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Ramón González Férriz

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Mientras Vox exista, el PP no gobernará España

Ha apostado tanto por las formas altaneras y arrogantes que incluso algunos liberales se lo piensan antes de respaldar una coalición con un partido que está tan desinteresado en la gestión

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Mariscal)
El presidente de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Mariscal)
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En las elecciones italianas del otoño pasado, los partidos de derecha radical consiguieron el 35% de los votos. En Francia, en la primera vuelta de las últimas elecciones presidenciales, Le Pen obtuvo el 23%. En Suecia, el respaldo electoral a la derecha dura es del 21%; en Finlandia, del 20%. En España, el domingo, Vox obtuvo poco más del 12%.

España es uno de los países europeos en los que esta nueva forma de populismo conservador tiene menos éxito. Hay varias explicaciones para ello. Una, de tipo moral, es el carácter mayoritariamente progresista de la sociedad española, que acepta el aborto (un 70%) o el matrimonio gay (80%) y es comparativamente poco religiosa (un 40% dice ser ateo o agnóstico). Otra razón es histórica: el revisionismo en clave positiva que una parte de Vox hace del franquismo conecta con un pasado del que muchos españoles no están particularmente orgullosos, o que les espanta. Una última razón es de disciplina electoral: el PP tiene tanto arraigo en el territorio, y una capacidad tan grande de cuadrar ideológica, mediática y electoralmente a los votantes conservadores, que, aquí, un partido a su derecha tiene un techo relativamente bajo.

Foto: Santiago Abascal comparece ante los medios en la sede de Vox en Madrid. (Europa Press/A. Pérez Meca)
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En todo esto hay algo de cierto. Pero el escaso éxito de Vox en un momento en el que la derecha radical crece en casi toda Europa tiene otra explicación: Vox es un partido infinitamente más torpe e inexperto que sus equivalentes europeos. Sobre todo, en lo ideológico. La mayor parte de estos partidos se está centrando cada vez más en unos pocos puntos ideológicos. El principal es, con diferencia, el rechazo a la inmigración, sobre todo a la musulmana. En segundo lugar, y a mucha distancia, están las cuestiones morales. Pero estas, cada partido las interpreta de manera distinta: en los asuntos familiares, Hermanos de Italia se comporta como un verdadero partido conservador; mientras que otros, sobre todo del norte del continente, defienden la bandera gay y las nuevas formas de familia para contrastar la tolerancia de los países cristianos con el integrismo islámico. Algunos ponen énfasis en la economía rural (Países Bajos); otros, en el euroescepticismo (Dinamarca) o en la defensa de las clases trabajadoras (Le Pen).

Pero Vox ha querido incluir en su programa ideológico, y en su ADN, teorías grandilocuentes por las que los españoles no tienen ningún interés, como el papel de George Soros en la financiación de conjuras progresistas, los logros militares de España en el siglo XVI y la supuesta decadencia del Occidente actual. Y sus cargos locales han mostrado actitudes intransigentes en aspectos como la programación literaria de los teatros de pueblo o el rechazo enfático al Orgullo gay. Eso lo convierte en un partido de aspecto chiflado o, por lo menos, antipático. Si se hubiera centrado en sus tres puntos fuertes —inmigración, feminismo, Cataluña—, podría haber tenido un éxito semejante al de sus colegas europeos. Y, en el plano interno, podría ser, simplemente, un partido más conservador que el PP, con el que poder conformar una mayoría parlamentaria. Pero con estas muestras de desmesurada ambición ideológica, que reflejan las excentricidades de su entorno intelectual, más bien ha conseguido lo contrario: no solo no ha tenido mucho éxito, sino que ha destruido las posibilidades de que en España gobierne la derecha.

Impedir la alternancia

Porque, ahora mismo, ese es el papel que Vox ejerce en la democracia española: impedir que haya una alternativa electoralmente viable a la coalición entre la izquierda y los nacionalismos catalán y vasco. Por supuesto, el mérito del resultado electoral no es solo suyo. También lo es de un PP que llegó a las elecciones pensando que no necesitaba más programa electoral que derogar el sanchismo y bajar los impuestos, que hizo una campaña mediocre y que no fue capaz de transmitir una visión de España más allá de vagas ideas rajoyanas que tal vez funcionaran en 2011, pero que sin duda no lo hacen en 2023.

Foto: Alberto Núñez Feijóo y Cuca Gamarra en la Junta Directiva Nacional del PP en Génova. (EFE / J. P. Gandul)

Sin embargo, Vox se ha aficionado tanto a dar miedo a los progres que lo que ha conseguido es que estos se movilicen, y con buenos motivos, ante la posibilidad de que líderes como Buxadé, Ortega Smith o Abascal ocupen puestos de responsabilidad en un Gobierno nacional. Ha apostado tanto por las formas altaneras y arrogantes que incluso algunos liberales se lo piensan antes de respaldar una coalición con un partido que está tan desinteresado en la gestión, y es tan adicto a la comunicación política como Podemos. Ha conseguido, en definitiva, que la polarización que Pedro Sánchez ha colocado en el centro de su estrategia política —aprobar malas leyes, gobernar con socios contrarios a la Constitución, y que luego sus votantes se lo perdonen porque peor sería tener a Abascal de vicepresidente— funcione.

La existencia de una alternativa real y viable al Gobierno en ejercicio es una medida de la calidad de una democracia. No hacía falta ser partidario de la derecha para pensar que la sucesión de una pandemia mal gestionada, una incómoda coalición con Bildu, los favores a ERC y la aprobación de leyes pésimamente concebidas por Podemos podía conducir a un cambio de Gobierno. Pero Vox, con su eficaz movilización del votante de izquierda, lo ha desbaratado. En cierto sentido, es una muy buena noticia: evita que España se sume a la oleada de gobiernos con presencia de la derecha radical. Y evidencia el poco apoyo que muchas de sus nefastas ideas tienen en nuestra sociedad. Pero también es un problema: Vox no va a renunciar a su ideología, y mucho menos a su existencia. Pero mientras exista, el PP no gobernará España. Y la falta de una alternativa a la coalición actual, ni que sea para el futuro, ni que sea de manera hipotética, pero real y viable, sí es un problema.

En las elecciones italianas del otoño pasado, los partidos de derecha radical consiguieron el 35% de los votos. En Francia, en la primera vuelta de las últimas elecciones presidenciales, Le Pen obtuvo el 23%. En Suecia, el respaldo electoral a la derecha dura es del 21%; en Finlandia, del 20%. En España, el domingo, Vox obtuvo poco más del 12%.

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