacional, con las ansias de exploración, con la búsqueda de la prosperidad material, de la eficiencia o el dinero... Pero la guerra fría actual, al menos por el momento, es una guerra fría tecnológica. En este sentido, el presidente Xi Jinping dispone de un país entero, cuenta con una sociedad acostumbrada a hacerse preguntas que aquí no se escuchan en el vagón del metro.

Foto: Foto: Reuters. Opinión

El enfrentamiento se viene calentando desde el segundo mandato de Barack Obama, pero en las últimas semanas se han librado algunas escaramuzas importantes. Como explicaba hace unos días Jesús Fernández-Villaverde en este artículo (parafraseando al consejero de Seguridad Nacional de EEUU, Jack Sullivan), Washington está tratando de crear “muros altos en jardines pequeños” para aislar a Pekín de varias tecnologías clave. Esto significa que el pulso comercial, al menos por ahora, se circunscribe a un puñado de avances clave para dirimir quién liderará la tecnología en las próximas décadas y, por lo tanto, el mundo.

Durante mucho tiempo, Occidente ha dormido tranquilo, repitiéndose eso de que China solo sabe copiar nuestros productos y nuestros gustos. El sistema educativo oriental premia el esfuerzo, la disciplina y el orden, generando un entorno en el que no hay apenas espacio para la creatividad necesaria para los avances científicos. Esa visión, que se sigue repitiendo como si fuese una verdad revelada en algunos entornos, empieza a ser fuertemente cuestionada por los hechos. Para comprenderlo, no hay mejor experimento que sumergirse un par de horas en una novela de Chen Qiufan y compararla con la producción literaria de nuestros países.

Que la sociedad china sea capaz de crear e innovar no significa que tenga ganada la guerra. Hay otros muchos factores en juego, empezando por la propia estabilidad política del régimen, su desafío demográfico o su creciente aversión a la mano de obra extranjera. Pero la batalla va a ser dura. La respuesta de Xi Jinping al plan Biden saca a la luz otra de sus aparentes ventajas, la organizativa. Entre los anuncios de su plan de acción para contrarrestar la respuesta americana está la reforma integral del Ministerio de Ciencia y Tecnología, el llamado MoST, que el aparataje estatal chino pretende convertir en una máquina burocrática letal para la guerra en ciernes. Se ha dado luz verde a reformas de enorme calado (supresión de departamentos enteros, creación de otros, contrataciones masivas, planes millonarios…) y plazos rapidísimos de entrega. Se lee con un nudo en el estómago si uno piensa que en países como España hacen falta muchos años, mucha determinación y mucho conflicto para cambiar de escritorio a un grupo de funcionarios.

Foto: Trabajadoras hacen banderas chinas en una fábrica de Jiaxing

Alguien que lleva muchos años trabajando codo con codo con las agencias tecnológicas chinas lo pone en contexto. Dice que, en realidad, la transformación se lleva planificando desde hace tiempo, que la idea ya estaba esbozada en los discursos de Xi Jinping de 2013 y que ahora solo se ha buscado el pretexto para acelerarla a bombo y platillo. Explica que se trata, entre otras cosas, de optimizar los problemas derivados del sistema empleado por Pekín hasta ahora, en el que ciudades y regiones competían en los mismos proyectos para ver quién era el más listo de la clase. “Ahora se trata de repartir juego de manera temática, de manera que se vayan creando polos regionales según la tecnología en desarrollo”. El plan puede ser mejor o peor, pero está en el centro de las agendas de gobierno y del entramado de los conglomerados público-privados que impulsan todo el desarrollo del gigante asiático desde hace décadas.

Al tiempo que China pone en orden su casa para desarrollar y potenciar las tecnologías que no va a poder adquirir de Estados Unidos, hace muchas otras cosas. Por ejemplo, un programa serio para recuperar a sus mejores talentos repartidos por las universidades de medio mundo, y otro para firmar acuerdos de cooperación en investigación con terceros países que le permitan seguir avanzando en ciertos campos menos polémicos como el medioambiente, pero también vender productos y conseguir materiales fuera. España, como el resto de naciones europeas, está entre ellos. El lío que tenemos con Huawei y el 5G es un buen ejemplo. Washington exige una ruptura, Pekín reclama lo contrario. Algunos países (como Australia hace años y Alemania esta misma semana) han reaccionado alineándose con EEUU. Otros, como España, esconden la cabeza. El asunto del 5G, de hecho, sigue bloqueado en el Consejo de Ministros. Aunque se llegue a desatascar algún día, puede que ni nos enteremos, porque el Gobierno baraja acogerse el secreto de Estado para no enfurecer a ninguna de las dos potencias. Otra buena imagen de nuestro papel en todo esto.

Foto: Un trabajador chino inspecciona un panel fotovoltaico en una fábrica en Xian, en la provincia de Shaanxi. (Reuters/Muyu Xu)

Algunos estudios, como este informe del Australian Strategic Policy Institute, hacen entender que China ya habría adelantado a Estados Unidos en las principales carreras tecnológicas. Quienes siguen la competición de cerca, como Miguel Otero o Claudio F. González, dicen que no tan rápido, que una cosa es investigar y adjudicar patentes (a veces haciendo trampas metodológicas o burocráticas para inflar las cifras) y otra convertir esos descubrimientos en productos viables y comercialmente disponibles, una de las grandes debilidades de China. “Muchas de esas tecnologías no funcionan solas, sino que requieren piezas, partes, contribuciones de otras geografías… Puedes ser el líder en una parte de la inteligencia artificial, pero ¿quién pone los chips para que eso funcione?”.

La partida está abierta, pero, sea como sea, no hay mucho que hacer desde nuestro rincón del mundo. En cualquier caso, el asunto nos pillará debatiendo acaloradamente sobre guerritas culturales, sobre escandaletes de andar por casa, o sobre cualquier otra polémica idiota que nos inventemos.

La obsesión china por la tecnología tiene uno de sus reflejos más llamativos en la literatura. La mejor ciencia ficción actual, al menos la más prolija imaginando nuevos mundos, se escribe hoy en mandarín. Varios de sus autores han logrado traspasar fronteras y convertir sus obras en bestsellers internacionales. El más conocido es Liu Cixin, autor de una trilogía complejísima y fascinante (El problema de los tres cuerpos), que pronto será una serie de Netflix. Pero no es él, sino Chen Qiufan (1981), quien mejor encarna el espíritu de los tiempos, el auténtico Julio Verne asiático. Lo explica muy bien Megan Walsh en este librito editado el año pasado.

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