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¿Hay otra vía para la derecha española aparte del trumpismo?
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Manuel Escudero

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¿Hay otra vía para la derecha española aparte del trumpismo?

Las urnas han sido muy claras: la alianza con Vox y sus postulados aísla al PP del resto de fuerzas parlamentarias y en circunstancias poselectorales como las actuales le impide gobernar

Foto: El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. (Reuters/Miguel Vidal)
El líder del PP, Alberto Núñez Feijóo. (Reuters/Miguel Vidal)

La derecha española, colonizada ideológicamente (por el momento) por la extrema derecha, está causando un deterioro grave a la convivencia. Esto es demostrable, como se verá a continuación. Pero esta grave situación no tiene por qué ser definitiva: ni le interesa a la sociedad española ni le interesa al propio PP, un partido conservador de derecha democrática que ahora está derivando hacia el trumpismo.

Esta perniciosa situación no es un fenómeno reciente, surgido en estas semanas poselectorales. Se gestó en el minuto uno en que se formó el Gobierno de coalición en 2019, cuando las dos formaciones de derechas, el PP y Vox, decidieron definir el Gobierno de coalición como “ilegítimo”.

En otro mundo posible, la derecha se podía haber empleado a fondo en una oposición dura pero dentro del contexto del parlamentarismo democrático. En vez de eso, trasladó la contienda más allá de las fronteras, expulsando del marco democrático al Gobierno como ilegítimo, despojándolo así de la autoridad moral que confiere el haber sido elegido democráticamente por una mayoría de representantes de los ciudadanos.

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Mariscal) Opinión

A partir de ahí, han cabido todos los excesos, abusos e insultos con la impunidad que confería la pretendida ilegitimidad del Gobierno: por ello, no quiso la derecha hacerse corresponsable en la solución a las calamidades sobrevenidas que tuvo que capear el Gobierno de coalición en solitario frente a la pandemia o la guerra de Ucrania; de aquí las visitas del jefe de la oposición a Bruselas para sugerir que ese Gobierno no merecía los fondos europeos o caracterizar la excepción ibérica como el “timo ibérico”; esa es la raíz que explica la campaña más cruenta que hayamos visto en España contra el sanchismo y la demonización ad hominem y sin cuartel de Pedro Sánchez. El último episodio en esa caracterización de trazo grueso del oponente radica en la pretensión poselectoral según la cual el PP debería legítimamente gobernar por ser el partido más votado, y el PSOE, si quiere volver a ser considerado un partido legítimo, debería apoyarlo, abandonando así su intención de gobernar con “los enemigos de España”.

Este estilo político basado en los excesos en el tratamiento del adversario, convirtiéndolo en enemigo, ha destruido el respeto debido en la contienda democrática y ha llevado directamente a la polarización. Tengo para mí que las plataformas y las redes sociales, en las que los ciudadanos se agrupan por preferencias, se refuerzan mutuamente en sus puntos de vista y pueden hablar desde el anonimato, ha sido un acelerador de esa polarización sin precedentes. Incluso el lenguaje de los medios de comunicación se ha contaminado en ese caldo de cultivo tóxico y ha surgido un lenguaje nuevo donde términos como estallar, fulminar, explotar o destrozar al oponente han encontrado acomodo.

El segundo elemento que ha actuado como un arma de destrucción masiva de la convivencia ha sido la utilización sistemática de los bulos, las medias verdades y las mentiras como instrumento central en la campaña electoral de la derecha.

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Mariscal) Opinión
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No es necesario recordarlos todos. En el recuerdo colectivo queda la retahíla de medias verdades y mentiras dichas por el candidato del PP en el único debate a dos en la campaña, su sobresalto y salida de tono cuando fue interpelado por una firme periodista sobre la actualización de las pensiones de acuerdo con el IPC, sus insinuaciones respecto a la posible falta de diligencia de los responsables de Correos en el voto por correo o sus verdades a medias respecto a su antigua relación con un conocido narcotraficante. No ha sido solamente un estilo encarnado por el propio candidato, sino la inauguración de un estilo de argumentación política en la que lo que predomina es la manipulación marrullera de los argumentos y la realidad, y lo que menos importa es si lo que se dice es mentira, verdad o medio verdad.

Una vez más, las plataformas y las redes sociales, en las que todavía no se han incorporado la noción y la práctica de deberes y derechos, actúan como magnificadores y normalizadores de la desinformación. Así, se asegura la cohesión de los seguidores de los postulados populistas en torno a narrativas que nada tienen que ver con la realidad y que, sin embargo, fidelizan millones de votos. Nunca deberíamos perder de vista un dato central: el 70% de los seguidores republicanos de Trump sigue creyendo a día de hoy que hubo fraude electoral en las elecciones en los EEUU de 2020.

Foto: Gorras en las que se lee "Trump ganó" vendidas en la convención republicana de Carolina del Norte. (Reuters/Jonathan Drake)

Cuando la mentira o las medias mentiras se convierten en un instrumento normalizado en la contienda política, ya no hay espacio para el diálogo democrático y el debate racional. La cuestión ya no es la búsqueda de un acuerdo o de soluciones conectadas con la realidad, sino la consagración del desacuerdo y la agudización de la polarización.

Juntemos ahora los dos ingredientes: si a una estrategia de deslegitimación, que hace aparecer como enemigo al que tiene opiniones diferentes, le añadimos la utilización del bulo como instrumento principal de la política, de modo que el diálogo se desconecta de la realidad y pasa al terreno de las creencias, los sentimientos y las emociones, los resultados para la sociedad son desastrosos: el mal estilo, el trazo grueso, la descalificación, la imposibilidad de acuerdos, la falta de tolerancia y respeto desbordan la política e inundan las relaciones sociales llegando incluso a contaminar los espacios familiares y privados. Así es como un pueblo pasa a convertirse en resentido, áspero y cainita —un estadio que parecía que habíamos superado con la transición democrática de los años setenta del pasado siglo, escapando por fin a 170 años de cruentas luchas fratricidas—.

Sin embargo, este estilo, que cabe categorizar como la deriva hacia el trumpismo de la derecha española, no tiene por qué ser un estado definitivo. Un argumento para que no sea así es el ya esgrimido: el grave deterioro que está aportando a la convivencia democrática en España, sobre la que los conservadores moderados que tienen influencia en la derecha deberían reflexionar.

Foto: Abascal, en un acto electoral de Vox en Valencia. (EFE/Manuel Bruque)

Pero hay otro elemento incluso más cercano a los intereses del PP como partido: está en juego su propia supervivencia como lo que ha sido, un partido democrático de derechas. En el mundo actual, no caben las medias tintas en la derecha del tablero: o uno contemporiza con las agresivas tesis ideológicas y culturales de la extrema derecha y acaba contaminado, o uno se coloca enfrente de ellas y a favor de la igualdad, la lucha contra la violencia de género, las libertades para los colectivos LGTBI, contra la ilegalización de los partidos independentistas, en defensa del Estado de las autonomías, contra la hostilidad por principio frente a la inmigración y en defensa de la construcción de Europa. El PP tendrá que decidir en qué campo se va colocando, porque las urnas han sido muy claras: la alianza con Vox y sus postulados lo aísla del resto de fuerzas parlamentarias y en circunstancias poselectorales como las actuales le impide gobernar.

Merece la pena, por último, señalar el precio que tendría que pagar para volver a recuperar su autonomía como un partido de derechas democrático. Debería renunciar a tres grandes temas en los que está empeñado en negar la realidad: en primer lugar, en materia económica, donde una parte muy importante de la gestión del Gobierno de coalición ha sido positiva y así debería ser reconocido; en segundo lugar, admitir por fin que España es diversa, y que la estrategia de diálogo y acuerdo en el País Vasco y sobre todo en Cataluña ha sido un rotundo éxito, desinflamando el nacionalismo independentista irredento, y en tercer lugar, reconocer que todos los partidos con representación parlamentaria están dentro del marco constitucional y, por ello, son dignos de ser tenidos en consideración a la hora de pactos y acuerdos parlamentarios. O en otras palabras, que el argumento de ilegitimidad se debería de modo inmediato meter en el baúl de los (malos) recuerdos.

*Manuel Escudero. Embajador de España ante la OCDE.

La derecha española, colonizada ideológicamente (por el momento) por la extrema derecha, está causando un deterioro grave a la convivencia. Esto es demostrable, como se verá a continuación. Pero esta grave situación no tiene por qué ser definitiva: ni le interesa a la sociedad española ni le interesa al propio PP, un partido conservador de derecha democrática que ahora está derivando hacia el trumpismo.

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