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El sanchismo derrotado, pero no derogado
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Ignacio Varela

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El sanchismo derrotado, pero no derogado

Pedro Sánchez ayer adquirió finalmente la condición de líder de un bloque político con vocación de poder perpetuo, y sus socios lo reconocieron públicamente como tal

Foto: El presidente del Gobierno y líder del PSOE, Pedro Sánchez. (EFE/Rodrigo Jiménez)
El presidente del Gobierno y líder del PSOE, Pedro Sánchez. (EFE/Rodrigo Jiménez)
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Nos sobrará tiempo para tratar de explicarnos y explicar lo que sucedió este 23 de julio. Averiguar cómo y por qué todas las encuestas fallaron como escopetas de feria; de qué manera convocar unas elecciones generales en pleno verano provocó la ausencia en las urnas de al menos un par de millones de personas que en cualquier fecha normal habrían votado; de dónde salieron los votantes que decidieron respaldar a Sánchez ante la alternativa de la derecha; por qué todos los aliados de Sánchez -excepto Otegi y el propio Sánchez- perdieron votos a mansalva y, sin embargo, parecen felices por el resultado; cómo se las arregló Feijóo para malgastar en dos meses una ventaja -la obtenida el 28 de mayo- que parecía insalvable… seguro que existe alguna explicación para todo ello pero, en el momento de escribir estas líneas, no la tengo. Además, hay un par de cosas que me preocupan más en este instante.

La primera es la necesidad de que nos preguntemos por qué motivo, desde hace casi una década, cada vez que a los españoles nos ponen una urna delante nos empeñamos en hacer de la gobernabilidad del país un maldito jeroglífico, cada vez más turbio y enrevesado. Qué parte del concepto "intereses generales" hemos olvidado y nos negamos a recuperar. Por qué hemos convertido en una misión imposible dar un gobierno sensato a este país. Y por qué últimamente nos gusta tanto hacernos daño.

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Nunca he ocultado mi opinión sobre este presidente. Me parece el personaje más tóxico que ha dado la política española en lo que llevamos de siglo (y no precisamente por escasez de ellos). Pero puestos a que siga cuatro años más en el poder, habría sido preferible darle una mayoría clara y prepararse para lo que tuviera que venir. En lugar de eso, hemos preferido crearnos y crearle un cúmulo de situaciones paradójicas: es el perdedor numérico de las elecciones, pero, sin duda, el ganador político. Ha conseguido el milagro de mejorar su resultado en votos y en escaños cuando parecía condenado, pero queda en una posición extremadamente débil. Ha succionado votos de sus aliados en cantidades masivas para engrosar la cuenta de su partido, pero depende de ellos más que nunca.

Ante los números fríos, no es discutible que Feijóo, que heredó un partido desfallecido y al borde del cisma, ha logrado en poco más de un año rehacer una potente red de poder territorial, subir 13 puntos respecto a la anterior elección y hacerse con el grupo parlamentario más numeroso de la Cámara. Pero no cabe engañarse: esta votación tenía un único punto en el orden del día, que era sacar o no sacar a Sánchez del poder. Derogar el sanchismo, como formuló el propio Feijóo en expresión que siempre me pareció peligrosa y desafortunada. Pues bien, tal cosa no ha sucedido: el sanchismo no ha sido derogado el 23 de julio. De hecho, lo más probable es que haya obtenido cuatro años más de vigencia.

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Por otro lado, tampoco es que el PP haya hecho grandes méritos durante esta legislatura para recibir el respaldo mayoritario de la sociedad; para eso se necesita algo más que ganar un debate televisivo y confiar en que la pulsión antisanchista te traerá el poder a casa. Por lo demás, su trayectoria en la oposición ha sido más bien errática, en ocasiones irresponsable (Consejo General del Poder Judicial) y autolesiva con demasiada frecuencia.

El 17 de agosto se reunirá el Congreso (con esta composición de la Cámara, predecir quién presidirá el Congreso y quién controlará la Mesa es un enigma). Tras las consultas de rigor, el jefe del Estado propondrá a Feijóo como candidato a la presidencia del Gobierno. Habrá una sesión de investidura y el Parlamento rechazará al candidato del Rey, lo que ya viene siendo costumbre para iniciar las legislaturas en España. La única posibilidad de que el líder del PP consiga obtener más votos favorables que contrarios en este nuevo Congreso vendría de un arrebato de responsabilidad institucional de algún partido de la izquierda que es impensable en la España de 2023.

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Pedro Sánchez será el segundo candidato propuesto. Para que su investidura prospere, además del apoyo descontado de la confederación de siglas apodada Sumar, tendrá que convencer de nuevo a toda la cohorte de partidos nacionalistas -amantes acreditados de la Constitución española- que lo acompañaron en la legislatura anterior: ERC, Bildu, PNV, BNG… En esta ocasión no le bastará la abstención: precisará el voto afirmativo de todos ellos, un compromiso fuerte con el programa del candidato y con su jefatura política. Los precios a pagar por esos votos se pondrán por las nubes.

A partir de ahí, que España tenga un Gobierno o que caigamos de nuevo en el abismo del bloqueo ("parlamento colgado", lo llaman los británicos) y la repetición de las elecciones dependerá únicamente de la voluntad de un hombre: un fugitivo de la justicia llamado Puigdemont que habita en Waterloo, Belgica, y se distingue aún más que los aliados habituales de Sánchez por su amor a España y al orden constitucional.

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No tengo la menor duda de que Sánchez se humillará hasta donde sea necesario para ganar esa votación. Ha recibido la oportunidad inesperada de conservar el poder cuando ya lo veía perdido y no estará dispuesto a jugárselo de nuevo en una segunda vuelta. Bastante osadía fue precipitar la convocatoria y le salió bien, en parte por su audacia como presunto derrotado y en parte por el pasmo del ganador presentido. Pero no es cuestión de volver a tentar la suerte.

Así pues, Puigdemont obtendrá lo que desee obtener. No es regalo pequeño para un abanderado de la anti-España tener en sus manos la elección o no del presidente del país que más odias: administrará el privilegio con sadismo refinado, recreándose en la suerte. Me pregunto qué haría el presidente del Gobierno en funciones si, en plena negociación de la investidura, el fugitivo se plantara en Barcelona y diera una rueda de prensa multitudinaria para exponer sus exigencias al candidato.

Foto: El presidente del Gobierno y líder del PSOE, Pedro Sánchez (2d), durante la noche electoral en Ferraz. (EFE/Rodrigo Jiménez)

Bien, supongamos que Sánchez sortea todos los obstáculos y consigue su segunda investidura -que sería la tercera si incluimos en la cuenta la moción de censura que lo elevó al poder-. Le tocará gobernar con dos tercios del poder territorial en manos del PP, con el Senado ampliamente dominado por la oposición y, sobre todo, con una limitación drástica, a partir de enero de 2024, de las políticas de gasto irrestricto a las que está acostumbrado. Le tocará hacer algunas de las cosas horribles que atribuía al gobierno de la extrema derecha y la derecha extrema. Y le tocará pagar cotidianamente la factura del apoyo de sus aliados en el Parlamento, que unos días actuarán de costaleros y otros de gendarmes. Al personaje no le falta desparpajo para eso y mucho más; habrá que ver hasta dónde soportan sus compañeros de viaje las curvas del trayecto. (Para qué molestarse en evaluar la alternativa sensata que sería reconstruir la concertación en el espacio de la centralidad constitucional. Lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible).

Foto: Fachada del Congreso de los Diputados. (Europa Press/Óscar J. Barros) Opinión

En su día, Pablo Iglesias persuadió a Sánchez de que, si lograba compactar un bloque político nacido de la alianza de toda la izquierda con todos lo nacionalismos, la criatura resultante sería electoralmente imbatible. El resultado de estas elecciones prueba que el planteamiento de Iglesias era sólido. Para que el PP gobierne frente al Frankenstein no le basta con ser el más votado. Se necesita que la derecha tenga muchos más votos y escaños que la izquierda y que el PP aventaje de largo al PSOE. No una victoria raquítica de 300.000 votos, sino una mucho más concluyente. La tuvo en la mano y la desperdició, no se sabe hasta cuándo.

Pedro Sánchez ha logrado dar un paso decisivo en su escalada narcisista: ayer adquirió finalmente la condición de líder de un bloque político con vocación de poder perpetuo, y sus socios lo reconocieron públicamente como tal. El sueño de Iglesias, hecho realidad por persona interpuesta. Enhorabuena a ambos.

Nos sobrará tiempo para tratar de explicarnos y explicar lo que sucedió este 23 de julio. Averiguar cómo y por qué todas las encuestas fallaron como escopetas de feria; de qué manera convocar unas elecciones generales en pleno verano provocó la ausencia en las urnas de al menos un par de millones de personas que en cualquier fecha normal habrían votado; de dónde salieron los votantes que decidieron respaldar a Sánchez ante la alternativa de la derecha; por qué todos los aliados de Sánchez -excepto Otegi y el propio Sánchez- perdieron votos a mansalva y, sin embargo, parecen felices por el resultado; cómo se las arregló Feijóo para malgastar en dos meses una ventaja -la obtenida el 28 de mayo- que parecía insalvable… seguro que existe alguna explicación para todo ello pero, en el momento de escribir estas líneas, no la tengo. Además, hay un par de cosas que me preocupan más en este instante.

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